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- Me da pena, siempre que vienes terminas así…
- No te preocupes, de verdad, no te preocupes – le decía yo mientras inútilmente secaba mi cara, pues las lágrimas seguían empapándola. Dios, nunca lloraba así, sólo cuando estaba con ella.
- Déjame secarte – dijo mientras acercaba su delgada y muy blanca mano con un pañuelo a mi cara. Las lágrimas desaparecían poco a poco y podía sentir una débil sonrisa nacer en mí y sin embargo, no lograba exteriorizarla.

Esperé a que mi cara estuviera seca de nuevo y, con cuidado, retiré su mano y la coloqué sobre su regazo. Otra vez el silencio. Otra vez se había creado esa atmósfera que tanto odiaba. Era un cuadro patético: ella y yo sentados en ese sillón rojo, lo suficientemente juntos como para sentir la respiración del otro pero alejados lo suficiente como para evitar siquiera el roce de nuestros labios. No sé cuanto tiempo pasamos así. Un siglo, un día, un segundo, ¿a quién le importa? Inhalé una gran bocanada de aire, casi sin hacer casi ruido, y la dejé salir en un gran suspiro. Me sentía extrañamente tranquilo, aunque me tensaba pensar en la incómoda situación en que la ponía cada que se creaba este silencio. Finalmente ella habló:

- Disculpa, yo…eh…no se qué decir…- era lindo que se trabara mientras trataba de romper el silencio que dominaba la habitación- una vez más no sé que hacer o decir, ni siquiera me doy cuenta cuándo…cuándo o cómo te pones bien, no sé ni…-sus grandes ojos miel se movían nerviosamente de un lado a otro mientras hablaba, pero siempre con cuidado de no descansar en los míos. Ya había dejado de oírla. Ya me había concentrado en el color de sus ojos y en como se le enchinaba el cabello. Cuando volví a prestarle atención a sus palabras decía:

- Perdóname, perdóname – decía mientras jugaba con sus blancas manos, nerviosa- ni siquiera sé si debo pedirte perdón pero es que como siempre que vienes aquí lloras de una manera que...no se, me hace sentir culpable.
- Jaja, ¿culpable? Vamos, Sam tú no puedes ser culpable de nada aunque lo desearas. Pero no te agobies. Francamente, yo tampoco sabría que hacer si alguien viniera a mi casa todas las semanas y lo único que hiciera fuera llorar descontroladamente. Tal vez lo sacaría a patadas ¿ah? ¿Por qué no intentas eso conmigo? – bromeé.
- No es cosa de broma, de verdad. Te pones en un estado que me da miedo hasta tocarte pues no sé si eso te alterará más…-se calló por un momento y después sus ojos y las interminables pestañas que los cubrían voltearon hacia mí- Pero sabes que nunca te echaría.
- Yo sé, no pienses que abuso de ti, pero lo sé. Prometo tratar de no volver a molestarte así, querida Sam.

Tomé sus manos y le di un beso en la mejilla. Sam insistía en acompañarme siquiera a la esquina, ya estaba obscuro, decía. Reí para mis adentros y enredé mi dedo en un rizo de su cabello. ¿Cómo podía pensar que si salíamos a la calle de noche, ella me protegería a mí? Creo que es parte de tener 17 años. Cuando me despedí en la puerta, noté como sus ojos buscaban mis labios, suplicantes. No le correspondí la mirada ni pensé en satisfacer la petición implícita en ella.


Había conocido a Sam cuando yo trabajaba en la biblioteca. La veía ir seguido, siempre sola. Me di cuenta de su rutina; llegaba los lunes, tomaba una novela, leía por 3 horas y después se iba, no sin antes guardar maliciosamente la novela en el lugar equivocado. No la ponía en el carrito para que la acomodara alguien, ni la dejaba de donde la había tomado. Si leía una novela clásica, escondía el libro en la sección de Biología o Psicología. Así podría regresar al día siguiente y sacarlo de su pequeño escondite para continuar leyendo. Me hacía sonreír verla hacer eso, así que un día decidí entrar en su pequeño juego. Cuando dejó la biblioteca después de haber escondido a Shakespeare entre fórmulas y protones, yo fui y rescaté el libro. Pero no lo puse en su lugar, sino que lo escondí dos libreros detrás, en la sección de Física. Al día siguiente, entró a la hora acostumbrada y caminando con pequeños saltitos fue a buscar su libro alegremente. Yo la espiaba, divertido. Casi corro a dárselo cuando vi la cara de decepción que puso cuando no encontró a Mr. William. Fui por el libro y la seguí cuando estaba a punto de salir:
- ¿Buscabas esto? – le dije, sosteniendo el libro.
- ¡Si! – gritó emocionada. La gente volteó a verla, pues había interrumpido su tranquila lectura. Se ruborizó y bajó la mirada; se había cohibido por su explosión momentánea de alegría.
- Hey no te apenes –le dije- es grato ver a alguien que todavía le emociona la literatura tanto como para gritar en un lugar lleno de carteles de “Guarde Silencio”.

Ese comentario provocó su risa y ésta una ternura indescriptible en mí. Le di el libro y platicamos, ya en voz baja, un rato más. Yo no era tan mayor, sólo unos cuantos años, nada importante. Nos seguimos viendo casi diario y siempre teníamos conversaciones que me dejaban con un muy buen sabor de boca. Eso duró casi un año, antes de que entrara a trabajar a una empresa importante. La oportunidad se había presentado y yo la había tomado. No pensé en Sam al aceptar, no se porque.

Me acordé de ella el primer día del trabajo, por la costumbre que teníamos de vernos diario, pero fue un pensamiento fugaz, resignado. Me ocupaba en lo que era lo mío ahora; archivar, procesar, almacenar. El día se fue rápido y el cansancio llegó igual. Manejé hasta mi casa y cuando entré, me dirigí casi inmediatamente a mi cama. Me quité los zapatos, a los cuales no estaba acostumbrado, me aflojé la corbata, me estiré y me desplomé en la cama. Prendí la televisión. Noticias, debo ver noticias para saber que pasa en este mundo loco, loco…-canturreaba mientras cambiaba de canales – Por fin encontré un noticiero y le presté atención: muertes en no se dónde, fraudes por aquí, huérfanos por allá, desastres en todo el mundo. Apagué la televisión y por algún motivo pensé en Sam.

Todo en la oficina iba bien; éramos un buen equipo de trabajo y de amigos, al menos así lo veía yo. El trabajo transcurrió como debía el primer mes. Había hablado con Sam una o dos veces, las cuales ella había marcado, pero había tenido que cortar rápido porque estaba con trabajo o cansado. El tercer mes fui transferido de departamento. Cuando empecé a platicar con mis nuevos compañeros de trabajo, lo primero que noté fue la falsedad que rondaba la empresa. Como yo era “el nuevo” de ahí, todos me tomaron como confidente momentáneo, contándome lo mucho que odiaban a su compañero de cubículo, sólo para saludarlo con efusividad (y hasta con cariño podría uno decir) 5 minutos después. Era una hipocresía increíble, y no discriminaba a nadie, todos se criticaban mordazmente pero todos eran grandes amigos.
¡Esta gente le clavaría un cuchillo en la espalda a cualquiera y lo podría hacer sonriendo mientras le dice cuánto lo aprecia! Me sentí deprimido de estar en un ambiente así. Esa noche hablé con Sam, yo le llamé. Ella se alegró mucho y propuso que nos viéramos, pero yo la rechacé; tenía mucho trabajo. Su voz se tornó triste, pero aceptó y dijo que tal vez lo pospondríamos. Si, tal vez…

No hablamos por algún tiempo más y yo me dediqué al trabajo. La hipocresía que había ahí ya la conocía de sobra, y ahora sabía como cuidarme de ella: actuando igual. Cada vez tomaba más conciencia de el hecho de que no puedes confiar en la gente. El colmo llegó un viernes en el cual todos los hombres salimos a un bar y Oscar, un compañero, bebió sin parar. Hasta la madre de alcohol, hizo confesiones que hubieran dejado mudo al más descarado; con las esposas de quién y quién que estaban presentes se acostaba, lo que les gustaba hacer, cada cuando, como lo llamaban, como le hablaban…Fue una noche vergonzosa. Pero fue un peor día el lunes, cuando todos llegaron puntuales y se saludaron con una sonrisa que opacaba el resto de sus caras.

No podía más, me sentía asqueado del ambiente en el cual estaba. Fui a ver a Sam ese día. Le conté y hablamos horas que se hicieron cortísimas, quería estar más tiempo con ella, me arrepentía por no haber ido a verla antes. Le prometí que la iría a ver más seguido…y rompí la promesa. El ambiente del trabajo me atrapaba y me consumía. Es increíble como se te mete un ambiente por los poros; no sé si lo asimilé o si me resigné, pero empecé a ver cosas como las mentiras y las traiciones como algo cotidiano, normal. Ya no me asombraban las confesiones de nadie ni me afectaban los rencores que cualquiera pudiera tenerme. Me había convertido en algo que no puedo acertar a nombrar, pero me tenía sin cuidado, mientras me pagaran al final de la quincena se podían matar entre ellos a mordidas.

Una noche que llegué a mi casa, malhumorado y cansado, Sam estaba ahí. ¿Qué quiere? – pensé con molestia -. La saludé sin entusiasmo y la invité a pasar. Ella estaba triste, decía que me extrañaba, que me quería ver.
- Sabes que estoy trabajando – le dije - y que no tengo tiempo para verte y platicar de tus amores de adolescente. Sus ojos se entrecerraron y una lágrima brotó de uno de ellos.
- ¿Pero yo si debo de tener tiempo para hablar de tus pervertidos ambientes de adulto cuando tengas ganas? Mírate, eres un burócrata, un tipo al que ya no le importa cómo salgan las cosas mientras el tenga un billete en la mano al final del día. Eres ahora un tipo tan trivial y vacío como todos. Y pensándolo bien, soy yo la que no tiene tiempo para algo como tú.

Se fue y no intenté detenerla. Me fui a la cama pero no pude dormir…no quería aceptar que me había dejado pensando y que me había dolido que me llamara “algo” y no “alguien”. ¿Qué era, entonces, yo?

No pude sacar esa pregunta de mi cabeza todo el día siguiente. Las dudas me taladraban una y otra vez, mis uñas se deshacían bajo mis dientes y mis manos frías se refugian en mi cuerpo tratando de recobrar el color perdido. Humanos somos. ¿Horribles por definición? ¿Despreciables, dignos del asco más cínico? ¿Lo tratamos de ocultar porque el de al lado es menos malo que nosotros o porque lo es más? Sam, Sam, Sam…

Me salí temprano ese día, sin permiso. Manejé hasta casa de Sam. Me alegré al ver que todavía recordaba donde estaba. ¿Me querría abrir? Dios, por favor que pueda perdonarme por lo que le dije ayer. Su cara se asomó por la ventana y unos segundos más tarde me abrió la puerta. No puedo explicar lo que pasó en ese momento, pero al ver su blanquísima tez, que le daba un aire angelical, su cabello que caía desordenado sobre sus hombros y sus ojos, sus ojos tan dispuestos a recibirme, no pude hacer más que llorar. Y así comenzó la costumbre de ir cada semana a su casa, un día por lo menos. Me dejaba pasar, y casi no había tiempo para platicar porque yo rompía en llanto casi en cuanto entraba. Ella, siempre dulce, me abrazaba. Quería consolarme-decía-pero no sabía como hacerlo si ignoraba la causa del dolor. Yo no respondía y ella eventualmente dejó de hacer preguntas. Hasta hoy…que mientras yo lloraba en su hombro ella me apartó bruscamente y me exigió saber que me pasaba, porqué le hacía esto. Me quería-dijo-y necesitaba saber que estaba mal conmigo y porque cada semana el llanto se hacía más fuerte y prolongado.

- ¿Porqué vienes así cada semana, porqué me asustas así? Ya no puedo con esto, me mortifica verte así y ni siquiera saber por qué. Explícame en este momento qué tienes, qué es lo que te preocupa o lo que te pasa o te juro que no te dejaré volver la próxima semana ni nunca más.

¿Cómo? ¿Cómo explicarle que es la única persona que despierta sentimientos en mí? ¿Cómo explicarle lo decepcionado que estoy de todo lo previsible que es lo humano, que he perdido la capacidad de asombro, que siento que lo he visto todo y he descubierto a un punto tal la vileza humana que me siento ya incapaz de creer en nada, mucho menos en nadie? ¿Cómo explicarle que su dulzura, su ternura, su innata inocencia me atraviesan el pecho? ¿Cómo explicarle lo sorprendido que estoy de que aún haya alguien que conserve esas cualidades? Y cómo explicarle que no, no vengo con ella por ese asombro que me causa su conservada inocencia sino por lo que ella provoca en mí: la capacidad de sentir.

Siento una tristeza enorme estando con ella; temiendo, sabiendo que un día ella dejará de ser inocente. Que ya fuera un hombre, un problema o simplemente el transcurso de la vida, habrá algo que le quitará la inocencia. No es que necesite sentirme deprimido, lo que necesito es sentirme humano. Hacía tanto tiempo que no sentía algo que empezaba a dudar si mi lado humano se habría consumido también…El haberla reencontrado me ha hecho volver a sentir. ¿Sentir qué? Tristeza, pero sentir al fin.

¿Cómo explicárselo? No puedo. Lo único que se es que aquí estaré la semana siguiente y la siguiente y la siguiente, en el mismo sillón, engullido por el mismo silencio.



Texto agregado el 12-04-2006, y leído por 112 visitantes. (0 votos)


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