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LOS PERDEDORES




Faltaba mucha gente por subir a aquel vetusto camión. Los soldados del ejército regular, cansados ya de tanto combate, y de ver morir a tantos compañeros, parecían autómatas mugrientos. Aquella guerra que se prometió corta, estaba durando demasiado. Sus caras, fúnebres, sombrías y sin brillo en los ojos, y su ánimo en la mayoría de los casos, resquebrajado por el hastío y el asco. Un inmundo hedor a muerte y miseria, lo inundaba todo. El día que comenzaba sumaría mas sufrimiento, mas barbarie y mas muertos.
De pronto, en aquella eterna fila de harapientos escuálidos, se produjo un alboroto. Una anciana, se aferraba con tesón a un sucio fardo. -¡Que pasa haí!, gruñó con furia el oficial al mando de aquella evacuación. –Es esta maldita vieja, mi sargento, se niega a abandonar su paquete. Contestó un cabo.
El rudo militar que comandaba hacía meses, aquel puñado de desesperados con uniforme, apretó con fuerza los dientes y a paso rápido, se dirigió a solucionar el incidente. -¡Que pasa aquí!, bramó. Un jovencísimo soldado, después de cuadrarse con aparatosidad contestó: -Es esta mujer, mi sargento, se niega a subir al camión sin su equipaje. Dijo con cierto temor. -¡Creí haber hablado claro!, apostilló con autoridad el sargento. -¡Solo la gente ! ; ¡El peso superfluo debe ser abandonado!. Miró a la mujer con furia y le espetó: -¡O tira esa porqueria, o será abandonada a su suerte!. Aquella, sin mediar palabra, lanzó un escupitajo a la cara del irritado sargento. Echando fuego por los ojos, y poseído por la ira, este desenfundó su pistola de reglamento y apuntó a la cabeza de la desafiante vieja. Dudó unos segundos, ¡De repente! se oyó un rumor de motores, era la aviación enemiga. Una detonación seca, acabo en un instante con la vida de aquella desdichada rebelde.
El curtido corazón de aquellos hombres y mujeres, se insensibilizó mas si cabe, nadie dijo una palabra. -¡Vamos!, ¡Deprisa!, ¡Maldición!, ¡Suban rápido, o me los cargo a todos!. Apremió como enloquecido el sargento.
Allí sobre el barro maloliente, quedó inerte el cadáver de aquella infeliz. Al caer a tierra, el misterioso bulto causa de tan estúpida muerte, soltó su contenido. Era un pequeño perro muerto, hacía varios días, a juzgar por el fuerte hedor que despedía. El hambre y las garrapatas, se habían cebado con saña en el inocente animal, al que su dueña, en un grotesco alarde, había vestido con las ropas de un bebé.
¿Hay un límite para el sufrimiento?. ¿Es aquel tan frágil, como la pared de la burbuja de humo que contiene la demencia?. Quizá podrían contestar los perdedores, pero ellos ya no están aquí.


Esteban Domínguez Chaverri, 1998.

Texto agregado el 10-04-2006, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
10-04-2006 Me gusta el título, y el argumento da para un buen desarrollo. Siento que éste es un primer borador de lo que puede llegar a ser un buen cuento. Revisaría la puntuación y unos pocos errores de ortografía. Trataría de encontrar más síntesis en la forma. CK CocinasKenia
 
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