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SILENCIO

La pregunta resonó en las paredes, hasta apagarse. Un temor mudo ocupó la habitación. Todo quedó en silencio.
- ¡Contesta! – Dijo la mujer, y el silencio se rompió.
Era muy blanca, con una cabellera lisa y tan negra que parecía azul. Lloraba angustiada, y el maquillaje le corría por las mejillas. Era penoso el contemplar su rictus de sufrimiento, su respirar jadeante, sus labios tan rojos, palpitantes, cual corazón agitado. Era tan delgada, perfecta y bella, que parecía un error el verla tan triste, como si la pena y la desazón no calzaran con su belleza. Sus párpados en tensión y sus manos apretadas y nerviosas no iban con ella, eran gestos equívocos. Debido al maquillaje parecía llorar lágrimas negras, luto puro. La atmósfera oscura que la rodeaba contrastaba con la palidez lunar de su piel. La negrura de la habitación era iluminada por un espacio entre las cortinas, desde donde emergía la luz de un día nublado llegando a su fin. En el piso, como anunciando lo que ya se vivía, había una foto, en un marco con el cristal roto, y los trocitos de vidrio, brillantes, la rodeaban contrastando con la alfombra.
En el cuarto había un hombre. A él estaba dirigida la pregunta. Estaba tan ebrio que no debía de haberla oído. Vestía de negro, a excepción de su camisa, blanca y muy arrugada, que sobresalía sobre su pantalón. Tenía el cabello largo y castaño, crespo, y era moreno. Se tapaba la cara con una mano, y con la otra, se sostenía con el brazo extendido apoyado en la pared.
Ella repitió la orden, más fuerte y con sollozos y la respuesta fue un silencio atronador, sólo interrumpido por los suspiros de la mujer y los gruñidos del hombre, a quien parecía molestar la luz y el grito que acababa de oír.
Todo quedó en silencio. Él continuó refregándose la cara con una mano, mostrando un ojo de vez en cuando y sin dar un paso, pues se hubiera caído de borracho. Pestañeaba, sólo eso. Tenía la boca entreabierta.
Ella siguió llorando, y de repente, se comenzó a dejar caer, hasta, lentamente, sentarse en el suelo, donde apoyó su espalda en un sillón y bajó la cabeza, para continuar sus sollozos, más fuertes que antes, comenzando a hipar y a berrear por un momento. Lloraba como una niña mimada a la que se le había negado algo, él parecía despertar de un sueño para caer en una pesadilla que aún no comprendía, y su desconcierto era tal que no hallaba como reaccionar.
Por un momento, todo quedó en silencio. La foto con el cristal roto, en la que salían ellos dos, sonrientes, estaba en el piso, como resumiendo toda la escena en un solo cuadro, marcando el fin de lo que alguna vez existió entre esas dos personas. Los gimoteos de la muchacha continuaron, acompañados de unos suaves quejidos que el ebrio, apoyado en la pared, lanzaba de vez en cuando. El tipo quiso moverse, caminar hacia ella, pero calculó mal, cayendo de rodillas sin avanzar nada, donde quedó igual que antes, tomándose el rostro con la mano derecha y manteniéndose con la izquierda apoyada en la pared.
Afuera, el día moría, al igual que el amor dentro de un departamento céntrico, y todo quedó en silencio.
De pronto, ella se levantó, corrió hacia la puerta y bajó corriendo las escaleras, dominada por un impulso febril. El alcoholizado hombre se percató al rato, e inútilmente, alzó un brazo hacia la puerta, como queriéndola alcanzar, pero cayó de bruces al suelo. En tanto, ella continuaba su alocada carrera con sus cabellos al viento, eufórica, sin un rumbo definido, pero con una contradictoria convicción, pues en ningún momento titubeó frente a una curva o a una puerta cerrada, como si aquel recorrido lo tuviera memorizado. Atravesó el recibidor del edificio como si nada, y abrió la amplia puerta que daba a la calle. Allí se detuvo, como si las luces de los vehículos la hubiesen sorprendido. Escuchó su corazón cansado por la carrera. Uno de los tipos del hotel gritó y fue a atraparla.
Ella sonrió. Emprendió de nuevo su loco andar. Parecía querer cruzar la calle, una amplia avenida, pero no lo logró. Un auto paró de golpe su carrera, su corazón y su vida. Ella cayó al suelo, y susurró algo indescifrable, pero con una sonrisa. Y al menos para ella, todo quedó en silencio.
SILENCIO PARA TODOS.


GRACIAS

- Tome, págese – dijo el hombre alto.
- Gracias, tome el vuelto – dijo otro, más bajo.
(silencio incómodo) El vendedor queda con su mano estirada, sin que el comprador tome el dinero. El ambiente es tenso, como el silencio que anuncia la tormenta. Vuela una mosca, afuera, tras la ventana, la calle está recibiendo una gran lluvia, y el cielo, oscuro, conjunto con la noche, dan a la atmósfera un aire de caos y negrura. El labio del hombre bajo tiembla un instante. Duda, no entiende el porqué este hombre que parece tan normal no recibe el dinero y tan sólo lo mira, sin decir nada, ni siquiera una expresión en su rostro.
- No..., este...,Disculpe, ¿Va a tomar el vuelto o no? - musita el bajo.
- Claro. – Susurra el alto. Pero no toma el vuelto. Sólo mira.
El vendedor no halla donde meterse. ¿Porqué a él tenía que tocarle un maníaco como cliente?. Sus pensamientos se agolpan en su mente, se desespera, y su corazón se acelera. Mira hacia todos lados como buscando a alguien. Recuerda que su escopeta está guardada en la bodega en el sótano y se lamenta. “Si al menos no estuviera sólo aquí, si llegara alguien”, piensa, una y otra vez, viciosamente, dándose vueltas una y otra vez sin llegar a una solución. “Lo tengo.”, piensa. “Le dejaré las monedas en el mostrador y le diré que tengo que cerrar, que ya es muy tarde.”
Hace justamente lo que pensó. Antes de que las monedas caigan al mesón, el alto y su sombra se dan vuelta, en dirección a la calle. “Al fin, se va”- se alegra el pequeño, sin poder evitar una sonrisa.
El hombre alto se detiene en el marco de la puerta. Un relámpago ilumina su rostro de perfil, haciendo que su nariz aguileña se vea gigantesca. Parece un ave de rapiña, un solitario asesino nocturno que ha salido de caza y busca su próxima víctima. El vendedor se siente atemorizado “¿porqué no se va, porqué a mí?, piensa aterrado por la breve escena.
El comprador camina hacia él. El hombrecillo del mostrador hace un ademán de protegerse la cara con las manos, pero se domina. Aún así, retrocede hasta tocar el estante que está tras él con su espalda. El hombre alto extrae algo de su bolsillo. “me va a matar”, piensa el pobre vendedor.
Es un pañuelo, blanco y pulcro. Con él, el de nariz aguileña toma las monedas y se las echa al bolsillo. “No vuelva a sonarse la nariz con la mano, so cochino”, le dice saliendo de la tienda y perdiéndose en la lluvia.
El hombrecito suspira y se seca el sudor de la frente un pañuelo. Tras los cristales, la lluvia amaina.

RECORDATORIO

El hombre de la plaza, ése que tiene unos sesenta y una gran barba, que siempre viste el mismo traje, se hallaba sumido en los recuerdos. Así como las arrugas surcaban su rostro, así mismo cada instante de su pasado le había dejado una marca, una cicatriz, una banderilla que no podía extirpar. Lo que estaba recordando le fue de suma importancia alguna vez, y en su mente, pasaban las distintas imágenes con ese velo que se parece al polvo sobre los libros y que señala el paso del tiempo y cómo este va confundiéndolas y mezclándolas.
Recordaba a su hija, que ahora vive en otro país y no ve hace años, pero que la última vez que la vio la encontró muy parecida a una novia que había tenido en la secundaria y con la que tuvo su primera vez, y así pasó a recordar otra pareja, una estudiante de piano en la universidad, que le enseñó a tocar guitarra y con ello, pudo aprender a tocar el violín, recordó también la tristeza de la despedida que tuvieron, un simple par de palabras y un adiós y el cómo tuvo que verla de lejos durante mucho tiempo sin poder hablarle y las idas a misa a pedir perdón por sus errores que habían gatillado el fin de su relación con ella, luego pasó a sus conciertos de violín en los pasillos del tren subterráneo, sólo con el fin de ganar un poco de dinero para ir al cine, al teatro o comprar discos, y sobretodo, sobrevivir en su pensión de estudiantes, donde más de una vez tuvo que liarse a golpes por defender su integridad física y sexual, y cómo tocaba violín todo el día, algunas veces hasta ocho o diez horas seguidas, eso sí, cuando no tenía que ir a la universidad, recordó su clientela de aquél entonces, la mujer que pasaba con sus tres hijos pequeños y le daba unas monedas y cuando no las tenía, hacía que sus hijos lo aplaudieran; el señor Carmona, dueño de una verdulería, que de vez en cuando llegaba con un saco hasta su rincón y se lo dejaba, y las gratas sorpresas que ese saco entregaba, pues en él había desde una sandía o bolsas con frutas, hasta hortalizas y garbanzos, todos frescos y gratis, que guardaba con recelo de sus compañeros de habitación; o la anciana señora de la cual nunca supo su nombre, que se quedaba horas escuchándole y un par de veces le pareció que una lágrima corrió por su blanca y seca piel; también pasó por el día en que su viejo violín fue arrollado por un bus en un descuido suyo, pues la correa del estuche en el que lo llevaba se rompió mientras viajaba en bicicleta camino a la universidad, y le pareció volver a escuchar el súbito crujir de la madera de su añorado instrumento y su llanto, sentado en una cuneta húmeda y maloliente con los trozos de su compañero entre las manos, intentando inútilmente volver a ensamblarlo con los ojos empañados de lágrimas, y ahí fue cuando le vino a la memoria el día que su padre murió y cómo lo vio morir, despacio, como un gorrión enfermo que de a poco, deja de aletear y su pecho se paraliza, mientras él tomaba su mano y lo siguió haciendo hasta que se puso fría y lacia, y la que era su novia en aquel entonces le abrazó y escuchó, entero, de cabo a rabo, su llanto ronco y penoso apaciguándolo con sutiles caricias en su espalda y que cuando cayó de rodillas ella también lo hizo y le reconfortó besándole las sienes y las mejillas y secando sus lágrimas con sus labios hasta que ya no lloró más, y quizás por eso fue que él la hizo su mujer al cabo de un año y tuvieron una hija maravillosa que bailaba como su madre, con los bucles al viento sobre una verde estepa, y el cómo tuvo que enterrar a su mujer tras una corta y fulminante enfermedad que ni siquiera le dejó tiempo para decirle cuánto la quería y luego su búsqueda infructuosa por encontrar otra mujer, pero jamás pudo por que a la que buscaba en realidad era a ella y sus bucles resplandeciendo al sol del atardecer, no a la pequeña Alexandra de la que creyó estar enamorado, y era pequeña porque a pesar de sus más de treinta años era caprichosa y poco preocupada de las cosas y quisquillosa, pero él no la tocó jamás porque no quería manchar su amistad, o la divina Sylvaine, bailarina de ballet que estaba de gira pero que se quedó en la ciudad encantada por su talento y que dejó irse porque sintió que ya no podría amar y no se arrepiente ahora, pues supo hace poco que ella tenía SIDA y sonríe al haber sabido ser tan sabio como el rey Salomón; o Francisca, una asistente social con más vocación para ser una asistente sexual que lo único que quería era acostarse con él y no se lo permitió porque le parecía tan maravillosa su forma de ser y no quería que ésta cambiase involucrándose en ese tipo de relaciones, y así ahora tiene un montón de amigas pero la última mujer con la que acostó, hace más de veinte años, fue con su dulce esposa que en paz descanse y quizás, se dice, este ataque de recuerdos esclavizadores no sean más que por estar escuchando aquella vieja canción que una vez bailó con ella cuando no eran novios pero su amistad ya tenía ciertos síntomas de agrietamiento que se revelarían en el más grande amor que tuvo y tendrá y eso teme que ya lo sabe porque recuerda las palabras de su padre días antes de morir “cásate, huevón, por favor, cásate y dale nietos a tu madre, no seas maricón” y eso lo llevó a rememorar las cientos de veces que vio a su padre acariciar tiernamente las cabezas de niños ajenos que se encontraba en distintos lugares o el cómo jugaba con los hijos de su hermano mayor cuando él comenzaba a tocar el violín para espantar la soledad y concentrarse en algo que no fuera el intentar rememorar viejos momentos como ahora, con ese gusto tan amargo en la garganta y ese pesar en el pecho que no le dejaba respirar más que con suspiros anhelantes de ayer.
Sólo una lágrima dejó caer y se levantó rumbo al horizonte para llegar a su casa y tocar su violín, comprado hace varios años atrás con ayuda de toda la gente que le conocía, en el balcón de su casa mientras el sol comienza a desaparecer y su barba se mece con el viento y sus pocas canas que marcan el comienzo del fin, relucen por un momento con tonos dorados.

DAMA BLANCA

Cuando desperté, pensé que iba a morir. Los recuerdos de la noche anterior asaltaban mi mente en súbitos espasmos, que poco a poco, me iban dando una vaga idea de lo hecho. Gabriela, la mujer que me quitaba el habla y con la que apenas me atrevía a hablar, en un sillón, iluminada por la luz de una lámpara que apuntaba al suelo. El sabor del pisco sour en mis labios mientras hablaba con una mujer rubia que dijo ser amiga de un conocido de un amigo mío, que me ofreció cigarrillos que rechacé con un gesto porque sólo tenía ojos para Gabriela y el tipo rubio con el que estaba hablando; la cara que puso Alex, el dueño de casa, cuando lo saludé, pues creía que no iba a venir. Al rato me enteré que ni siquiera me había invitado.
Después de un café empiezo a entender otras cosas. Aunque hay otras que ignoro por completo. Recuerdo que abrí la puerta de mi apartamento y me dejé caer en un sillón, riendo. Miro por la ventana, las cortinas se mueven suavemente con la brisa. Entonces veo las dos copas con restos de vino tinto. Mierda, pienso, que de eso no me acuerdo. Lo peor es ver la botella caída y el vino extendiéndose por la alfombra. Carajo, ése era un buen vino. Caro, al menos. Y la alfombra también era buena.
Abro la llave del agua caliente y me dejo salvar por la calidez. No quise mirar mi rostro al entrar al baño, puede que me hubiera asustado. Mientras el vapor me rodea y busco palmeando la muralla el champú, recuerdo las pastillas que me dio Raquel con una sonrisa, una de labios tan rojos como las pastillas que me tragué acompañadas de un trago de vino, el beso sorpresivo que me dio en el balcón cuando yo estaba pensando en Gabriela, y su risa frenética después de haberme besado porque decía haberlo hecho por la lástima que le hacía sentir el verme así por una mujer que apenas conocía. Mientras froto mi cabello para hacer espuma, siento un perfume conocido por un instante. No logro identificarlo, no puedo recordar el dónde lo sentí antes, hasta que, como un fogonazo, surge en mi mente la imagen del hombro de Gabriela muy cerca, como si la estuviera abrazando, y el como mi nariz se hunde en su cabello, que es de donde venía el aroma. El temor me toma por la nuca y me hace suspirar. Tiemblo por un escalofrío repentino. ¿qué pasó anoche?.
Cuando salgo del baño, veo el vestido negro de Gabriela en la entrada de mi habitación. No lo había visto al levantarme. Aunque me agradaría mucho saber dónde está ella ahora. Más allá, unos sostenes y calzones oscuros. Debería acordarme ahora, pero no puedo, y sólo logro asustarme por la amnesia que supongo tener. Debería, mejor, dejar las drogas, o al menos, saber que mierda es lo que me da Raquel cuando me junto con ella. Un día de éstos me va a matar, aunque si lo quisiera ya lo hubiera podido hacer. Huelo la ropa interior de Gabriela. Si, es de ella, es su perfume. Está en todas partes, en mis sábanas, en mi habitación, en mi recuerdo. Algo me parece extraño. ¿Dónde está ella? No puede haber salido desnuda. Reviso mi clóset. No, no parece faltar nada, así que no se puso nada mío tampoco. No estaba en el baño. Siento un mareo que me obliga a sentarme en la cama. La cabeza me da vueltas, no logro pensar en nada. De nuevo algunas imágenes pasan por mi mente. Yo y Gabriela saliendo de la fiesta tomados de la mano y caminando por las escaleras tocándonos y abrazándonos, hasta detenernos bajo éstas, en un lugar oscuro y húmedo, donde estuvimos un buen rato. Su lengua en otras partes de mi cuerpo, la facilidad con que mis dedos entraron en el suyo, sus caricias maestras, contemplo todos los actos que conforman un ritual que me sabe a olvido, a victoria impura y dañada por la embriaguez. Un nuevo mareo, acompañado de fuertes arcadas, me obligan a ir al baño. El agua del water se tiñe de amarillo pálido. Allí parecen estar las pastillas, en medio de todo, pero no las distingo. Eso parecen ser papas fritas y lo blanco puede ser el pescado de los canapés, que quizás estaban pasados, pienso. Un escalofrío y todo parece volver a la normalidad. Me quedo en el baño, y lentamente me levanto. Mi rostro en el espejo no es una buena señal. Contemplo cada pequeña arruga, cada pelo mal puesto en mi cabeza, mis ojos enrojecidos y con bolsas levemente oscuras bajo ellos. Un suspiro que no sirve como redención. Algo me llama la atención. Vuelvo a mi habitación, y veo el cajón de mi escritorio abierto, el tercer cajón, ése que jamás abro. Allí guardo la Dama Blanca. Gramos y gramos de la buena han desaparecido. Un par de manchas blancas en el suelo son testimonio de lo bueno que estuvo. Entonces recuerdo mi proposición, lo que le dije cuando ella estaba desnuda sobre mí. Prueba esto que tengo aquí, te encantará. Algo así dije. Ella no quería, la obligué, estaba tan borracha que aceptó. Jalamos un buen rato, ella repetía, borracha y drogada: esto está mal, está muy mal. Lo repitió hasta ya no poder. Comencé a sodomizarla, ella no quería, dijo que se iba a ir. Me insultó. La sangre. Sus gritos ahogados por mi mano y su inútil resistencia. Mis golpes en su rostro. Veo las almohadas y la sábana. ¿Dónde está la mancha de sangre? Siento un leve alivio. Es sólo mi imaginación, Gabriela debe haberme hecho una broma, o tal vez tiene una amiga viviendo en el mismo edificio que yo, y fue a pedirle ayuda cuando despertó. El alivio duró hasta que di vuelta la almohada. Allí estaba, roja y aún húmeda. La sangre de Gabriela.
¿Dónde está? El sudor me recorre, algo está terriblemente mal, mi memoria no me está ayudando. Levanto mis ropas al lado de la cama. Más sangre. No, no, esto no lo hice yo. No fui yo, no era yo cuando hice esto. El tercer cajón, su cerradura y las bolsitas plásticas vacías con restos de coca me miran mudos. Ellos no tienen la culpa. Ella se levantó, recuerdo. A duras penas. La sangre recorría su rostro. Gateaba, suplicaba. La tomé de la grupa de nuevo, y terminé en ella. Luego dijo que le dejara ir. Yo no quise escucharla. Ella salió de la habitación, la seguí. Me levanto y busco manchas de sangre en el pasillo. No hay. Todo esto debe ser una pesadilla, yo no haría eso, yo la amaba, al menos, ahora la amo. Pero la sangre es un mudo testigo de lo pasado, me acusa en mi propia habitación, me mira con ojos de venganza, es la prueba que me juzgará y castigará. ¿Cómo probar lo contrario? Esto es una broma, yo lo sé, es una maldita broma. Yo y ella entramos en la habitación riendo, todavía lo recuerdo, su aroma me abrazó junto con ella mientras bailábamos en mi living, mirando las luces mortecinas de la ciudad de madrugada, ebrios de lujuria nos besamos en mi balcón y bebimos vinos buenos sin usar copas, con las bocas secas y fumando cigarros americanos. Ella reía, yo la abrazaba, lo juro. Luego fuimos a mi cama. ¿Cómo iba a terminar mal algo tan feliz?
Camino por mi casa. No entiendo nada. ¿dónde está? ¿Si se fue, por qué no regresa? ¿Quién llegará primero, ella o la policía? Necesito un trago, pero no estoy seguro de poder beberlo sin vomitar. Un momento. La cortina blanca se infla, se mueve con el viento, como las velas de un barco. Me acerco, lento, ceremonioso. Llegó al balcón. La válvula de escape. Piso algo y siento el dolor. Un vidrio.
Ella corrió por el pasillo. Yo la perseguí. La insulté. Tiré de su pelo. No me pegues más, haré lo que quieras, pero no me pegues más. Sus sollozos inútiles incentivaron mi ira, ella se levantó. Yo tomé impulso y la empujé. El ruido del cristal al romperse. Su grito. Mi llanto. El amanecer inexorable y sin redención.
Me puse zapatos y fui al balcón, pisando cristales rotos. Bastó ver abajo para ver todo claro. Ahora sí que necesitaba aquél trago.

Texto agregado el 04-04-2006, y leído por 122 visitantes. (0 votos)


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