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Inicio / Cuenteros Locales / primo / Placer prohibido (texto violento I)

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Para empezar, la aclaración imprescindible: no soy una puta. Lean lo que lean, piensen lo que piensen, no soy una puta.
Pero el hecho de no ser puta no significa que no me comporte como tal. Me he vendido, en cuerpo y alma, recibiendo a cambio unas limosnas. Pero no importa el dinero: siempre me motivó el placer.

Las primeras veces fue raro: pararme en la calle, de noche, esperar al indicado, hacerle señas para que pare, acercarme a su ventanilla... La primera vez no se olvida; puede ser buena o mala, pero no se olvida. Él era grande, fuerte, con brazos imponentes que al parar el auto no dudaron en soltar el volante para el izquierdo bajar la ventanilla y el derecho buscar la billetera. Obviamente, era yo quien no tenía experiencia. No sabía qué decirle, pero él me hizo las cosas muy fáciles: sin hacerme preguntas, sin dejar que yo se las hiciera a él, propuso un número que yo no esperaba: cincuenta pesos. Fue una primera vez perfecta: él me trató bien, yo lo respeté. Al fin de cuentas, su moral no distaba de la mía, y ninguno iba a ganarse un vitral en una iglesia.
A medida que lo hacía, fui encontrándole el placer. Entrené el ojo hasta que pude distinguir, con apenas mirarlos, si tenían experiencia o no. Y fui eligiendo a los inexpertos; los que todavía no cumplieron 20 años fueron mis predilectos durante un tiempo. Todavía disfruto con ellos. Es cierto que se vuelve más largo, más trabajoso: hay que proponerles el precio, los modos de hacerlo, enseñarles la discreción (fundamental en este oficio). Pero sus caras de miedo, antes y durante... ¡son tan excitantes!
Y entonces noté que lo que me gustaba era asustarlos, avasallarlos, humillarlos, obligarlos a hacer lo que yo quería. Incluso dejé de cobrarles, obligándolos a aceptar que era yo quien imponía las reglas. Les pegaba, les tiraba del pelo, los tocaba, los insultaba, los acariciaba, los desnudaba; sólo por divertirme. Y descubrí que me gustaba el olor a sangre fresca, a la sangre que me pertenecía por ser yo quien la produjera, la sacara a la noche. Llegué a obligar a algunos a tomar su propia sangre.
Y cuando me aburrí de los chicos descubrí que también podía hacerlo con mujeres. Idiotas mujeres, idiotas amas de casa sin conocer la calle. Ellas aceptan siempre, porque eso hacen desde que hay mujeres. Probé con una, con otra, con dos más, y todas, todas, hacían lo que yo les dijera. Si se les sabe dar la orden precisa, hacen lo que uno desee. Son las más dóciles, mucho más aún que los mancebos imberbes.
Sentirlos temblar, saber que tienen miedo. Eso es lo que me da más placer. Hombres y mujeres por igual, llegado el momento, me temen. Los he visto mearse encima, los he visto llorar, los he visto incluso llamar entre sollozos a su mamá.
Y sólo se quejan al principio, cuando creen que hay límites. Pero no hay límites. Y nunca se quejan después, supongo que por miedo. Saben, en definitiva, que la policía no los va a defender. La policía siempre protegerá a gente como yo, a los que estamos de ‘este lado’.
Para innovar he usado diferentes ropas: desde llamativos trajes naranja, o verdes, o amarillos, hasta el sobrio pero imponente azul. He cobrado 300 pesos y he no cobrado. Jugué con hombres, con mujeres; con chicos y grandes; con solos y con acompañados. Lo hice por placer y por costumbre. Lo hice en autos, en plazas, incluso en casas.
Pero ya no me da placer. Por eso es que jugué de más, por eso es que maté al último. Tenía 17 años; fue lo primero que me dijo. Dijo que estaba en la calle a esa hora porque había ido a una fiesta que había terminado antes de lo esperado; y sonrió. Dijo muchas cosas, pero yo no lo escuché. Le dije que se bajara del auto y se bajó. Le separé las piernas y se dejó. Toqué todo su cuerpo y no se opuso. No parecía notar nada malo, y eso me molestó. Cuando empecé a sacarle la campera me dejó hacer, y eso detonó mi furia. El muy idiota debía temer y no temía. Empecé a golpearlo, preguntándole si le gustaba. Y el muy idiota no contestaba. Así que le pegué hasta que se cayó al piso. Entonces me agaché y seguí pegándole. Y le pegué por horas. Y él no se resistió. No intentó parar mis golpes, no intentó pegarme. No intentó nada. El muy idiota.

Dije que no hay límites, pero sí los hay. Es uno solo. Un único límite. Y no voy a cruzarlo. Por eso esta carta, por eso las explicaciones; por eso mi documento de identidad sobre la mesa, justo al lado de esta carta; por eso mi arma reglamentaria en mi boca, el arma que a todos los policías nos dan el día en que juramos proteger y servir a la comunidad.


Ramón Báez
Sub-oficial
Policía Bonaerense.

Texto agregado el 14-03-2006, y leído por 971 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
15-07-2006 jajajaja este texto es una trampa...el párrafo inicial nos hace pensar en algo distinto, al final sabemos que "equivocarse es de lectores" jajajaja. Esto se trata de PODER. El poder nos vuelve BESTIAS. EXCELENTE!!! xwoman
23-06-2006 ***** sonido_de_mar
23-03-2006 Excelente texto, lleno de esquinas violentas y oscuras como la vida misma, te dejo mis estrellas y sin duda seguire leyendote. Debbie
18-03-2006 Perfectamente repugnante. 5* sorgalim
14-03-2006 muy bueno el relato, y muy bueno el final***** eslavida
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