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LÁGRIMAS DE PAYASO

"De tarde en tarde alguna ráfaga
hacía circular sobre el paisaje
jirones dormidos de bruma".
Knut Hamsun.



Recordaba como si fuera hoy el día en que aquel joven muchacho se acercó hasta su carromato para pedirle trabajo. En ese momento leía las últimas noticias sobre el atraco perpetrado al Banco Nacional por el desaparecido payaso del circo. La tarde anterior había estado respondiendo ante los agentes de policía, como propietario y responsable del personal de la empresa, sobre los posibles antecedentes del recién detenido; y ahora, sin apartar la vista del periódico, con las piernas extendidas sobre la otra silla, escucha al muchacho que proseguía con su presentación…
-Me he enterado de que necesitan payasos y…
-…¡Pero tú eres de aquí, hijo! –le interrumpió-, no tendrás problemas en encontrar otro trabajo en la ciudad.
El muchacho volvió al principio de su discurso, arguía los inconvenientes de los jóvenes de su tiempo y que, contrario a lo que pudiera parecer, las oportunidades laborales escaseaban en los últimos años ante la avalancha de inmigrantes que asolaba el país. Era entre los lugareños donde la competencia se tornaba cruel, sin escrúpulos por avasallar al compañero con tal de permanecer u ocupar su puesto. Además, los trabajos que los inmigrantes hacían suyos eran los que nadie quería y desechaban, tal vez equivocados por la mala costumbre de menospreciar labores útiles, pero de débil apariencia. Siempre le había atraído el mundo de la farándula; desde crío ya contaba historias a sus amigos, logrando erigirse en centro de atención y, tal vez ahora, que los problemas de su empleo le acuciaban era el momento ideal para dar el salto a otro campo nuevo, más artístico, la oportunidad de convertir un sueño en realidad.
-Bueno, ¿qué sabes hacer?
-Cuento chistes, historias, también canto algo… Y puedo aprender dos o tres juegos de prestidigitación…
El capataz dobló el periódico al tiempo que se incorporaba…
-Vénte mañana a las diez, haremos una prueba…
El chico lo agradeció con un gesto espontáneo incapaz de disimular su alegría.
-…¿Puedo echar un vistazo? –preguntó al capataz, señalando el grupo de carromatos que descansaban diseminados alrededor de la carpa.
-Está bien, ve familiarizándote –replicó el capataz-, pero no te acerques demasiado a las jaulas…
Al día siguiente llegó antes de la hora convenida, tuvo tiempo de asistir al ensayo de la domadora, una musculosa pelirroja que chasqueaba la voz con idéntico tono que el látigo. Cuando no acallaba así el rugido de aquel grupo de cinco tigres lo lograba con algún juramento inapropiado. El patrón se retrasaba a la cita y el trapecista se bamboleaba de un lado a otro del techo de lona, sin hacer nada de especial. Ya cerca del mediodía apareció a grandes zancadas el capataz con la casaca roja a medio abrochar.
-…Disculpa el imprevisto, chico, la policía otra vez requería de mis declaraciones. Vamos allá… -señaló el lateral de la pista que había quedado libre al recoger la verja protectora de las fieras- No me dijiste cómo te llamas...
-Sí, Elmer.
-Te escucho entonces, Elmer...
Un fuerte olor a excremento de animal impregnaba el circo, pero Elmer tomó aire e hizo acopio de fuerzas al salir al centro de la pista. Sentado en la primera hilera de asientos el capataz observaba atento la improvisada función del aspirante a payaso así como la evolución de sus movimientos, tímidos, pero válidos con una serie de aleccionadores consejos de profesional. Al poco se sentó a su lado el veterano trapecista con quien no tardó en intercambiar opiniones. La primera de las historias que el chico contó brilló por su monotonía, pero los dos poemas siguientes resultaban ocurrentes, graciosos, con posibilidades si se cambiaba alguna orientación; por su parte, los trucos de magia eran simples, dirigidos a un público infantil, demasiado tal vez, aunque combinables a la perfección con algún otro chiste que elegir para la situación.
Capataz y trapecista cruzaron sus miradas…
-La verdad es que no hay mucho donde elegir… -sentenció el patrón.
-Tiene buenos brazos. Haría mejor papel arriba en el trapecio, hace tiempo que necesito a alguien más para un número espectacular… -arguyó el trapecista
-…Lo primero es lo primero, Stefanos, por partes…
Ambos hombres se aproximaron hasta la pista. El rostro expectante del muchacho reflejaba la tensa ansiedad del veredicto definitivo…
-Nada que no se pueda mejorar con la práctica. A partir de ahora trabaja con el señor Stefanos las dudas y los cambios que insertar al número… Esta tarde la primera función es a las seis, ¿te atreves entonces?
-¡Claro, por supuesto que sí! ¡Gracias, señor, muchas gracias!
-…¡Ah, se me olvidaba! Tu carromato está en la segunda hilera, saliendo a la derecha, necesitará un arreglo, claro…
Fue una función de tantas, pero para Elmer aquella tarde fue la de su triunfo particular. El éxito consistía en haber llegado a trabajar allí, ahora por fin era payaso de circo. Durante la primera semana trabajó duro, aquella mezcla entre inexperiencia e ilusión dejaba notar sus primeros frutos; con la ayuda del señor Stefanos mejoró ciertos vicios, aprendió trucos que proporcionaban agilidad a las letras o comicidad a los gestos y caídas. Elmer estaba encantado y dejaba transmitir su entusiasmo en la colaboración con el resto de colegas circenses, echando una mano donde las tareas así lo requerían. Tuvo que poner en orden su carromato, sobre todo, colocar sus modestas pertenencias y desalojar los restos del anterior propietario. La señora Matilda, la domadora, le enseñó cómo ventilarlo y algunas normas higiénicas imprescindibles que cumplir a diario para mantener aquello lo más parecido posible a un hogar. Era una mujer fuerte, aunque el tiempo ya dejaba huellas que la rudeza de su trabajo contribuía a acumular. Su pelo rubio, desteñido de tantos colorantes, se ocultaba bajo un chillón color pelirrojo. Elmer trató de corresponder y le ayudó a dar de comer a los animales, pero Tilda, la experta domadora, sólo le dejó que llevara los contenedores de comida hasta las jaulas, no quería arriesgarse a tener problemas, los tigres eran asunto sólo de ella, según le explicó.
-¡Estos calderos pesan una tonelada por lo menos! –resopló Elmer tras el esfuerzo.
-Cada tigre ha de comer ocho kilos de carne cada día –replicó Tilda-, eso también forma parte del trabajo, chico…
-Pero esta es una labor muy… -Elmer buscó la palabra-, muy dura para una mujer.
La domadora agradeció el cumplido, pero le confesó que la vida no había sido fácil con ella desde que el padre de Chris, su hija, les abandonó. La chiquilla apenas tenía unos meses, había nacido con algún problema congénito y el domador ruso, su padre, desapareció un día sin más. Elmer ya se había fijado en el rostro arrubiado de la muchacha que asomaba tras el ventanal trasero del carromato…
-¿Qué tiene…?
-Nadie lo sabe, chico…
-¿Nunca la llevaron a un médico?
-Al principio, de cría. Pero, muchacho, ¿tú crees que podemos permitirnos guardar un tratamiento de esos tan caro? Si ella no espabila no hay nada que hacer…
Elmer se quedó pensativo, pero volvió a la carga movido por la curiosidad:
-¿Nunca sale?
-Le molesta la luz… -Tilda cambió rápida de conversación- ¡Anda a echarle una mano a Stefanos, estuvo preguntando por ti!
El carromato de Elmer estaba justo detrás del suyo. Mientras descendía los peldaños distinguió a la chica que le observaba tras el cristal. Elmer se colocó la nariz postiza de payaso y le dirigió una repentina mueca graciosa. Aunque la chica no rió ni se ocultó, a Elmer le bastó con el leve temblor que notó en sus labios…
-…Al menos no está todo perdido. –se dijo.
Atardecía cuando Elmer distinguió luz tras la cortina del carromato del trapecista. Le resultó chocante cuando Stefanos abrió la puerta en albornoz, acostumbrado a verle de continuo en camiseta de tirantes, con la piel desnuda de sus bíceps siempre al aire.
-¡Ah,sí! Pregunté por ti, verás… –el trapecista reaccionó enseguida- ¿Tú conoces la ciudad, verdad? Necesito que hagas un recado…
-Pues usted dirá.
-Has de ir al ayuntamiento. Necesitamos renovar el permiso para que el circo permanezca otro mes más aquí, solamente tienes que entregar la documentación y traer el comprobante sellado… ¿Sabrás?
-Si es eso, pues claro.
Elmer siguió al señor Stefanos que descendió del carromato y, en zapatillas, se dirigió al carromato del capataz, contiguo al suyo; llamó con los nudillos a la puerta, pero nadie contestó. Entonces se agachó y del borde interior del tercer escalón extrajo una pequeña llave con la que abrió el carromato. Elmer esperó afuera, aunque le escuchaba rebuscar entre los enseres del minúsculo despacho.
-Aquí lo tienes, chico –Stefano le tendió el sobre con los documentos-. Mañana en la mañana sería un momento oportuno, no olvides que te sellen el comprobante, ¿entendiste?
-Bien, entendí. –Elmer se retiró a dormir, mientras el trapecista depositaba la llave en el mismo lugar donde la recogió- ¡Hasta mañana, señor Stefanos!
-Hasta mañana, chico…
El trapecista contempló la silueta de Elmer desaparecer entre las sombras de los carromatos mientras la noche se cernía sobre la carpa, ahora silenciosa. Aquel muchacho había conseguido traerle el recuerdo de los comienzos, cuando la aventura del circo hervía en la sangre; le había hecho recuperar una antigua llamada después de tantos años, incluso ahora que ya las fuerzas mermaban y que la necesidad del jornal ocultaba la ilusión que una vez brilló. También lo había notado entre los espectadores; su actuación dejaba que desear en cuanto al clásico humor de los payasos, pero cuando el chico contaba sus historias algunas personas, sobre todo los adultos, dejaban caer una lágrima que enseguida escondían con el pañuelo o la palma de la mano; luego, recomponían el rostro cuando los niños reían las gracias tópicas del payaso. Pero era con los juegos de prestidigitación donde Elmer conseguía durante unos instantes aunar a su público ante el misterio y la confusión; no eran trucos sorprendentes ni llamativos sino desconcertantes. Nunca lograba regresar lo que hacía desaparecer; o simulaba que se equivocaba y volvía a empezar con otro juego distinto que también acababa de forma improvisada, sin final. Fue a sugerencia de Stefanos que el payaso Elmer llevase una lágrima azul pintada en el pómulo precisamente tras observar esta característica peculiar; era también un modo de disfrazar los defectos o de asimilar las ventajas de la propia habilidad. Al patrón le pareció también una buena idea, en su presentación anunciaba la entrada en escena del payaso con el mismo rimbombante título que figuraba en los carteles y la publicidad del circo: ¡Elmer, el payaso triste!
Hasta la misma Chris acusó la magia de esa extraña sensación que embargaba los ánimos de la gente cada vez que el foco central iluminaba la pista y la orquesta, entre redobles de tambor, anunciaba el comienzo del espectáculo. Su madre se había fijado que la chica estaba pendiente de los movimientos del muchacho, de sus idas y venidas; incluso se animaba a salir hasta el porche cuando Elmer se acercaba para ayudar a su madre en alguna de las faenas. Tampoco le pasó desadvertida la expresión del rostro de su hija, ahora no tan apagada y desinteresada, sino curiosa, abierta a la novedad. La domadora quiso probar suerte, le propuso al chico que le contara alguna de aquellas historias que utilizaba en su número y, después de algunos intentos, comprobó con sorpresa que el milagro se obraba despacio, pero efectivo. Algunas tardes les dejaba a solas para no interferir en el avance y contribuir así a que su hija rompiese aquella tremenda cerrazón que hasta entonces le esclavizaba. Ahora Chris no se limitaba a las respuestas escuetas con que solía contestar a su madre, hablaba, mostraba interés, otra disposición de ánimo que a Tilda le hacía albergar esperanzas. La domadora no se pudo creer que su hija le estuviese pidiendo aquello, asistir a la función principal, la del sábado por la tarde; y accedió, asombrada, ninguna de las dos iba a perderse la actuación de aquel chico.
Aquel sábado el aforo estaba completo, el reclamo había surtido efecto y el patrón no cabía en sí de satisfacción al traducirlo en beneficios para el circo; se le notaba en la voz, ampulosa y henchida, cuando se aprestó a presentar la entrada de Elmer, el Payaso triste…
-…¡Llegó el momento de la risa! Con ustedes… ¡Elmer! ¡El Payaso que llora y hace llorar!
El público, expectante, rompió en aplausos y los estridentes chillidos de los niños caldearon el ambiente bajo la carpa. Los focos se concentraron en la pista central y el tono de los gritos se intensificó cuando distinguieron la figura del payaso que surgía, cabizbajo, lento, de la penumbra del circo… Un silencio contenido acompañó sus primeros pasos; luego, risas fáciles de niños, sin más. Algunos cayeron en la cuenta de que aquel payaso no era Elmer, pero sólo unos pocos reconocieron en él al veterano trapecista disfrazado de payaso que le suplantaba.
A Tilda le cambió el gesto también cuando vio desaparecer el brillo de los ojos de Chris, sustituído ahora por una incontenible crisis de histeria. A duras penas le ayudaron para regresar al carromato, mientras su hija lloraba, entregada a un llanto que dificultaba entender sus palabras entrecortadas…
-Mamá, tenemos que hablar, mamá… -sollozaba Chris, desconsolada.
El capataz, serio, trató de mantener la compostura con un gesto distante, deseoso de que con aquel número acabara la función y poder así aclarar el confuso cariz de lo acontecido. Fue una actuación técnica, correcta, de manual de circo, aunque sin alma, pero suficiente para salvar el cartel de aquella tarde. Al finalizar, fue el propio Stefanos quien se acercó al patrón para darle cuenta de los hechos.
-Lo siento, patrón. El muchacho desapareció, había que seguir con el espectáculo, no quedó otro remedio…
El capataz iba a increparle con una caterva de preguntas que se agolpaban sin orden, sin saber por donde empezar, pero el trapecista no le dejó proseguir:
-Pero no es eso todo, patrón -Stefanos jadeaba ahora-. Elmer se ha llevado toda la recaudación, encontré su carromato abierto y el estante donde usted guarda la caja fuerte estaba vacío, todo revuelto…
-¿Pero cómo ha podido…?
-La culpa es mía, me vio esconder ahí la llave, patrón… ¡Dios! Lo siento.
La domadora se unió a los hombres con gesto agresivo, chasqueaba la lengua como si buscase a una fiera perdida.
-…Ese maldito hijo de… -Tilda se llevó las manos a la cabeza- ¿Dónde se ha metido ese canalla…? ¡Chris! ¡Ha dejado embarazada a Chris el muy…!
-¡Basta! –el capataz zanjó el alboroto con un grito- Mañana a primera hora habrá reunión general, ahora necesito paz para valorar lo sucedido y su alcance. Por favor, calmaos, sé que es difícil, pero será mejor para todos. Descansad ahora, ¡hasta mañana!…
El patrón comprobó que su carromato seguía entreabierto, la llave tampoco estaba en su lugar. Adentro reinaba un caos monumental, pero aún así se sentó en su sillón tras apartar de encima la mesita de noche y un cuadro desvencijado. Todo lo que antes descansó sobre las estanterías estaba ahora desperdigado por el suelo; un hueco vacío resaltaba en el estante donde antes reposó la caja fuerte. Ni rastro del cofre en que guardaba la recaudación, los jornales de cada trabajador del circo, se lo había llevado todo. El capataz suspiró hondo, casi sin resuello… Con el cofre también se llevó la foto, la única foto que guardaba de su boda con Matilda, antes de que se marchara con aquel ruso domador de tigres, antes de que naciera la pequeña Chris… Al capataz se le agolpaban los recuerdos en la mente como si alguien hubiese destapado la caja de Pandora que él custodió hasta ahora como su tesoro. Se mesó los cabellos para calmarse, aquello no cambiaba nada, tan sólo se trataba de un contratiempo, un maldito contratiempo, sí… Igual que cuando tuvo que hacer desaparecer al amante ruso aquel. Tampoco fue fácil descuartizarlo ni alimentar a los tigres con sus restos, mientras su esposa sufría la vuelta de tuerca de su rechazo, ese fue el castigo que ella se buscó, ese fue el precio. No fue fácil soportar la traición ni a la hija de otro ni admitirla trabajando en su circo, no… Y ahora tampoco resultaba fácil aceptar el robo y el engaño, pero sólo era un contratiempo más. Mañana el circo seguiría adelante, ávido de risas y gentes, de aplausos y trucos para subsistir, esa era su vida… El circo tenía que continuar.
A la semana siguiente un joven se acercó hasta su carromato. El patrón, sentado, con las piernas descansando en otra silla, le escuchó sin dejar de leer…
-¿Es por el anuncio? Pero usted no es de aquí, joven, bien puede encontrar otro trabajo más apropiado…
El chico de tez aceituna ensalzó el modo de vida del circo, su dimensión próxima al arte. Llevaba dos años allí con su familia y los trabajos destinados a los emigrantes eran los deshechos que nadie deseaba…
El capataz ya no atendía cuando murmuró en voz baja:
-…Todos son iguales…
-¿Cómo dice…?
-Está bien, haremos una prueba –el capataz se incorporó de un salto al tiempo que lanzaba el periódico contra el asiento-. Empiece por dar de comer a los animales…



El autor:
http://leetamargo.blogia.com

*Es Una Colección ”Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-

Texto agregado el 26-03-2006, y leído por 937 visitantes. (0 votos)


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