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El día que Santiago Ríus ingresó en su cuenta corriente los setenta y cinco mil euros que le correspondían de la venta del domicilio conyugal, ignoraba que estaba a punto de comenzar una nueva vida.
A los cuarenta y ocho años se disponía a dejar atrás veinticuatro años de matrimonio y otros tantos de fidelidad y entrega a la empresa que ahora prescindía de él.
A sus espaldas, un puñado de recuerdos amargos: el de los hijos creciendo y dirigiendo sus pasos hacia el desapego y el olvido, el de su vida en común con Blanca, convencional e irritante... En fin, un pasado tejido con lentitud y apolillado casi sin darse cuenta.
El apretón de manos y la entrega del talón. Borrón y cuenta nueva.
Santiago Ríus se instaló en una casa de huéspedes de la calle Hortaleza, abrió una cartilla de ahorro y se dispuso a preparar los papeles del paro.
Más de lo mismo. Sopa de verdura, pescado rebozado para cenar y la sombra de Blanca en cada recodo del camino.
Los amigos le compadecían.
- Vaya putada Santi.
- Bah, con la venta del piso, el finiquito y el paro podré tirar sin problemas.- Respondía él con el falso optimismo de los perdedores, pero en algún lugar de su mente, se resistía a creer que el futuro se presentaba tan aburrido y previsible como el pasado.
Hasta que un día ambos, pasado y futuro dejaron de ser el diario gris de un fracasado.
Mientras Santiago recorría la planta de caballeros de El Corte Inglés buscando unos zapatos, Candela archivaba unas facturas. Tras un tiempo prudencial, se acercó y preguntó si podía ayudarle en algo. Cuando Santiago Ríus miró a la joven dependienta dispuesto a dejarse aconsejar, sintió que la tierra temblaba bajo sus pies y el corazón le latía con rapidez. Hacía veinticuatro años que sus zapatos los elegía otra persona.
Al día siguiente, regresó a la segunda planta y se compró un traje y dos camisas. De marca.
Durante una semana, Santiago renovó todo su vestuario mientras disfrutaba de la compañía atenta y voluntariosa de Candela. Por fin, una de aquellas mañanas, ella le insinuó que tenía un descanso de media hora para desayunar y le propuso verse fuera de los grandes almacenes.
Después vino la primera cita.
El sábado Candela salía a las ocho y media de la tarde y quedaron para ir a cenar.
Esa mañana, Santiago tuvo que ir y comprarse la ropa en otro comercio. Después pasó por el banco para recoger la American Express, alquiló un coche de lujo y reservó mesa en un restaurante caro.
Los ojos de Candela se iluminaron cuando él, atentamente, le abrió la puerta del coche para que entrara.
Cenaron marisco y bebieron el mejor vino de la carta.
Charlaron de cosas intrascendentes.
Al despedirse, ambos habían coincidido en que les encantaría repetir la velada; Santiago prometió invitarla de nuevo.
-Pero ésta vez, a ver si podemos pasar el día juntos. Esta noche me ha sabido a poco.- Dijo Santiago mientras le besaba la mano.
Después regresó a su habitación flotando en una nube. En sus oídos, retumbaban las risas y el tintinear de las pulseras de plata, más de una docena, que bailaban en el brazo blanco y fino de Candela.
Durante esos primeros días, Santiago disfrutaba permanentemente con el recuerdo de Candela, pero mucho más aún con el suyo propio. El de un Santiago maduro, seductor, galante y locuaz.
Era, sencillamente otro.
A los dos meses de haber comenzado a salir con Candela, Santiago abandonó la casa de huéspedes, alquiló un duplex amueblado en un barrio residencial y se dispuso a habitar en otro pellejo que no era el suyo. El pellejo de un Santiago al que la vida le sonreía y le mostraba todo lo que había estado a punto de perderse.
Fue en el dormitorio, impecablemente decorado, donde le hizo el amor por vez primera a Candela; previamente durante la cena, le había regalado un anillo de oro blanco con una fila de ocho brillantes elegantemente engarzados. Después habían ido a tomar una copa y a bailar.
Cuando Santiago le susurró al oído, si le apetecía pasar la noche con él, ella se limitó a abrazarle con fuerza y besarle en el cuello.
A partir de ese momento, se sucedieron los regalos. Los interminables fines de semana en el duplex, los viajes relámpago... sorpresa tras sorpresa. A todo trapo y sin preguntas.
Una mañana, Santiago despertó en un hotel de París. Candela, dormida, le daba la espalda en la cama mientras él la abrazaba ciñéndola por la cintura. Sabía que en cualquier momento, la urgencia de disfrutarla le llevaría a apretarse fuertemente contra ella, besarla en la nuca, a acariciar su vientre y sus pechos. Conocía cual sería la reacción de ella: se entregaría una vez más, con ternura, con pasión, con infinita complicidad, Candela haría y se dejaría hacer dejándole claro, con el lenguaje de su cuerpo, lo buen amante que era.
A medida que la relación había avanzado, la intimidad entre ambos era más y más vibrante. Santiago jamás había imagina que las cosas entre un hombre y una mujer podían ser tan hermosas. Por eso, en aquellos momentos previos al cálido amor vespertino, se juró a sí mismo que jamás sacaría a Candela de aquella gran ilusión.
De aquella gran mentira.
Cerró los ojos y aspiró con toda la capacidad de sus pulmones el perfume de su compañera. El suave olor de su pelo castaño, de su cuerpo joven. Su propio olor, mezclado con el de ella, con el de las sábanas...
Santiago casi no podía decir si todo aquello transcurría con rapidez o lentitud. Lo vivía con tal intensidad que su vida anterior había quedado borrada.
Lo cierto es que, justo cuando creía haber perdido todo, es cuando creyó conocer el amor y el deseo en unos términos absolutos; sin cuestionamientos éticos y sin detenerse, más de lo necesario, en pensar que si no hubiera sido un Santiago distinto al de su otra vida, Candela jamás habría hecho otra cosa que buscarle un par de zapatos de su número.
Vivió esa realidad sin permitir que nada empañara la máxima felicidad que había sentido en su vida.
Por eso, la mañana en que el cajero automático se tragó la tarjeta y el banco le comunicó que su saldo estaba a cero, Santiago ni se inmutó. Recogió sus cosas y entregó las llaves del duplex. De su flamante guardarropa sólo conservó aquellos primeros zapatos de El Corte Inglés. Cómo ya había hecho casi un año antes, se instaló en el hostal. Durante la primera semana intentó escribir una carta de despedida a Candela.
Pero no lo hizo.
Una mañana, cuando Santiago Ríus salía de la Oficina del Paro, la vio. Delante de él, en el semáforo, esperando para cruzar estaba Candela. Aunque estaba de espaldas, la reconoció de inmediato, la melena castaña cayendo sobre los hombros y el inconfundible tintinear de sus pulseras de plata.
Entonces Santiago se acercó muy lentamente a la muchacha que esperaba impaciente en la acera, cerró los ojos y aspiró profundamente aquel olor tan familiar. Así permaneció unos segundos, dejando que el pasado se clavara en lo profundo de su alma, hasta que el semáforo cambió de color y Candela salió para siempre de su vida.

Texto agregado el 17-03-2006, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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