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Anteayer, como cada mañana, desayuné en la tasca que hay junto a mi casa. Desde muy joven he visitado los bares con frecuencia malsana, y temo haberme convertido en un adicto al ruido de la cafetera y al olor a fritanga desde bien temprano. Siendo honesto conmigo mismo, ha acabado por ser ésta- la del bar- mi verdadera cultura, pasando la bibliotecaria y cinéfila a un plano muy inferior al ocio.
Cuando el familiar camarero se dispuso a cobrarme me lanzó una pregunta “¿Eres vendedor?”, me dijo. He de confesar que mi reacción inicial fue de verdadero susto. Tras ello pensé en explicarle que mi profesión era algo más complicado – el mundo de los RR.HH y los MBA se prestan mucho mejor a textos como “consultor” o “ejecutivo de cuenta”-. Sin embargo asentí y marché con el cambio. Pensé en el camino en lo grandioso del tópico de aquel “técnico hostelero de preventa”, que apenas sabiendo de mí tres datos- voy a deshoras, trajeado con un maletín de portátil, y tomo el café con leche fría- fue capaz de atinar con una de mis tareas principales. En el fondo, en mi vida no he hecho otra cosa.
He vendido productos y servicios de jardinería, publicidad, servicios informáticos, la propia empresa al que venía buscando trabajo cuando atendía por “técnico de selección”, he vendido servicios profesionales (o lo que es lo mismo, cobrar por el trabajo de otros), y como todo hijo de vecino, en determinada época de mi vida, intenté vender la moto a toda aquella que se cruzaba en mi camino. En definitiva, llegué a la conclusión de que sí, soy vendedor.

He de confesar que allá donde surgen todas las grandes ideas –es decir, en el transporte público- pensé en el orgullo del que se sabe motor del capitalismo. Inicialmente este sistema producía y después necesitaba vender. Hoy día se trabaja sobre pedido, y no se ejecuta hasta que el producto no se ha vendido. Sin venta, no hay producto.

Entonces me miré con horror, analizando ese motor y a la vez víctima capitalista en que me había convertido, y me invadió la nostalgia y el desamparo. Y viendo al universitario que a mi lado portaba una carpeta con carteles de cine, eché en falta aquel anhelo de escritor fatal, comprometido socialmente, aquejado de alcoholismo, ideas suicidas y carácter huraño, que de adolescente pretendía. Me pregunté si la rueda en que me hallaba imbuido tenía sentido. Si el terminar la universidad, encontrar un buen trabajo, hacerme con una vivienda y todos aquellos retos superados con los que la sociedad me puso a prueba tenían algún fin intrínseco y no acabaría montando una sucursal de El Club de la Lucha y un Proyecto Mayhem, antes de rendirme y formar una familia que continuara haciendo girar la rueda.

Hasta que nuevamente una sensación plácida y onírica me invadió, pensando cerca del final del trayecto, que como decía mi gran amigo Juan Gabriel Baile “mientras uno se debate entre hacer un curso acelerado de cambiar pañales mientras ve Noche de Fiesta, y entre seguir los pasos de Charles Bukowsky, siempre hay alguien que acaba eligiendo por ti”.

Texto agregado el 03-05-2006, y leído por 158 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-12-2012 Bueno, quizás no haya nada más nocivo para al sociedad que precisamente la venta masiva e indiscriminada de cualquier producto. El problema viene cuando uno cree que eso realmente beneficia a alguien y que además, le hace bueno a uno mismo. Egon
 
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