Algo le decía que su suicidio no le traería la paz que tanto necesitaba. Sabía que se jugaba una lotería con su alma, que de ser cierto aquello que pregonaban los curas, en cuanto a que, a los que atentaban contra su propia vida les esperaba una eternidad marcada por el eterno martirio de abrazarse sin consumirse, mejor sería soportar las asperezas de esta existencia. Pero no, estaba determinado a acabar con todo y haciendo caso omiso a su conciencia, tomó la filosa hoja y se rebanó las venas.

Antes de fallecer pensó si su acto sería castigado por un ser supremísimo que él se negaba a acatar simplemente porque no le había sido presentado de manera concreta. ¿Y si dicho castigo fuese el tener que rebanarse eternamente las venas, en una iteración espeluznante, tanto como asarse a las brasas?

Ni fuego, ni venas rebanadas. En otro punto del mundo, un bebé exactamente igual a él regresaba a esta existencia perfectible para trabajar los detalles alucinatorios que lo mantenían encadenado a una larga sucesión de vidas insatisfechas…