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Primera Parte


“El viejo no llora porque lágrimas ya no le quedan en sus ojos secos. Añora su lejana tierra, lontananza absurda que pareciera fugarse más y más a cada instante, usurpándole los últimos jirones de recuerdos. El viejo no llora, pero en su garganta se han formado afluentes que arrastran caudales de arena melancólica, trozos de vivencias que cada vez son más difusas…”

Guillermo está decidido a escribir de una buena vez esa historia que ha recopilado a retazos, tal si fuera un puzzle que ha tenido la paciencia de ir descifrando en el transcurso de su vida. Primero, fueron frases sueltas sacadas a matacaballos de labios de su madre, luego situaciones de su niñez que se quedaron dando vueltas en su cabeza y que, a pesar de los años, aparentan ser testigos de cargo de un suceso oculto.

“Ítalo miró con grandes ojos a la mujer que, acodada en la puerta de su casa, le sonreía con jovialidad. Su rostro armónico, lo conocía desde siempre, cuando, siendo él un pequeñito, la veía inclinarse para desordenarle los cabellos, contarle alguna chanza o simplemente para contemplarlo con ternura. El jovenzuelo, destacaba ahora por su gran tamaño, su cabello castaño claro y su porte distinguido. Pero no por eso, dejaba de ser el adolescente que era, a sus desarrollados catorce años. Para Rosario, por lo menos, Ítalo continuaba siendo el hermano ocho años menor de su novio Juan.”

Siempre escuchó decir a su madre que Ítalo era un ser extraordinariamente desarrollado para su edad, una situación incómoda para un chico que se negaba a entrar a un mundo que le parecía extraño, un universo gigantesco que le negaba la posibilidad de ingresar a él con sus demandas de niño. Aún así, estaba claro que el muchacho evolucionaba imperceptible, pero con paso seguro a la adolescencia. Guillermo escribe:

“¿Está Juanucho?- preguntó Rosario y para los oídos de Ítalo, la voz musical de la mujer, esta vez parecía estar revestida de sedas. Por algún extraño hecho, su futura cuñada había dejado de ser, a sus ojos, la simpática compinche, para transformarse en algo que lo perturbaba en demasía, le nublaba los sentidos y le provocaba sensaciones nuevas dentro de su cuerpo. En muy poco tiempo, ella se casaría con su hermano y ambos se marcharían de su lado. Eso le preocupaba mucho, porque sabía que perdería a esa amiga traviesa, que ahora lo inquietaba más de la cuenta. La contemplaba a hurtadillas y sin saber por qué, esta vez, más que nunca, o por primera vez, no lo tenía claro, se fijó en la fineza de su talle, en la fronda oscura de su cabellera, en su sonrisa abierta, que dejaba al descubierto una hilera de dientes perfectos. Se avergonzaba de escudriñarla a cada instante, de estar pendiente de sus piernas bien torneadas y de ese escote que lo atraía soberanamente. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué diablos ocurría?”

Su madre le contaba que cierta vez que Ítalo acompañó a Rosario al control de maternidad, algunas enfermeras pensaron que el muchacho era su esposo. Tan mayor se veía a sus escasos quince años.

“Juan llegó esa noche borracho y pateando la puerta de la pequeña pieza en que vivía con su mujer. Rosario, alarmada ante tanto barullo, se asomó a la ventana para contemplar un espectáculo decadente. Su esposo, tirado en el suelo, balbuceaba algo ininteligible. Abrió la puerta e instó al ebrio a que ingresara a la pieza, pero éste le lanzó un manotazo que la hizo retroceder. Llevaban recién tres meses de casados y esta situación se había repetido sistemáticamente cada fin de semana de ese corto lapso. Incluso, en su corta luna de miel, en que se habían ido a pasar un par de días a una residencial de Cartagena. Entonces Juan tomó tanto que no supo ni de su nombre y el matrimonio no se pudo consumar esa noche. Pero a pesar de todo, Rosario lo amaba y tenía el convencimiento que muy pronto, su esposo cambiaría de actitud y se preocuparía más de ella y su familia”

Guillermo le tenía cierta distancia a ese tío arrogante que lo trataba con tanto autoritarismo. No le era simpático en absoluto, por lo que le sorprendía mucho que su madre le tuviera tanta estima. Además, por su posición un tanto más privilegiada que la de su padre, era considerado también como el puntal de la familia. Por lo tanto, Guillermo escribe lo siguiente en su minuciosa bitácora:

“Recuerdo cierta tarde en que mi madre salió muy azorada de la pieza de mi tío. No había nadie en casa. Mi abuela había salido adonde mi tía Hortensia y llegaría tarde. En todo caso, nunca me pude explicar porque llegó mi tío a casa precisamente ese día. Saludando con esa voz cortante tan propia de él, miró con altanero ademán y se refugió después en su habitación. Recuerdo que por primera vez en mi vida, más tarde, me llamó a su pieza, me desordenó los cabellos, me tomó en sus brazos y luego me pasó dinero para que fuera a comprarme dulces. Mi madre contemplaba todo con extraño nerviosismo. Salí, por lo tanto en busca de mis deliciosos caramelos y en el camino me topé con Francino, el chico del frente. Recuerdo haber jugado mucho con él y con otros muchachos. Mucho después, imaginando que me llevaría la reprimenda de mi vida, me dirigí de nuevo a casa de la abuela y, para mi sorpresa, la puerta se abrió de improviso. Seguramente la había cerrado mi madre y como no le conocía sus mañas, asunto que para mí no tenía ningún secreto, la puerta sólo quedó entrecerrada. Empujé pues, el viejo maderamen y me encontré en el lustroso pasadizo de baldosas rojas, que a menudo se transformaba en cancha de palitroques. Fue entonces que escuché voces de alerta y mi madre asomó su cabeza desde la habitación de mi tío. En sus facciones regulares se dibujaba algo que me inquietó demasiado. Pero pronto lo olvidé. Sólo era un niño.”

Guillermo, nunca ha podido olvidar el tono amenazador que utilizó su padre, cuando durante una discusión con su esposa, le lanzó a quemarropa la siguiente frase: -¡Recuerda por qué tuvimos que casarnos! ¡Recuérdalo bien! El tendría unos quince años y esa frase le produjo un ligero estremecimiento. Entonces, lo poco y nada que sabía del matrimonio de sus progenitores, tenía un lado oculto, algo soterrado y acaso malsano. Poco después, cuando le consultó a su madre por esa frase, ella hizo un mohín y le tranquilizó, diciéndole que no era nada que valiera la pena saber. –Viejo loco nomás, que no sabe lo que dice. Guillermo, por lo tanto, aventura:

“Después de esas palabras tan preocupantes y en las que yo estaba involucrado, era deber mío conocer más detalles de la historia. Y para ello, debía apelar a esos fragmentos imperceptibles de memoria, esas palabras sueltas y aquellos gestos extraños que ahora comenzaban a adquirir algún significado. Por lo tanto, revisé fotografías, leí y releí documentos amarillentos y de pronto recordé algunas palabras sueltas de mi madre cuando me contaba que en variadas ocasiones alguien comentaba que yo era idéntico a mi padre e indicaban a mi tío Ítalo quien sonreía socarronamente. A mí eso me desagradaba profundamente porque había comenzado a odiar profundamente a ese ser que me parecía tan severo y distante.”

Hay muchos cabos sueltos en esta historia, demasiados para el gusto de Guillermo. Aún así, el está seguro que aquí existe algo que se oculta en lo profundo de cada protagonista. Quienes fallecieron, ya cortaron definitivamente los nexos que los ataban al misterio. Lo que comenzó como una historia más de familia, ha ido intrincándose paulatinamente. Acaso por los recuerdos, por los silencios al parecer pactados, por las huellas y por la manía de Guillermo de conocer todos los secretos y todas las respuestas.

“Recuerdo aquella tarde en que me colé en la pieza de mi tío Ítalo. Mi intuición me decía que allí encontraría algo interesante. Mi afán era buscar fotos de mujeres desnudas, literatura erótica, cualquier asunto que sirviera para estimular esas nacientes sensaciones que tanto me atemorizaban y tanto me enloquecían. Revisé cuidadosamente en sus cajones, pero nada encontré. La repisa de libros sólo me mostraba títulos aburridísimos, tratados de teología, botánica y política exterior. Desistía ya de mi intento cuando reparé en un libro voluminoso que tenía un título extrañísimo. Por lo mismo, me llamó poderosamente la atención y lo tomé para hojearlo. Mi sorpresa fue grande al comprobar que alguien había recortado su interior para transformarlo en un estuche. Y dentro de esa concavidad había un atado nada despreciable de cartas...


(Concluirá)




































Texto agregado el 23-03-2006, y leído por 294 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-03-2006 Hata ahora me atrapaste en tu red, escritor. Dejo besos y estrellas y sigo. Magda gmmagdalena
25-03-2006 Va muy bien, leeré la continuación. Un saludo de SOL-O-LUNA
23-03-2006 Wow, me quedé tan entusiasmada,que hasta rabia me dió por no saber que dicen las cartas. Es increíble, pero esta historia dice algo muy cierto, cuando somos niños, las situaciones y las cosas no las desmenusas, sólo pasan.De grandes cada recuerdo, es capáz de comprobarnos algo, que en ese momento no lo tuvimos, y empezamos a darle vueltas y vueltas, y creo logramos dilucidar lo pasado, a veces nos duele comprobarlo. Excelente***** Besitos Victoria. 6236013
23-03-2006 seguira supongo no? esperare***** eslavida
 
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