Sobre la mesa y a un lado de donde siempre se ubicaba dejó un montoncito de retazos de plástico enrollado provenientes de la funda de su atado de cigarrillos que utilizaba para mordizquear, mas bien para roer con sus dientitos de coneja como si fueran sus propias uñas.
Él los advirtió cuando limpió la mesa redonda de vidrio en la que hacia unos minutos habían compartido su habitual tertulia.
Al despedirse él había notado una expresión nueva en su rostro.
Recordó por un instante aquel rostro mientras que como un autómata continuo con sus labores, quizás por eso no notó lo que ocurría en su mesa. Los rollitos antes inanimados, ahora bailoteaban al son de un adagio demasiado conocido por él, danzaron prácticamente rogando por su atención, pero él ni se inmutó, y ya sentado, ensimismado en sus cosas, los tiró al suelo con el habitual temblequeo nervioso de su pierna cruzada.
Y aunque quizás aun no pudiera notarlo, la expresión de su rostro también era nueva, en concordancia con la renovación de su espíritu, con su flamante corazón y con su descansada alma.
A partir de ese día todo fue un fluir de nuevas sensaciones, de nuevos aires. Mientras los rollitos continuaban rodando por los distintos ambientes.