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II Parte


En mis ensoñaciones no había espacio para sus pedestres intereses. El reloj movía perezosamente sus agujas que se me figuraban dos finos y siniestros dedos acusadores, obligándome a permanecer anclado en ese sitio.
-¿Vienes?- creo que escuche decir mientras se erigía enfrente mío la figura gruesa de Astorga, quien me miraba sonriente. -¿Como dices?-pregunté con ese aire aturdido del que recién despierta de un sueño profundo. -Te pregunto si vas a venir con nosotros a la fiesta que vamos a hacer en la casa del Manolo.
-No, no puedo. -¡Ah!- exclamó con escepticismo Astorga- ¿y que cosa tan importante tienes que hacer? Sonreí displicentemente, preparado para escuchar su sarcástico sermón, cuyo inicio y fin conocía de memoria. Efectivamente así aconteció. Inmunizado del todo a esas hirientes expresiones, sólo atiné a sonreír como quien se parapeta bajo un alero esperando que amaine una inesperada lluvia. La jornada concluía y creí necesario emprender mi peregrinación hacia la frondosa avenida, bajo cuyas sombras tejía mis mejores fantasías. Ya había transcurrido una larga semana desde que me interné en aquel verde túnel y necesitaba respirar ese aire pleno.

Tomé el primer vehículo que encontré y en pocos minutos, el sendero apareció ante mis ojos con toda su promesa de relajo y despreocupación. Es difícil explicar la sensación que me invadió cuando sentí bajo mis pies ese suelo blando, aromático, acogedor. Mi conducta, acostumbrada a lo formal, me impidió quitarme los zapatos y lanzarme en loca carrera hacia aquel dulce venero. Mi éxtasis sólo puede compararse al del melómano que asiste a la ópera con el único propósito de desentrañar algún mensaje que pudiese ocultarse tras ciertas armonías. En mi caso, esas armonías las producía el aleteo sordo y pausado del follaje, en la suave brisa que cosquilleaba mi cara y en fin, en tantos detalles que se manifestaban para que yo desentrañara su secreto mensaje. La mágica escenografía se expandía ante mis ojos y yo gozaba plenamente, en posesión de todas mis facultades y exacerbada mi espiritualidad. Creo que grité, salté canté y reí, acometido por un espontáneo impulso de salvaje libertad. Luego, agotado tras ese frenesí, me tendí de espaldas en el suelo mullido y me quedé mirando el cielo que parecía llamarme desde su azul profundidad. Más tarde, me levanté y cogiendo una piedra, la arrojé con fuerza sobre las altas copas de los árboles. Al instante me arrepentí de este acto infantil al ver una explosión de avecillas que como fuegos de artificio se repartían en todas direcciones. -¡Perdón- grité sinceramente condolido, como si los furtivos pájaros entendieran mi lenguaje. Me quedé allí inmóvil mirando el horizonte anaranjado. Mi mente se nubló por algunos instantes. La tonta travesura había roto un equilibrio que -ahora comprendía- era la clave que explicaba mi veneración por aquella avenida encantada. Pero extrañamente todo aquello se me figuraba difuso, de contornos imprecisos, mi incomodidad dio paso a una incontrolable angustia tan extemporánea como concreta. Nada acongoja tanto al hombre como encontrarse frente a una sólida puerta que se erige infranqueable a nuestros requerimientos, con que empeño, cuan denodadamente, buscamos el medio de cruzarla, de encontrar la llave, la respuesta. Aún ahora, después de tantos años, siento que forcejeo y me destrozo los dedos tratando de entornarla pero ella me sigue negando el paso...

(Continúa)

Texto agregado el 23-04-2006, y leído por 248 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-04-2006 Me gusta. Sigo. Besos y estrellas. Magda gmmagdalena
26-04-2006 Sigo tu relato... gonzoyar
25-04-2006 mmmmmmmmm,ya impresa
 
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