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Marcela adelanta un paso cortico, suave, en la casa donde discurrió su infancia. En su memoria, la casa de la Avenida Hipólito Díaz Alvear conservaba otras fragancias y ofrecía al tacto otras texturas; los espacios se abrían más generosos, las paredes tenían piel de gallina, los rincones eran una felpa abrigada de telarañas. También es cierto que ella tenía otros ojos, y transcurrían otros días, días extensos en que el tiempo alcanzaba para todo y aún sobraba para desperdiciar en tareas infinitas: buscar tréboles de la suerte en un prado vecino, acariciar a un perro lanudo, mirar al cielo estrellado y armar con lentejas figuras centenarias, ejércitos marchitos que la defenderían de un trío de fantasmas que no la dejaban en paz. Fueron días muy completos, felices, casi perfectos, esféricos, cuando el mundo parecía ser una almohada, pura amabilidad, almíbar rociado con almíbar, una auténtica trufa que ahora se distancia, se esconde tras unos velos de lejanía aséptica. Han pasado escasos doce, quince años, desde entonces, pero la nostalgia siempre amplifica la profundidad de la mirada, tuerce el punto de vista para que los ángulos se hagan más agudos, más hirientes. Así, tras los quince años, la felpa de los rincones se ha endurecido mucho, mucho, y ahora es porcelana fósil.

La casa está completamente vacía, bañada en una luz amarilla como de película italiana, la misma luz del crepúsculo bajo la que San Francisco de Asís curaba la pata de un burro por medio de un beso certero. Luego de tantos años sería de esperar que mostrara las huellas del abandono, y sin embargo, la casa se renovaba a sí misma, luciendo un permanente decoro, el estado ideal para ser vendida: los vidrios de las ventanas destellan, la escalera que lleva al segundo piso parece recién lacada, desbordantes racimos de buganvillas embellecen el jardín interior.

Marcela entra a la biblioteca, ¡y sorpresa!, la encuentra habitada por unos muebles que no reconoce, retratos de ancianos en uniforme militar, llena de libros que no se parecen a los que recuerda de cuando era niña. Títulos completamente ajenos al gusto de sus padres, ejemplares incunables, libros viejos reviejos, encuadernados de modo idéntico, libros en bengalí, swahili, lao, lenguas exóticas. Marcela se sienta en una inmensa poltrona de cuero marrón, y deja que sus ojos paseen lentamente por las estanterías. Hay un montón de sabiduría extravagante, pero no ve por ningún lado las huellas de esos ejemplares que la hicieron enamorar por primera vez de las letras. No encuentra esos volúmenes gigantes, y pesadísimos, escritos en hojas de arroz: Charles Perrault, Jacob y Wilhelm Grimm, Andersen, Browning, Collodi… Y con todo, saltando por encima de su propio asombro, Marcela cae en la tentación de acercarse a una de las estanterías y empieza sin más a disponer los títulos en orden alfabético.

Escucha entonces que se abre la puerta principal y entra un tumulto. Los ruidos vienen muy claros del living. Aguza el oído y reconoce unas voces que se dan instrucciones. Entreabre la puerta con el pulso disparado y alcanza a ver a una pareja de rubios falsos, hombre y mujer, que dirigen a un montón de obreros de overol rojo, trabajadores al parecer de una empresa de trasteos. Marcela no comprende qué ocurre exactamente, pero transcurrido apenas un momento, deduce que la pareja de rubios falsos da instrucciones para desmantelar la casa, estancia por estancia, pared a pared, ladrillo a ladrillo.

—¿Qué pasa? ¿Qué están haciendo? ¿Quiénes son ustedes?

Marcela sale de la biblioteca a enfrentar a los extraños.

—Esta es la casa de mis padres. ¿Qué hacen? ¿Quién les dio permiso de entrar? ¿Ustedes quiénes son?

Ignorándola por completo, la rubia le ordena a la cuadrilla dirigirse a la cocina, desclavar las repisas, arrancar la estufa, tumbar las paredes, desgonzar la puerta, retirar las ventanas, doblar el piso, empacar todo lo antes posible.

—Oiga —Marcela sacude el hombro de la rubia para obligarla a la respuesta—, le estoy hablando. ¿Quién es usted? ¿Con qué derecho da órdenes en la casa de mis padres? ¿Qué está pasando aquí?

Y se interpone para no dejar avanzar a los obreros, para frustrarles la ruta a la cocina.

—Marcela —interviene por fin el rubio, un tipo con cara de estafador, vestido con un traje caro, azul plateado, aunque parece de alquiler—, por favor. No tenemos mucho tiempo. Tenemos que llevarnos todo antes de las cuatro. Vete por favor a la biblioteca. No nos estorbes. Ya deberías saber…

—¿¡Saber qué!? ¿Quién es usted?

Entonces el rubio saca un papel del bolsillo interior de la chaqueta; lo desdobla, lee:

—Tralalala, y que por lo tanto, a los esposos Díaz Alvear les asiste el derecho de desintegrar dicho inmueble pedazo por pedazo sin ningún impedimento… tralalala, fechado en esta ciudad el día 13 de octubre de 2005.

Sonríe satisfecho de la explicación, se guarda el oficio de nuevo en la chaqueta y concluye:

—Está muy claro, Marcela. Hemos comprado tus recuerdos, y ahora nos los queremos llevar en un camión. Una transacción normal en el mundo del capital, del libre comercio y la libre empresa, un trato elemental en que una propiedad privada, un intangible, cambia de dueño. Ya hace unos días nos llevamos la pulpa de este caserón: tu edredón de osos polares, los pocillos de vidrio azul en que te gustaba tomar chocolate, la poltrona debajo de la cual fingías tener tu castillo, y eso… Sólo nos faltaban estas cáscaras, que son las que nos vamos a llevar ahora… Ningún misterio, y no hay nada más que hablar. Señores —dirigiéndose a los obreros—, por favor, a la cocina. Y rápido, que no tenemos todo el día.

Marcela está totalmente desconcertada, si bien se aferra a la certeza de que es un timo; los rubios son unos banqueros, unos estafadores, unos ladrones. Nunca se ha visto que de buenas a primeras a uno le compren los recuerdos. ¿Y el pago? ¿Cómo pagan unos recuerdos? ¿Cómo pueden? A no ser que éstos fueran solamente los lacayos de una divinidad que necesitara recuerdos para su subsistencia. ¿Moloc? ¿La inmensa caldera de Moloc?

Marcela tiene que reponerse de la sorpresa antes de que desmantelen por completo la casa que era de sus padres. Corre a encerrarse en la biblioteca con la esperanza de encontrar un teléfono y discar los números asignados a las emergencias. Mientras gira su cabeza en busca del aparato, piensa: “Me están robando, me están robando, me están robando”.

—A la orden —responde una señorita del otro lado de la línea, en el conmutador de la policía.

Marcela toma aire y le explica que están asaltando la casa que era de sus padres; un par de rubios, un hombre y una mujer, de mal ver, facinerosos, junto con un grupo de estibadores que hieden a alcohol. La dirección es…

—Un momento, por favor —la corta la operadora de la policía—. Voy a comunicarla con el comandante Díaz Alvear, para que le explique usted misma los detalles del asalto, puesto que yo no alcanzo a penetrar en el sentido exacto de su narración… Me resulta un tanto surreal, con tintes oníricos, casi de la misma madera de que están hechas las pesadillas… Y es que aquí llama tanta gente… Gente tan rara… Pero no se preocupe, que en un segundo la comunico. No vaya a colgar, por favor… Manténgase pendiente, por favor… La estoy comunicando… Ya vamos…

Parece mentira. ¿Es la policía de verdad? ¿Habrán intervenido el teléfono los estafadores? ¿Existirá realmente el comandante Díaz Alvear? Marcela no confía, se estremece, recela, piensa en la cocina de sus padres, en cómo estarán desbaratándola en este preciso momento, mientras del otro lado de la línea sólo se percibe la estática y un distante tecleo a máquina.

—¡Aló! ¡Aló! ¿Hay alguien por ahí? ¡Aló! ¡Aló! ¿Me escuchan? ¡Aló! ¡Aló!

Por los ruidos que vienen del otro lado de los estantes de los libros deduce Marcela que ya acabaron con la cocina y ahora están empacando la sala. Perdiendo ya la paciencia, cuelga y marca otra vez, pero timbra y timbra y ya nadie contesta. ¿A dónde llamar? ¿A quién acudir? Se llevan la sala, empacan las visitas de los tíos, la empacan a ella misma gateando detrás de un balón, y más tarde, con un libro sobre las rodillas, la empacan con todo y Julio Verne, los estafadores rubios, se llevan su infancia, la locación de su infancia, ya los escucha arriba, en el segundo piso, cargando su habitación entera con rumbo al camión.

Marcela no soporta más y prefiere enfrentar a los ladrones, correr el riesgo de sufrir alguna violencia, antes que dejar que acaben de saquear su memoria. Pero cuando abre la puerta de la biblioteca, la ciega un potente tornado de blanco, la luz más reconcentrada que quepa imaginar, y de remate su piel percibe los colmillos de un desaforado viento con arena. Instintivamente empuja la puerta en sentido contrario. Descansa su espalda contra la puerta, exhala un suspiro y alcanza a escuchar la voz de la rubia cuando le ordena a un estibador:

—Eso déjelo ahí; no vale la pena, no representa nada para ella, ya lo olvidó ella misma. Más bien cargue esa bagatela de allí y nos vamos, que ya estamos con retraso. ¡Apúrele!

Texto agregado el 13-05-2006, y leído por 122 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-05-2006 Bueno ya sabes que no hago comentarios tecnicos, sino como simple lectora. Me gusto y me atrapo sin embargo el final me dejo vacia y es como si en una gran carrera hubiera parado en seco. Yo complementaria el final, pero igual hay tienes mi voto pasquita
14-05-2006 Bueno un texto bie n elaborado en terminos formales. ¿del living? supongo que hay nombres castizos para esta palabra que no comprendo su apariciòn en el texto, asi, en inglès. Akeronte
 
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