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"al fin y al cabo la vida era la infausta prisión del hombre"
Rubaiyat nunca escrita

I


No querían aceptarlo de nuevo. La fiesta semanal, como de costumbre no estaba animada, él había llegado temprano con su obsequio. Las infelices luces de la noche revestían su presencia, y daban color de estrella apagada a su entrada, apática y arrepentida, como siempre.
Sus amigos no habían notado su presencia, como solía pasar desde que él había renunciado; aunque no había sido por voluntad propia; lo había echado de la sociedad, ese maldito predicador lo había echado, y ahora ya no querían su presencia.
Volvía cada semana con esperanzas de que alguna vez volvieran a sentirlo como parte de ellos, pero sin duda era una sociedad tan exclusiva como orgullosa, las oportunidades llegaban una sola vez en la vida, aunque él tuviera esperanza de una segunda. Sus huellas en la fiesta eran las de un intruso, pero soñaba cada día con que llegara la noche en que pudieran perdonarlo.
Los llamaba amigos porque eran los únicos en quienes confiaba, pero los concurrentes ya no confiaban en él, a pesar de sentir sus torpes pasos sobre la alfombra marrón semana tras semana, a pesar de que siempre traía obsequios para amainar su culpa, a pesar de que había sido uno de ellos.
El sentía que ésta semana sería distinto, lo sentía en su piel traidora, lo vivía mientras se acercaba paso a paso, se aferraba fuertemente a que su consulta no sería en vano. Tenía fe de que le dirían que hacer para volver a la fiesta eterna.
Dejó las flores junto a la Lápida, tomó su pala y en medio del cementerio Lázaro empezó a cavar por una respuesta.

II

Le costaba trabajo mantener la pala erguida por lo que la tierra se derramaba dentro del agujero y conseguía sacar muy poca fuera de este, pero él seguía intentandolo.
Si alguien le hubiera dicho que se vería en esta situación nunca lo habría creido. Tenía la sensación de que alguien le observaba, pero no sabía hacia donde mirar, todo estaba oscuro. La antorcha que llevaba y que habia dejado junto a la Lápida tan solo iluminaba la zona donde él se encontraba.
El ruido de la pala al cavar acompañado de vez en cuando por los sonidos de aves nocturnas y grillos en la espesura del bosque cercano al cementerio era lo unico que se escuchaba.
Las gotas de sudor resbalaban por el rostro de Lázaro, así paró unos segundos para tratar de secarselas y continuó cavando. Fue entonces cuando la pala golpeó algo que se encontraba en el fondo de la fosa que había abierto. Rapidamente comenzó a cavar alrrededor de su hallazgo, se trataba del ataud que buscaba. Trataba con gran esfuerzo de desenterrarlo, al menos lo suficiente para poder destaparlo.
Cuando se disponía a abrirlo un escalofrío recorrió todo su cuerpo pero Lázaro logró contenerse y se armó de valor. Levantó la pesada tapa con cuidado y ésta se desplomó en el interior de la fosa. En ese preciso momento la antorcha se apagó, antes de que Lázaro pudiera ver qué había en el interior del ataud.
Tras unos eternos segundos de agobiante silencio, sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad absoluta. Miró al cielo esperando a que la luna llena le ayudara a ver mejor, pero una enorme nube ocultaba parte de ella. Volvió la vista hacia el ataúd, había algo, lo intuía. De nuevo, un escalofrío recorrió su cuerpo y pensó que tal vez ahí no hallaría su respuesta. Lentamente se agachó, introdujo la mano en el ataúd y palpó suave y temblorosamente. Y supo que no estaba en lo cierto: se había equivocado. Retiró la mano suavemente, asustado sin saber porqué. Tragó saliva. De pronto lo oyó, jamás había oído semejante sonido, parecía el llanto de un bebé y provenía de dentro de la caja. Su corazón se aceleró como nunca y no supo reaccionar, entonces empezó a sentir como el frío se apoderaba rápidamente de sus huesos a la vez que un aroma a podrido invadía sus fosas nasales. El sonido se hacía cada vez más estridente. Y en mitad de la noche, aterrado, lo sintió cerca, cada vez más. Primero pensó que quizá fuese esa su respuesta. Después notó un fuerte golpe en la nuca y, desplomándose en el interior del ataúd, perdió el conocimiento.
Lázaro parpadeó un par de veces y miró a su alrededor: todo le resultaba familiar. Se incorporó lentamente y se mareó. Palpó su nuca en busca de alguna herida, pero ni siquiera le dolía. Estaba en el mismo lugar que hacía un rato. Seguramente habían pasado horas, pues los primeros rayos de sol empezaban a aparecer. Miró al suelo y contempló como la fosa que había cavado estaba tapada de nuevo. La pala estaba unos metros más allá y las flores yacían esparcidas por el suelo alrededor suyo. Entonces notó algo raro, se llevó la mano a la boca y sintió un dolor inmenso. Después tocó sus labios con suavidad y, temiéndose lo peor, intentó separarlos. Su esfuerzo fue en vano, pues un grueso hilo negro los mantenía unidos. Desesperado miró a su alrededor pensando en que alguien pudiese ayudarle pero, una vez más, estaba solo. No sabía que su respuesta andaba cerca...


III

Aunque desorientado aún, se logró poner en pie y dio unos pasos hacia la tumba que unas horas atrás había profanado, seguía buscando la respuesta, esa respuesta a la pregunta que había surgido de pronto en el, la pregunta que ahora marcaba cada instante de su existir; el dolor que sentía en sus torturados labios dió paso al horror y angustia que sintió al leer lo que había escrito en esa lápida :"Aquí yace Lázaro, un patético y miserable hombre" . - ¿Que demonios sucede?- pensó, quiso gritar pero no pudo, su boca se lo impedía. Estaba mareado, sentía náuseas, justo cuando sintió que iba a desmayarse vió una silueta, un hombre recargado en un árbol a unos cuantos metros de él, sosteniendo una pala y esbozando una macabra sonrisa, y de pronto el hombre dijo: -Lázaro, no estas contento acaso?
Bajo el cielo de la boca aguardaba un infierno de sangre, saliva y tierra enmohecida, donde las palabras nacían predestinadas a morir ahogadas al instante. La respuesta inmediata despuntó perezosamente de sus labios, sin fuerza, sin vida, un grumoso hilo carmesí que moriría a medio camino de su mandíbula.
Aprovechó esta incapacidad para replantear su respuesta prematura, que pasó a ser una pregunta, y más tarde a otras muchas. Ninguna encontraría su respuesta. Ninguna podría buscarla.
Al poco se había dado cuenta, no tenía boca, pero tampoco la necesitaba. Sus palabras carecerían de sentido, como él mismo en aquella situación.
Necesitaba palabras, pero no suyas.
Avanzó un poco más, trastabillando aún medio ciego en aquel fango primordial que lo había parido una segunda vez. Le dolían los músculos, o tal vez el no poder sentirlos como antes. Un mal paso. Su cuerpo – que ni reconocía ni parecía reconocerle – se desplomó en el montón de excrementos y lodo.
- Levántate y anda. – La voz sucia volvía a remontar sus oídos. Le hablaba. No era un sueño, ni el hombre, ni desgraciadamente, él mismo.
Recordó al predicador, recordó a la basura de vástagos que coreaban sus sermones entre polvo, raya y amén. Los despreciaba, los despreciaba como ellos a él.
Había sido expulsado, humillado, lejos de ellos. La Gran Familia.
- Lázaro, el patético, el ramero, el resucitado. – Las palabras arrastraban más impureza que la tierra que lamía su cara. Carcajeó, y fue como si una colmena de avispas zumbarán excitadas en el cerebro de Lázaro.
Le asaltaron resquicios de recuerdos inconexos, incomprensibles. Carne, sangre, muerte… y vida, también vida – pero no la suya.
Lázaro se levantó, el hombre seguía carcajeando tras el árbol. Apretó los puños, sintió la sangre bajar por sus nudillos, y entonces sus labios reventaron junto al tejido que le aprisionaba. No hubo respuestas, ni preguntas, sólo ira.
La carcajada del hombre cedió a una sonrisa ladina y malograda, al escuchar el nombre que Lázaro invocaba en su grito. El nombre de un ser que no le ayudaría esta vez, que nunca le había ayudado. Era algo tan típico, tan inconsciente. Pero Dios no vendría, no aquí, no para él.


IV

El pobre de Lázaro caminó sin saber a dónde se dirigía, confundido aún por la sucesión de recuerdos incomprensibles que aparecieron de repente en su mente. Esforzándose por no caer al suelo, miró desafiante a su alrededor, tratando de descubrir de dónde provenían las carcajadas que carcomían su cerebro y lo iban volviendo loco.
No podía ver con claridad, el lugar había sido invandido por una espesa niebla que se le venía encima y le heló la piel...
- ¿Por qué me hacen esto? - Gritó Lázaro, mientras varias gotas de sangre recorrían sus manos, sus brazos y el resto de su dañado cuerpo. Por unos segundos, un completo silencio invandió el lugar, y Lázaro poco a poco fue calmándose, aunque el sentimiento de ira y de miedo no desaparecían. Finalmente el cansancio lo venció, y Lázaro cayó rendido al suelo.
Alguien lo observaba y se acercaba cada vez más a lo que parecía ser el cadáver de un pobre sujeto, solo que él no estaba muerto. Abrió los ojos y observó, frente a él, a su peor enemigo. Descubrió, a pocos pasos, su peor pesadilla, la que estaba viviendo en ese preciso momento...
- ¿Lo oyes Lázaro? - La figura le habló. Parecía una persona, pero la oscuridad y la niebla le cubrían el rostro. Lázaro comenzó a escuchar pisadas, varias pisadas que se iban acercando. Entre ellas, también identificó el llanto de un bebé.
- Déjenme en paz... - Dijo Lázaro casi sin fuerzas. Pero no se detenía, continuaba acercándose. Sea lo que fuere, avanzaba a gran velocidad.
- Ese sonido, es aterrador...
Intentó ponerse de pie nuevamente, pero no pudo. Ya era tarde, Lázaro estaba condenado.
La tierra alrededor de su cuerpo se rompió como si se tratara de vidrio, y Lázaro cayó con ella. El cementerio se alejaba cada vez más de su vista.


V


Despertó en el lugar de las Sombras, rodeado de ellas. Cuerpos oscuros se arrastraban por los cerros, esquivando las llamas que eruptaban de pronto los lagos de lava. Él sabía dónde estaba. Él sabía quién lo trajo aquí. Hacía unas horas pensó algo muy cierto: esta semana sería distinto. Lo sería de ahora en adelante. Pero, ¿no era esto lo que quería? Se preguntó. Quería estar entre ellos, sí, pero... ¿eternamente?
Él llamaba "la fiesta" a la medianoche de cada viernes, en el cementerio. No había mucha gente más a esa hora, ese día, y el sentía una atención que no recibía de ningún vivo. La primera vez que visitó el panteón estuvo seguro de haber recibido una invitación informal a continuar haciéndolo. La invitación, con fecha y hora, fue enviada de ultratumba al subconsciente de Lázaro. Él aceptó.
Esperaba con ansias toda la semana para esa fiesta. Irónicamente se sentía vivo al estar entre muertos. Pero así era él, y así había sido desde los dieciseis años. Ahora tenía veintinueve, y era un cuerpo oscuro.
Lázaro abrió los ojos con el sobresalto de haberse visto dentro de una pesadilla. Estaba sudando y el corazón golpeaba con fuerza su pecho, y lo primero que hizo fue llevarse la mano a la boca para ver si seguía en su sitio. Se levantó del futón donde solía dormir, pertrechado en la sucia esquina del albergue donde pasaba la mayor parte de su tiempo. Un tétrico albergue situado al lado de una no menos tétrica iglesia, cuyos fieles solían mirar a los vagabundos con una mezcla de superioridad y temor. Aunque lo que hacían normalmente era ignorarlos.
Lázaro miró con pereza la hora del reloj del albergue, y decubrió que era más tarde de lo que había supuesto. Cuando salió a la calle, estaba anocheciendo. Últimamente sus días comenzaban cuando el sol se escondía, y terminaban poco después de la medianoche. El viejo predicador, que aguardaba bajo el portón de la iglesia, le hizo un gesto vago con la mano mientras sonreía sin ganas. Lázaro siguió con su monótono ritual de todos los días. Recogió unas flores marchitas del suelo y se encaminó hacia el oscuro cementerio local.
Dicen que Lázaro se levantó y caminó. También dicen que el Infierno es repitición.
Lázaro cogió la pala y se dirigió sin prisas hacia una lápida en concreto, una tumba que conocía de sobra. Un tal Lázaro reposaba por siempre, día tras día, bajo aquel suelo enmohecido.

FIN

Texto agregado el 30-03-2006, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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