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Durante meses juntó en un gran saco los restos de uña que cortaba de sus manos y de sus pies. Al principio el saco estaba vacío, obvio, pero acabo por llenarse y eso que hablo de un gran saco, con mucho espacio. El singular coleccionista no era un tipo excéntrico, más bien era un ciudadano promedio, un respetable y amoroso padre y esposo.

El particular hobby comenzó sin que él se diera cuenta. Pasa que a su esposa le molestaban los restos de uña en el piso del baño o del dormitorio. Para no molestarla él recogía los pedazos de uña y los iba apilando en trocitos de papel higiénico que escondía por aquí y por allá, aunque principalmente en rinconcitos del baño. Un día se percató que entre papelito y papelito había acumulado una cantidad respetable de trozos de uña y sintió una especie de cercanía, no diré afecto, por los trozos muertos de si mismo, así que optó por guardarlos todos juntos en un tarro de metal que escondió. Hay que hacer notar que, al igual que su pelo, sus uñas crecían con sorprendente rapidez, lo que provocó que el tarrito quedara chico ante sus, digamos, niveles de producción. Fue entonces cuando pensó en un saco, en uno de esos bien grandes, como aquellos que usan en las panaderías para llevar la harina. Pero aclaremos. No es que tuviera el saco al lado de su cama y ahí fuera depositando los trozos de uña, nada de eso, después de todo ese era su secreto. Lo que hacía era recurrir al sistema de los papelitos higiénicos por aquí y por allá, que después de un tiempo vaciaba en el saco.

Los días pasaban y el saco se llenaba. Los domingos su esposa y las niñitas se iban de shopping, pero él se quedaba con la excusa de dormir la siesta o leer un libro, aunque la realidad era un tanto más extraña. Lo cierto es que él, en ausencia de su familia, subía al desván donde ocultaba el saco. Al principio no hacía más que revisar los niveles en que había aumentado la cantidad de uñas, pero luego empezó a experimentar de otras formas. Meter el brazo desnudo hasta donde pudiera le daba cierto placer, aunque muchas veces resultó herido, por lo que suponía eran pedazos de uña de los dedos gordos del pie, donde se sabe que la uña es más firme y poderosa. A veces jugaba a escoger un trozo de uña para adivinar de dónde provenía, si de la mano o el pie y, en cada caso, si se trataba de una extremidad del lado izquierdo o derecho.

El caso es que su adicción por el saco de uñas empezó a convertirse en un problema que empezaba a amenazar la estabilidad de su matrimonio, pues su esposa empezó a sospechar de las continuas excusas que, domingo a domingo, él esgrimía para no ir con ella y las niñitas de shopping.

Si bien la pasión se había ido de aquella unión después del nacimiento de la segunda hija, hace seis años, eso no impedía que él valorara su matrimonio, la tranquilidad que le otorgaba y el cariño que le demostraban sus hijas, sobre todo considerando que nunca fue de muchos amigos y que tampoco nunca gozó del privilegio de ser un tipo popular. Ni siquiera era el hijo más querido de sus padres.

Preocupado decidió tomar cartas en el asunto y fue a ver a un psicólogo. Tras relatar los hechos el especialista le explicó que lo suyo era un extraño caso de fetichismo. Lo raro no era el fetichismo como tal, sino que los objetos de su excitación fueran partes de sí mismo, eso era lo poco común. Salió de la consulta algo confundido. Se sentía sucio consigo mismo, como si hubiera abierto una puerta y se hubiera descubierto a sí mismo en una actitud indecorosa de carácter sexual. La palabra SEXUAL no dejaba de rondarle en la cabeza y era eso lo que lo hacía sentirse incómodo, pues hasta ese momento no le había dado esa connotación a su extraña afición. Mientras divagaba en reflexiones las imágenes de sus hijas se le venían a la cabeza y se odiaba por relacionar a sus niñitas en los oscuros vericuetos de su sordidez.

Por lo pronto decidió no volver donde el psicólogo. Sentía que el tipo, pese a su preparación profesional, lo había juzgado. Fue algo en su voz o en el gesto incómodo que hizo cuando iba en la mitad de su relato. Como fuera, no volvería. Decidió tomar el toro por las astas y solucionar él mismo el problema. El viernes después del trabajo se acercó hasta un sex-shop donde pensó que podían orientarle. Después de pasar una y otra vez por fuera del lugar y de ojear con profundo interés la lista de precios en la tienda de cortinas contigua a su objetivo y, tras comprobar que nadie lo miraba, entró. El color carne dominaba la decoración. Nunca había estado en uno de esos lugares y sentía que todos lo observaban y enjuiciaban, pero la verdad es que el resto estaba en lo suyo y cada uno, cual más cual menos, trataba de pasar desapercibido o actuar de manera excesivamente normal, como para demostrar dominio de la situación y un liberalismo inexistente.

Mientras esperaba el momento oportuno de hablar con la dependienta revisó unas revistas donde figuraban unos senos de dimensiones respetables, que era lo más normal o lo menos bizarro que encontró para hacer tiempo. De pronto fue la propia chica que atendía la que lo interpeló. Cogió de prisa una de las revistas y se acercó al mostrador. El aspecto extraño de la mujer lo tranquilizó, pues pensaba que con esas ropas, esos accesorios y trabajando en ese lugar nada podía sorprenderla demasiado. Tras varios devaneos e imprecisiones que subieron su temperatura corporal recordó aquella palabra científica: fetichismo. La reacción de la chica lo tranquilizó, pues claro, nada podía sorprender a alguien como ella. Luego de escuchar con atención su historia la dependienta le anotó en un papel una dirección y el nombre de alguien que, dijo, podía ayudarlo. El lugar estaba cerca así que dirigió sus pasos hacia allá. Llegó a un callejón sin salida y tocó en el número indicado. Una voz aterciopelada, mas no sexy, lo invitó a entrar.

Llegó frente a la puerta y al ver a la mujer pensó que nunca antes una imagen le había calzado de manera tan precisa con una voz. Era como si primero hubiera nacido su voz y luego un cuerpo se hubiera amoldado a ella. De inmediato notó que dentro del exótico conjunto había un elemento que destacaba de manera evidente: Sus uñas. Tanto la de las manos como la de los pies eran excesivamente largas y pintadas de un rojo intenso y oscuro, como de ciruela pasada, añeja. Pasaron a una habitación casi en tinieblas, dominada por una enorme cama con respaldo de bronce donde ella se recostó en pose sensual mientras que él permaneció parado sin saber qué hacer. La voz lo invitó a acercarse. Notó que la situación debía ser sexual, pero no sentía la más mínima excitación y sólo deseaba salir de ahí lo más rápido posible. Al ver que él no se movía la voz de la mujer se tornó más ruda, apremiante, y sin preámbulo le espetó “bueno dime qué quieres, que me haga cosas o prefieres chuparme las uñas”. Su cara debe de haber reflejado tal asco que incluso aquella mujer de la vida tuvo el ademán de cubrirse de manera instintiva con el cubrecama. A unas tres cuadras de aquella escena extrema, casi gótica, paró en una plaza y se sentó en un escaño. Estaba sudoroso y se sentía sucio al pensar que él y aquella mujer podían tener algún pervertido nexo que los uniera. Sintió que las cosas se le escapaban de las manos y recordó, con culpa, su saco lleno de uñas, de partes muertas de sí mismo. Tomó el Metro para volver a su casa y en el túnel su imagen reflejada en el vidrio del vagón le otorgaba un efecto casi fotográfico que lo mejoraba, lo hacía ver más joven, pero él no lo notó.

Al llegar eso que llaman calor de hogar lo reconfortó. La cena estuvo agradable y su esposa y las niñitas lo hicieron sentirse afortunado. Esa noche él y su mujer hicieron el amor en la misma posición de siempre, al mismo ritmo y casi sin decir palabras, pero estuvo mucho mejor que otras veces. Luego se durmieron. Soñó que estaba en el departamento de una antigua novia. Desde el salón podía verla aparecer y desaparecer en la cocina al final del pasillo. De pronto de un jarrón más bien feo y que no recordaba vio como dos perros salchichas transparentes, uno cachorro y el otro más grande, mejor dicho más largo, salían y corrían hasta la cocina para luego volver en una carrera tan loca como la que habían hecho antes para meterse nuevamente en el jarrón. Al despertarse vio a su mujer en el umbral de la puerta con una bandeja y un gran desayuno. Ambos notaron su erección y se rieron al mismo tiempo con grandes carcajadas. Los huevos estaban algo salados, pero eso no le importó.




Texto agregado el 04-05-2006, y leído por 248 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
27-09-2006 Me ha encantado, tanto por el tema, muy original, como por la forma en que te metes en el personaje para hacernos saber lo que siente un hombre ante la vida misma y expecialmente las relaciones donde se incluye el sexo. Muy bien! doctora
04-09-2006 Me gusto, bien narrado.En especial su originalidad me sorprendio*5 terref
19-07-2006 Mira tú, tienes buenas ideas. Tienen mucho de ti. Cuéntame algo, ya?. blanca_freddo
17-05-2006 me ha encantado******* laquesoy
09-05-2006 Interesante paseo nocturno por la mente humana. Sophie
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