Eran como las once de la noche, todavía quedaban varias cuadras y justo había terminado mi librito. Iba sentada en el colectivo y me puse a verle las manos agarradas al caño del otro asiento como mi gata mira al ciclista que vende pescado. Ganas de comerme esos dedos de uña a palma,
tragármelos
enteros
para que me acaricien las tripas me hagan
cosquillas
en los jugos
me aprieten dándome hipo. Oler las palmas hasta que se les borren las líneas, lamerlas despacito como se lamen esos chupetines de colores que se vuelven filosos. Una vez estaba en el trabajo con un amigo, salimos a fumar un pucho y me puso la mano sobre la nariz para que oliera: No se había lavado las manos desde la noche anterior: Qué ricos son los olores del sexo. Qué cachonda me ponen los colectivos che,
las cosas que divago a partir de las manos
de una señora sobre un caño.
Además, todo lo que quería era hacerle un mimo, desde el lunes no le hago un mimo a alguien. Un beso en la mano y quedarme dormidita con
el olor molesto de sus
cigarrillos y la tele prendida
en algún canal de esos que a mi no me gustan. Llegar a casa y
que esté. El mimo al final de un
día cara de mármol,
la tristeza es que no esté, que ahora yo tenga que
pedirle
al
mimo
que
espere.