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Inicio / Cuenteros Locales / daggaz / Ian Curtis colgado en su cocina.

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A 26 Años de la muerte de Ian Curtis:

“Tengo el espíritu, pero perdí las emociones”, bramaba en el primer disco de Joy Division. El alma de la agrupación británica trabajó en un hospital de enfermos mentales para robar drogas y condujo al punk hacia una habitación ártica, cerrada y oscura. Hace 25 años, el hombre que reemplazó el lema “jódete” por el “estoy jodido” se colgó del techo de su casa. Una película en camino y otra en cartelera nos recuerdan su legado.

Fue la Indomable voz de Iggy Pop y no el silencio, el soundtrack del suicidio de Ian Curtis hace 25 años. Si el aullido punk lo había salvado, era lógico y necesario que también le brindara un abrazo apretado al final, cuando la idea que lo perseguía en camarines, pruebas de sonido y el lecho junto a Deborah Woodruff, su esposa, se materializó en la soga encontrada en algún rincón de su casa en Macclesfield, Cheshire, norte de Inglaterra.

Después de escribirle una carta pidiéndole perdón por sus infidelidades, subrayó una película de Herzog que iban a pasar por televisión y dejó corriendo el disco “The idiot”. Su chica lo encontró tendiendo en la cocina. El elepé hacía mucho que había dejado de rotar y un nuevo miembro ingresaba al selecto club integrado por Brian Jones, Jimi Hendrix, Nick Drake o Tim Buckley. Faltaba una década para Cobain. Y dos para Elliott Smith. Todos ellos varones sensibles, con paredes de amplificadores dentro del pecho y la realidad nublada y rutinaria allá fuera; dos universos en fatídica colisión.

¿Sería tan importante Curtis si no hubiese dejado un cadáver hermoso? Porque hoy todo nos recuerda a él: “24 hours party people” -el delirante retrato de la eclosión musical manchesteriana y que aún sigue en cartelera-; el sonido de bandas hype como Interpol, The Bravery, Kasabian, Franz Ferdinad o The Killers; la recuperación estética del nazismo; el inminente rodaje de “Control”, película basada en “Touching for a distance”, la biografía escrita por Deborah a mediados de los ’90; sus temas encabezando los recuentos de clásicos de la historia pop y, por supuesto, las portadas de la prensa especializada. Ahí lo contemplamos, siempre en blanco y negro, con su camisa de niño bueno, su impecable corte de pelo y sus ojos al borde de la locura. Pero, definitivamente, la principal razón para extirpar inútiles debates casuísticos es una colección de canciones que si te pillan desprevenido pueden empujarte por escalones que muchos pisaron pero que pocos regresaron para contar lo que vieron.

Joy Division, con apenas dos discos oficiales -“Unknow pleasures” (1979) y “Closer” (1980)-, nos enseñó aquella pieza oscura y fría al final de la escalera. ¿Cómo? Definiendo un sonido que -aunque alimentado del Bowie modelo “Low”, The Velvet Underground, Sex Pistols, la vanguardia electrónica alemana o del mismo Iggy Pop- creció y maduró por exclusiva responsabilidad de Bernard Summer (guitarra), Peter Hook (bajo) y Stephen Morris (batería). Ellos -que terminarían creando clásicos tecnopop y usando esas horribles zapatillas adulto joven bajo el nombre de New Order-, junto a Curtis supieron expandir los límites de la canción punk, esculpiendo claustrofóbicos ritmos y atmósferas, quitándole protagonismo a las guitarras para dotar a cada instrumento de un papel creativo, extrayendo nuevas armonías a los mismos viejos acordes de siempre. Conquistando territorios vírgenes tanto líricos como musicales, que van desde el salvajismo punk de “Warsaw” hasta el sublime himno “Atmosphere”; desde la asfixiante “I remember nothing” hasta la historia de la epiléptica que se aferra a los transeúntes en “She lost control”; desde el amargo hit “Love will tear us apart” hasta las ráfagas de viento que sostienen la gravísima voz de Curtis en “Disorder”. Llámenlo postpunk, pop siniestro, gótico, industrial. Lo cierto es que Robert Smith acusó recibo al fundar The Cure, al igual que Bauhaus, Echo and The Bunnymen, Low, Galaxy 500, Jesus and Mary Chain, Pixies, Sonic Youth y Radiohead. El futuro había llegado. Y era una habitación húmeda, donde el eco te devolvía todo lo que gritabas. Pero, al menos, podías bailar en ella mientras todo se caía en pedazos.

Porque Curtis intuía que el baile era una buena respuesta. Especialmente cuando no se entendían las preguntas. En sus directos aprovechaba el novedoso concepto rítmico de la banda -lento pero rápido- para agitar las manos y moverse como si vomitar letras apenas bastara para espantar sus miedos. Aunque era demasiado introvertido para hacerle saber a la gente que estaba mal (un rasgo típicamente inglés, basta recordar la reacción tras los recientes ataques terroristas en el metro). Sólo quedaban textos, como “tengo el espíritu/ pero perdí las emociones” o “creo que los sueños siempre terminan/ no se elevan/ sólo descienden/ pero ya no me importa”, y sus ataques epilépticos en escena. Para aproximarnos al líder de Joy Division hay que escuchar a quienes subieron al escenario a socorrerlo, mientras los fans construían el mito del rockero maldito y cuyas palabras se recopilan en cientos de reportajes. Deborah decía: “Tenía una personalidad dividida que quería entender. (…) Él necesitaba desesperadamente a alguien que lo aconsejara, pero no iba a actuar para los demás convirtiéndose en lo que querían que fuera”. Jon Savage (periodista): “Su música caga a cualquier banda de hoy. Los pones al lado de Primal Scream y te da risa. (…) Ian en vivo te despejaba hasta el vacío”. Peter Hook (bajista, compañero de banda): “Hacía lo imposible por ocultar una parte de su personalidad”. Martin Hannet (productor del grupo, muerto en 1991): “Era del norte de Manchester. Una ciudad de ciencia ficción. (…) Todo es arqueología industrial, plantas químicas, almacenes, canales, vías de tren. (…) Allí la incidencia de enfermedades es un 50% superior al resto del país. ¿Deprimente verdad?”. Tony Wilson (periodista y jefe del sello Factory que los editó): “Usó el punk para expresar emociones complejas. Pasó del jódete al estoy jodido”.

¿Y qué decía él?

“Ninguna canción es sobre muerte y fatalidad. Vienen más bien de la confusión, porque no sé bien lo que quiero. Aunque ahora me siento bien. Al fin estoy haciendo lo que quiero hacer”.

Natalie, su hija, lloraba desconsoladamente y al músico no le importaba demasiado. Tenía 24 años y le asustaba hacerse cargo. Hasta que los llantos lo desesperaron tanto que la tomó entre sus brazos, le cantó algo al oído y la bebé se calmó. Esa paz era precisamente la que andaba buscando desde siempre. Sensible, ratón de biblioteca, cándidamente obsesionado por el nazismo y el sicoanálisis, generoso con sus libros y discos, del Partido Conservador, fanático de Jean Paul Sartre, Hermann Hesse, James Dean, Jim Morrison y William Burroughs -se dice que éste lo trató pésimo al abordarlo en un encuentro cultural en Bruselas- y los discos de MC5, Bowie y Lou Reed. Cuando era escolar se metió a un programa de reinserción laboral de enfermos mentales sólo para robar las drogas de los estantes. Pero también iba engrosando una carpeta titulada “Canciones, poemas, novelas”, que a Deborah le pareció el colmo de lo pretencioso cuando lo conoció. Ella fue su novia de toda la vida, aunque reconocía que era tan inseguro, posesivo y celoso, que fue capaz de lanzarle en su propio matrimonio un Bloody Mary en la cabeza sólo porque estaba conversando con un tipo que resultó ser su tío. Aparte de estos arranques, parecía un tipo normal. Algo reservado, pero normal. Que trabajaba en una disquería para mantener a su familia. Que pagaba la cuenta del agua, la luz y el gas. Que ensayaba todos los fines de semana hasta pulir el sonido de su banda. Nadie podría adivinar lo que pasaba por su mente. De hecho, sus ex compañeros enumeraban sus maldades como profanar bares de hotel o mear ceniceros.

Faltaba un día para tomar el avión y comenzar la primera gira por Estados Unidos. Pero eso tampoco le importó a Curtis. Nadie podría afirmar bien las razones de su autoinmolación. Claro, no se le veía sonreír demasiado y sus letras evocaban estados mentales tan optimistas como su adorado cuadro “El grito”, de Munch. También hay que reconocer que la obra de Joy Division -cuyo nombre alude al sector de prisioneras judías obligadas a tener sexo con los soldados nazis-, aunque roza la perfección, presiona siempre la misma tecla de la náusea y el miedo de vivir. Es que las emociones de Curtis terminaron respirando en sus grabaciones hasta dejarlo completamente vacío y superado por los laberintos de su enfermedad.

La habitación a la que llegó -y nos invitó a entrar- era tan oscura que él mismo se perdió de vista. El fotógrafo alemán Anton Corbijn, responsable del video de Atmosphere -donde unos encapuchados del Ku-Klux-Klan cargaban con una gigantografía de Ian Curtis por una playa-, junto a los New Order, Deborah y el buen Tony Wilson, intentarán iluminar algo en “Control”, film que se estrenó el año pasado pero que tubo menos que poco exito y que yo no he podido ver hasta la fecha. Pero mientars ustedes o yo logramos ver la pelicula, detengámonos en una escena de “24 hours party people”, la otra cinta donde es retratado. Citando a John Ford, Wilson afirma que entre la leyenda o la verdad se queda con la primera. Y la leyenda dice que cuando Iggy Pop se detuvo en el tocadiscos y tras enterarse de la noticia, el periodista y jefe de la Factory pidió a un típico pregonero británico que en ese momento entrevistaba, anunciar a los cuatro vientos y en directo para toda Manchester que había muerto Ian Curtis, vocalista y líder de Joy Division y autor de “El amor nos desgarrará”. Era el 18 de mayo de 1980. Nada de apologías al artista sufrido o el nacimiento de un nuevo mito del rock and roll; menos, un lamento funerario. Sólo las canciones. Porque al final, lo único y definitivo que nos queda es la música y la posibilidad de hacer que una vocina imite su voz al presionar "play" cada vez que queramos.

Texto agregado el 19-05-2006, y leído por 5648 visitantes. (0 votos)


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