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Inicio / Cuenteros Locales / Vlado / Abstractipicando la existícula (versión segunda)

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El severo filólogo Matthias Schreiber cerró el diccionario. Se quitó las gafas y con dos dedos se masajeó el entrecejo. Llevaba todo el día con aquel ensayo, sus ojos le pedían un descanso. No demasiado —el saber no espera—, sólo bajar los párpados unos minutos…

Aquella sala no tenía ventanas ni lámparas, pero la luz era intensa, de un blanco hiriente. Sintió a sus espaldas un runrún de hormiguero. Se giró y vio cómo de las esquinas surgían letras que empezaron a cubrir las paredes. Poco a poco fueron agrupándose en palabras. Al final, se oyó un golpe seco que al filólogo le recordó las legiones romanas de Pompeyo al cuadrarse antes de la batalla. El silencio adquirió la solidez de un cubo de metal.

Schreiber se acercó a una de las paredes. Le gustó que la primera palabra que alcanzó a leer fuera ‘libro’. Por diversión, empezó a buscar el mismo término en francés. Lo encontró a media altura, hacia la derecha. Dominaba catorce idiomas y tenía nociones de otros siete más; buscó palabras de todos ellos y todas las acabó encontrando, incluso las de las lenguas muertas. Aunque físicamente pareciera imposible, un diccionario global se hallaba ante él. Resolvió el problema espacial por casualidad, cuando buscando el término ‘mantequilla’ lo encontró en un ángulo, justo donde un poco antes había descubierto la palabra ‘regenschirm’. Lo que no consiguió captar fue ninguna de esas alteraciones, parecían suceder siempre a sus espaldas. Se le ocurrió entonces buscar ‘diccionario’. Primero lo hizo aleatoriamente —las otras palabras no habían tardado en aparecer así—. No obtuvo resultados. Decidió entonces seguir un orden: comenzó arriba por una esquina y fue leyendo de izquierda a derecha, línea a línea. Concluida la primera pared, la palabra no había aparecido. “Un filólogo ha de ser metódico y perseverante”, se dijo, y continuó por la siguiente pared. Revisadas las cuatro, inspeccionado el techo y el suelo, ‘diccionario’ no estaba. En la mente de Schreiber no cabía que fuera posible tal desliz, algo fallaba.

A punto estaba de volver a repetir el proceso, con la esperanza de que se hubieran producido cambios y apareciese por fin la dichosa palabra, cuando notó que las paredes empezaban a combarse hacia atrás, más y más, mientras el suelo subía y el techo bajaba, como si una mano gigantesca ahí afuera estuviera estrujando la sala. En un momento dado, todo voló. Las paredes, como de goma, se vinieron hacia delante acercándose unas a otras, techo y suelo se separaron, todo el cuarto se convirtió en un flan elástico. Del impulso, las palabras se despegaron y el filólogo se vio de repente en el aire, intentando flotar en una sopa de letras. Pero las fuerzas de la física estaban en su contra. Cayó al suelo y este volvió a lanzarlo al aire, rebotó contra las paredes, rodó por las aristas ondulantes, pelota viviente.

Cuando al fin todo se detuvo, el malogrado Schreider era apenas un guiñapo. Levantó la cabeza. Las letras habían vuelto a las paredes. Sin embargo, ahora estaban agrupadas extrañamente, no supo distinguir ningún término reconocible. Aunque no dejaban de tener cierto sentido. Leyó: “soplúsculo”, “fumacof”, “latiamor”,…

Pasó horas ideando significados para aquellos nuevos términos, todos le sugerían algo. En un momento dado, en el centro de la habitación apareció una mesa. Schreider se quedó mirándola. “Una mesa”, dijo su mente pero, al verbalizar el pensamiento, se encontró diciendo:

—Una listábula.

Y le pareció de lo más natural que aquello fuera una listábula. Se subió a la listábula, bailó en la listábula, hizo el pino encima de la listábula. Al final, sofocado y lleno de dicha, se tumbó en la listábula y gritó:

—¡Paliscribe!

En su mano apareció una pluma. Con el paliscribe, empezó a hacer en la listábula una lista con todas las palabras que se le iban ocurriendo, regocijándose en su sonoridad. Apenas le quedaba un rincón donde escribir cuando empezó a sentir sueño, su mano soltó el paliscribe y se juntó con la otra bajo su cabeza. Se acurrucó en la listábula y se quedó dormido.

Cuando despertó, el diccionario todavía estaba allí. Schreider pegó un soplido y el diccionario se abrió. Aleteando sus páginas en blanco, se elevó en el aire y salió volando. Se perdió entre las blandubes mientras el filólogo lo despedía con la mano desde la ventana, feliz.

Texto agregado el 20-05-2006, y leído por 199 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-10-2006 Es fantástico, alegre, divertido, enérgico y con un ritmo estupendo. Me encantó la historia de ese viejo loco sabio en medio de un delirio filológico. Mis mil estrémulas y todos mis abrakominocimientos. rnahimla
29-08-2006 Es bastante bueno, me gusta... descarada
20-05-2006 Coincido: es una delicia este texto. Excelente, excelente. Mis puntos. paula_66
20-05-2006 Es una verdadera delicia este texto, Vlado. Gracias. You made my day. tuttosanuto
 
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