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¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece?
Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido.

Luis Cernuda



Vicente Campodónico era uno de esos hombres a los que la vida les mete más palo que policía a ladrón después de un robo consumado. E incluso casi lo deja un buen día al borde de la muerte tras un accidente automovilístico que lo mantuvo en estado de coma por unas semanas. Y pasando, no mucho más tarde, unos días en el departamento de Ginecología de un conocido nosocomio, para tratarse una enfermedad venérea a causa de tantas visitas que había realizado al prostíbulo de la avenida Colonial.
Era sin duda un tipo sin suerte, a los que se les esquiba si te los topas en la misma calle. Cruzas a la otra vereda, y ocultas el rostro detrás de un periódico, simulando leerlo con mucha atención, a pesar de ser de la semana pasada.
Conmigo siempre fue un tipo muy amable y diferente. Era el ser más jovial que yo había conocido. Siempre estaba atento a cualquier situación y prestando mucha atención a cada chica que pasaba por las calles, ensimismándose, sonriendo, coqueteando, pero siempre un caballero; el ingenuo hombre que buscaba el amor de su vida el las calles, los bares, el cine y cualquier lugar que estuviera repleto de faldas, que tan sólo le diera el empujoncito inicial para lanzarse, para correr detrás de los sueños empobrecidos y venidos a menos, para emular a un inmortal personaje de Shakespeare y llevarlo al balcón donde alguien lo espera desde hace mucho tiempo. Treparlo y, bueno, buscar un final sin demasiadas intrigas, sin venenos de por medio, y sin lágrimas amargas que confluyeran con la sangre que alguien derramó...
Pero, siguiendo con el martirio, ya olvidé cuantas veces Vicente fue engañado vílmente. Fue un juguete recién comprado, y dejado de lado cuando se aburrieron de jugar con él. Y como una cosa lleva a la otra, esto conllevo a que se olvidara de su muy preparado y abstracto matrimonio, en donde no dejaría detalle a la interperie, ni nada que fuese mal visto por los doscientos invitados que había calculado, sin mencionar todavía los de la novia. Y es que hasta hoy no me explico de donde sacó o sacaría a doscientos individuos, cuando sólo me conocía a mí y a los chicos del Queirolo. Pero, en fin, que le diré si hasta ya compró su terno azul marino, las tarjetas de invitación, y hasta ha pedido una cita en el hotel Bolívar para arreglar asuntos concernintes con el buffet y la recepción. También fue a una boutique a ver el vestido de novia. Quería un modelo exclusivo. Pero siempre estuvo latente la pregunta del millón de soles...¿quién sería la novia?...algo que dejo de gravitar en su cabeza cuando la flaca Ivon lo engañó con su primo, y con el cual se iría a los Estados Unidos, poco tiempo después, claro esta. Desde allí le llegó una postal mostrando la imperialista estatua de la libertad, con yanquis por doquier, para variar, y una carta de despedida, con el anticipado perdón y C’est la vie... para que no haya rencores y quede una bonita amistad de por medio, por todo lo que fuimos y tuvimos juntos... ¡¡¡qué infame mentira!!!...
Desde entonces Vicente quedó decepcionado, desilusionado de la vida, y enemistado también con ella. Y así comenzó a nacer en él un odio inconmesurable hacia el sexo opuesto. Hacia todas las faldas que lo habían enviado a su exilio interior, y a su encarcelamiento de por vida en el infierno de su habitación, rodeado de fotografias de cantantes y uno que otro cuadro de un Van Gogh impresionista, o poemas de un Vallejo más pesimista que cuando le tocó morir en un París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo...
Incluso un día, en una fiesta de reencuentro de ex-alumnos, abofeteó a una chica que sólo quería su número de teléfono, porque le pareció interesante entablar una conversación posfiesta. Sí, claro, en su cama o en la mía –pensó Vicente.
Así fueron pasando los días. También las noches y sus respectivas madrugadas. Con sueño o sin el. Pero los encuentros en el Queirolo eran imprescindibles, pero con la novedad, la irremediable novedad de no hacer comentarios acerca de la flaca Ivon, ni de su fuga al país de los yanquis con el primo, que no resultó tan fraternal con el inefable Vicente, aunque todo quedó en familia, y con algunos rumores de escándalo por parte de las tias cucufatas, que dijeron que esa chica estaba poseída e hicieron traer de inmediado a un cura para que bendiga la casa ... “esa chica ha metido el diablo en esta familia” ... lo escuché un día mientras me imaginaba la versión peruana de El Exorcista.
Pero un día el Queirolo tuvo el efímero placer de presenciar a Vicente enfurecido y más iracundo que nunca. Todo lo inició el gordo Percy, que con su sarcasmo hizo estallar a Vicente. Había hecho un pequeño comentario acerca de la flaca. “Y qué paso, viejo, ya compraste una lima para sacarte esos cuernos”. Le tomó del cuello y soltó una furibunda carcajada, que no fue muy amenizada por nosotros, todo lo contrario, nos quedamos helados. Pero fue muy tarde para detener a Vicente que había cogido una botella y se la reventaba al gordo en su impresionante cabeza de marciano. El pobre Gordo cayó desmallado, con la cabeza ensangrentada, y sus ojos, qué ojos, estaban abiertos de par en par, mirando al techo sin moverse. Así fue ese día.
Después pasamos al hospital en donde el gordo debió recibir ocho puntos de sutura. Le vimos salir de la sala de emergencias con una venda grandísima que ocultaba la mitad de su marciana cabeza.
–Ese enfermo de mierda –gritó el Gordo, aún con el dolor que le producía el golpe recibido.– Qué se ha creído, que porque nadie le da bola me va a venir a partir el cráneo.

Después del hospital fui a visitar a Vicente, que no le dio mucha importancia al comentario cuando se lo conté. Ni se pasmó al decirle que el Gordo clamaba venganza, que pensaba comprar un revólver y darle seis tiros.

–Dile que se compre una basuca, tal vez con eso tenga suerte.

No le dije nada más. Me serví un vino, encendí un cigarillo y cambiamos de tema, aunque Vicente no quería hablar más por hoy. Se levantó y me dijo que podía quedarme aquí hasta que terminara de beber. Así lo hice. Lo vi entrar en su habitación, y la vida para él continuaba igual, sin cambios bruscos. Yo me fui un rato después, y desde ese día Vicente desapareció de a pocos. Ya no iba a los bares ni se le veía arrojándole piedras al mar en el malecón. Ya nadie hablaba de él ni preguntaban dónde está. A mi, de tanto dejar de verlo, me dejó de interesar un poco. Quise llamarlo un día pero preferí no hacerlo. Si el tiene mi número, que me llame.
Ya no conté el tiempo que había transcurrido entre la última vez que le vi y el día en que vino a verme a mi oficina. Habían pasado siete meses o tal vez ocho. Llegó saltando en un pie. Con una sonrisa recientemente dibujada en su rostro. Con una alegria que se desbordaba. Y, con todo esto, me dejaría congelado en mi escritorio, mirando con inseguridad una computadora que conocia perfectamente. Estirándole la mano con un poco de vacilación.

–No te alegras de verme, ingrato.
–Claro..., ¿qué... ha sido de tu vida?...

Mi extraña actitud no era por miedo, ni mucho menos porque a Vicente le habia dejado de ver mucho tiempo, y eso, claro está, sería una sorpresa sin precedentes. Pero nada de eso tenía que ver. Si él hubiera llegado y me hubiera hablado como la última vez que nos vimos, no estaría en este embrollo. Lo que sucede, y puedo asegurarlo, es que por un momento pensé que se había vuelto loco por la manera tan efusiva como llegó. Porque conozco locos, y de los mejores, y todos los dias que los veo me sonrien nerviosamente, aunque éste no sea un caso muy parecido al de Vicente, que nunca lo vi nervioso el dia de su inesperada visita, pero igual me dio un poco de temor al pensar que mi amigo estaba loco.
Pero despues comprendi cual era el motivo de su epifánica felicidad, y es que la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida... canta Rubén Blades, y nadie puede imaginarse que el amor lo espera a uno a la vuelta de la esquina, o, en este caso, a la vuelta de un mostrador...
Eso fue después, porque primero me explicaría una curiosa teoría, la cual tarde mucho en comprender, y en lo cual nunca había pensado. Pues, como él decía, una chica con todas sus aptitudes físicas en orden son mas falsas que los billetes de cien soles, esos que tienen el sello made in Azángaro... Te utilizan, te exprimen como limón de emolientero, te roban y, después, una patada en el culo y adiós... si te vi no me acuerdo... Pero en cambio –aquí comenzó todo– una chica que no tiene un brazo o una pierna, o las tiene pero no las puede utilizar, es más sensible, tiene más emociones, sus sentimientos son sinceros y enternecedores, y, lo más importante, esta falta de amor. Pero no de ese común y corriente, ese que te venden en la esquina por unos soles, ese de hoteles baratos y maltrechos. No, claro que no. Sino del otro. Del verdadero. El que uno siente en el estómago como un vacío que te empuja al vértigo del enamoramiento. En el que todo sucede sin que lo prepares, sin que lo pienses mucho. Que pese a todo y a todos, te entregas y te dejas llevar por tus instintos, asi la muerte misma te amenaze o te clave un puñal por la espalda...
Me estuvo hablando de esto por una hora. Luego fuimos a comer al chifa de enfrente, y ahí siguió contándome con lujos de detalles sus proyectos para el futuro promisorio que le aguardaba. Pues, ahora, el amor era inevitable, providencial. Aunque llegara en silla de ruedas. Pero eso también vino después, porque primero estuvo abrazada a un par de muletas, y traía una inmensa bota de yeso que parecía hecha para un pie de gigante y no para ese delicado pedacito de carne y hueso que ella tenía. A todo esto, yo pagué la cuenta del chifa, que no fue muy barata, porque Vicente comió como si no lo hubiera hecho en dias o tal vez semanas. Pero quise darme el gusto por la felicidad de mi amigo, que todavía seguía relatándome sus planes, aunque esta vez ya no estabamos en el chifa, sino en nuestro querido Queirolo. Y fue precisamente alli que pude darme cuenta de un pequeño detalle mientras seguía escuchándole.

–Pero eso es lo de menos, compadrito.
–¿Cómo puedes hacer planes cuando todavía no le has hablado, siquiera?

Pero ella le había mirado, según me dijo él.

–Sabe que existo, brother.

Además, como siempre, tenía una respuesta para todo: “Que persona en su sano juicio, sentada en una silla de ruedas, no podría creer en el amor de un chico. Porque, a decir verdades, un tipo cualquiera no le interesaría tener un romance en silla de ruedas, a menos que sea un morboso, pero yo no tengo cara de serlo, así que estoy libre de sospecha y absuelto con todas la de la ley”. Creo que tuvo razón, por lo menos hasta ese momento. Así que no le dije nada más, sólo que ahora le aminaba a que le hablase, se diera a conocer, le diga a ella todo lo que hasta ahora me había dicho a mi.

–Buscala mañana, y hablale.
–No se puede. No es tan fácil como lo pintas.

A ella la vio por primera vez en una tienda de artefactos. “Se me había malogrado la lavadora. Qué suerte la mia, no”. Estaba caminando apoyada en dos muletas. Iba acompañada de su amiga o hermana, quién sabe. El sin querer le dio un pequeño empujón y, después de disculparse, se quedó anonadado, parado en medio de la nada, sobrevolando la vía láctea en un universo muerto y sin estrellas iluminando la noche como luciérnagas en un jardín de túpidas madreselvas. Lo veía y no lo creía. Alguien tocó su puerta...
Pero eso fue sólo el comienzo, porque ya no la vería más. Hasta que fue a comprar al supermercado. “Se me había terminado la leche. Qué suerte la mia, no”. Se emocionó al verla pero esa emoción se diluyó rapidamente: ella estaba sentada en una silla de ruedas. Tal vez su enfermedad había avanzado demasiado rápido, se preguntaba.

–Y si pierde las piernas –dije yo.
–No me importaría. Ya te lo dije, una chica sin un brazo o ...

Ya sabía lo demás, por eso lo corte. También me contó que escuchó a su amiga o hermana decirle que iban a venir el próximo domingo muy temprano. Eso lo anotó en su agenda como algo impostergable. Algo a lo cual no podía faltar, porque tal vez no tendría la oportunidad de verla otro día más en su vida. Así que me advirtió que ese día me desocupe muy temprano porque lo acompañaría. Yo ya tenía planes pero por el viejo Vicente deje la playa y las chicas, total, siempre estan ahí.
Llegó temprano a buscarme. Muy temprano, diría yo. Así que me duche deprisa, me cambie, encendí el infaltable cigarrillo en ayunas, y bajamos a tomar desayuno. El café cerca de mi casa estaba cerrado. Cogimos el auto de Vicente y nos marchamos con dirección al centro.
Entramos en un café muy cerca del supermercado. Pedimos café con leche y unos chicharrones. También unos tamalitos traídos de Huacho, según el dueño del local. Ahí aguardabamos a que abran el supermercado. Ese día vi a Vicente vestido de gala. Traía un pantalon gris y un saco plomo con botones dorados, con su respectiva corbata, por supuesto, y de seda, para que no quede duda de su condicion social. Llevaba consigo la alegría de un niño que espera la llegada de su juguete nuevo. Caminaba de un lado a otro –esto me ponía muy nervioso–. Se detenía. Se decía algo a sí mismo, y soltaba una risotada tremenda. Lo veía muy feliz y dispuesto a todo. Y, luego, para mi sorpresa y vergüenza, se arrodilló ante mí, y comenzó a enamorarme, literalmente hablando, con frases sacadas de algún libro de Neruda, pero eso no era todo, porque lo peor de todo fue que la gente del café nos miraban, y fue entonces cuando mi cara se calentó y enrojeció del espectáculo que Vicente hacía conmigo, hasta el punto de sentirme un tomate hirviendo, y con olor y todo.

–Estoy ensayando –me dijo un tanto serio–. Así que sientate, y no jodas mi concentración.

Pero no lo hice, y me levante de inmediato. Pagué la cuenta y salí del café ante las miradas de los mozos, a los que vi reirse hasta enrojecerse y no poder respirar. El también salió detrás, gritando como un energúmeno.

–No me abandones, amor –los brazos en alto, y el calor del verano comenzaba a sentirse.
–Eres un hijo de puta.

Pero el tipo estaba en lo más alto de su entusiasmo. Con la mecha encendida. Traía el pelo engominado, y a ratos se miraba en cualquier espejo que se encontrara en el camino. En un auto, en una tienda, en el baño de algún bar o café, en los vidrios de las ventanas de alguna tienda de ropa, en donde su imagen se confundía con los maniquíes y con todo el entorno del mundo cosmopolita. Un hechizo nocturno que te envía a ir en busca de lo que crees que te depara el destino o el azar. En una noche con estrellas alimentando el alicaido ego; el rumor del mar distante y alguna cascada lejos de los suburbios, lejos de las manciones lujosas, de los pantanos inmensos e inmoviles, lejos de todo aquello que tanto añoraste desde que el niño que llevamos dentro dejo de soñar para reclamar sus derechos en este mundo tan real y absurdo, en el cual ni las quimeras funcionan ni los dioses magnificados te exigen a orar.
Y todo se proyecto en un solo momento: su vida, su infancia, los amigos, Ivon. El planeta seguía girando, para mala suerte. Deténganlo, por favor, aquí nos bajamos...
Pero nadie nos lo detuvo, sólo un semáforo en una esquina de Alfonso Ugarte, que nos miró con su ojo rojo y parpadeo para más tarde irnos. Fue ahí que pude ver algo muy extraño en la parte trasera del auto de Vicente. Me quedé pensando por unos segundos, pero no encontré respuesta a lo que se refrejaba en mis pupilas. Me animé a preguntar:

–¿Qué es esto?
–Una silla de ruedas –me contestó con una sonrisa burlona–. No las conoces. Sirven para gente que no puede caminar. ¿Acaso nunca has visto alguna en hospitales? Son muy cómodas y prácticas, en especial las automáticas, asá como la mia. Mira ese pedazo de motor que tiene, ni los autos de Fórmula Uno tienen uno igual. ¿No lo crees?...

Me pareció por un momento hablar con un idiota. Ya no le hice comentarios acerca de la potencia de la silla. Sólo me interesaba saber para que la quería, aunque ya me lo imaginaba...sería un regalo...¿no?

–Claro que no. Y no es que no me importe ella, pero más adelante le compraré una igual. También he pensado grabar su nombre en la silla... ¿Cómo se llamará?... Tú sabes que las mujeres paralíticas son muy sensibles. De repente le moleste que yo camine o que le empuje la silla. No creo que ella quiera un sirviente. Ella quiere amor. Para estoy estoy yo. Pero, claro, si ella me lo pide, le pongo un cholito para que haga ese trabajo. Son mano de obra barata. Un par de billetes, y todo arreglado.

–Entonces, ¿para qué quieres la silla?

El asunto no terminaba ahí. Se miró nuevamente en el espejo retrovisor. Coqueteó con su imagen un momento mientras descargaba sus fantásticas proyecciones sobre un aciego futuro. Poeticamente me transmitía el verdadero interés por la silla.

–Así ella no se sentira tan mal. Yo tampoco podré caminar. Iremos al cine juntos, comeremos pop corn. Al llegar, nos sentaremos en el lugar para discapacitados. Todo sera muy tierno y tan real, que ella creerá estar en el país de la maravillas... Pasearemos juntos por el parque. Haremos carreras de vez en cuando. Claro, que yo, todo un caballero, la dejaré ganar para que siempre esté feliz y me quiera mucho y me de uno de esos dulces besos que ya empiezo a saborear.

Parqueamos el auto en el estacionamiento del supermercado, y ahí nos quedamos a esperar que ella aparezca. Vicente veía los autos que llegaban y se parqueaban. Me dijo que lo conocía perfectamente. Los minutos fueron pasando lentamente. Ningún auto con la descripción que Vicente me había hecho llegaba por aquí. Lo vi por momentos un poco nervioso. Sudaba. Cogía su pañuelo. Se secaba.
Todavía era un poco temprano, aunque en el estacionamiento había por lo menos una treintena de autos de todas marcas y colores. Menos el de ella.

–Si no viene –pregunté.
–Tiene que venir. Lo presiento. Ella no puede hacerme esto.

Lo vi venirse abajo por un instante a mi pobre amigo. No sabía cómo consolarlo. A decir verdades, nunca he sido bueno para consolar a la gente. Tengo sentimientos, creo, pero no se cómo levantar a los muertos. Total, C’est la vie, como dijo la flaca Ivon, a mi nadie me levanto.

–¡Corre!

Vicente se me acercó casi gritando. Me tomó del brazo y me tiraba para que lo siguiera. “Apúrate“. Desde donde nos encontrabamos pude verla avanzar en su silla. Traía un pantalón café con leche y una blusa crema. En su mirada pueril se podía atisbar el encanto de una chica que no pasa los veinte años. Con sus encantadores bucles dorados, unas zapatillas blancas que seguramente conservan la planta intacta y unos labios preciosos. No tenía punto de comparación con la flaca Ivon. Aunque la que se fue sí podía correr. Y muy bien que lo hizo.
Me quedé contemplándola un rato más. Ya me estaban entrando ganas a mí también. Pobre chica, a su edad y paralítica –pensaba un poco–. Y cuando desperte, vi a Vicente desde la puerta principal agitarme la mano; con un rostro adusto, decia algo que yo no podía escuchar.
Yo llegué deprisa, y fue cuando pudimos entrar. Lo hicimos juntos. Y de inmediato él comenzo a buscarla entre la ropa, pasando por las verduras y frutas, para finalmente encontrarla cerca de los televisores. Se emocionó tanto que brinco despavorido, pero, al caer, piso mi pie tan fuerte que di un quejido un poco sonoro. Y ahí me salió con otra de sus tonterías: el amor calma cualquier dolor.

–Con tal que no me dejes inválido a mi también.

No le agradó mucho mi broma y me increpó por eso. Yo también pude darme cuenta de la brutalidad que había dicho. Pero, bueno, lo hecho hecho está. Aunque por un leve momento recordé la marciana cabeza rota del Gordo, y eso sí que me pasmó. Olía la sangre todavía fresca que hacía surcos entre los cabellos de Percy, veía la venda inmensa como su cabeza, y recordaba los ocho puntos de sutura. Mi cuerpo se estremeció con la sensación y con el olor amargo de hospital público. De morge que se encuentra en el sótano, y por donde yo pasaba casi todos los dias para visitar a mi tia que trabajaba ahí.
Pero el pequeño dolor de pie se perdió así como Vicente, al que ya no podía verlo. Se me escapó en un abrir y cerrar de ojos, aunque, probablemente, también se haya molestado por el abyecto comentario. Y era lo más seguro, por eso fue que decidí buscarlo.
Por unos minutos caminé entre los estantes. También me detenía de vez en cuando para ver las ofertas de camisetas. Hasta que por fin pude verlo escondido tras un armario de metal para oficinas. La estaba espiando tras el armario. Sigilosamente me acerqué y le tomé por el brazo. Esto hizo que el tipo se asustara subitamente y de un brinco. Se golpeó la cabeza contra el armario y se quejó.

–No juegues así, loco. Esto no es broma, es amor.

Era su amor recién encontrado y su fututo inmediato y tantas cosas más que no me pertenecian. Y esto también se hacía sentir un ser solitario y sin un perro que me ladre. Sin un corazón que pueda ver la luz de algún sentimiento escondido, agitado por los temblores que uno siente al recibir el placer de una noche, que suben desde la punta de los pies, deslizándose suavemente por la columna vertebral hasta instalarse perpetuamente en la mente y alma. Pero lo que no podía comprender era por qué no se acercaba a ella.

–A la salida. Aquí no es el lugar ni el momento propicio para iniciar nuestra relación. Todo esto es muy...no sé qué...ya tendré tiempo...

Cruzamos la zona deportiva entre pelotas y camisetas de fútbol. Nos ocultamos entre raquetas de tenis y nos agachamos en las carpas de camping.

–Mírala –me tocó el hombro–. ¿No es una belleza?

Ya la describí un poco, así que esta de más abundar en detalles. Aunque la chica estaba muy bien, no era nada del otro mundo.

–El amor no es la belleza física –me decía–. Todo esta en el alma. Lo físico se disuelve rápidamente después de la primera noche. Y de ahi sólo queda la belleza interior. La que no se puede tocar sólo sentir.

Ella era todo lo contrario a un prototipo muy femenino y materialista. Era el angelito que perdió sus alas y por eso se cayó del cielo. Y para eso estaba Vicente, para hacerla sentir que las alas ya no son tan importantes, porque ahora podría volar con él. Sólo con la imaginación y los sentimientos encontrados. Los que confluyeron y se entrelazaron y se prometieron amor eterno o, por lo menos, hasta que la muerte los separe.
Pero ya nada era importante ahora más que ella, que estaba a sólo unos metros, a la espera de su Romeo recién nuevecito y envuelto en papel de regalo y con ganas de una Julieta.
Otra vez pude verme solo. Vicente desapareció como un fantasma entre la gente. Pero regresaría al instante y, tomándome del brazo, me arrastró hacia una de las cajas.

–¿Qué pasa ahora?

Me mostró un hermoso vestido con unos bordados preciosos, esos que salen en los desfiles de moda, que más que para un mortal parecen pertenecer a un princesa salida de los cuentos de hadas.

–Lo voy a comprar –me dijo.

Ella lo había estado viendo. Lo acariciaba con mucha ilusión, pero el alto costo la hizo desistir de su compra.

–No es precioso –sonreía Vicente–. Ya verás que me dara un beso. Se lo dare en el estacionamiento.

El vestido costo carísimo, pero, claro, el amor no tiene precio. Con él saldrían en su primera cita. Se la vería divina pese a la silla.
Cogió la bolsa y la buscó de inmediato. Ella traía un par de paquetes sobre las piernas inmóviles, y su amiga o hermana empujaba la silla mientras conversaba amenamente con ella. Salieron del local hacia el estacionamiento. Vicente aceleró el paso y yo también salí detrás de él.
Ya en el estacionamiento me dio las llaves de su auto. Me dijo que el iría en el auto de ella. Que mañana se lo lleve a casa.

–Mírame –me cogió por el mentón–. A partir de hoy comienza una nueva vida para mi.
–Me alegro, me alegro.

Yo estaba muy feliz por mi amigo. Se lo merecía. Era un buen tipo. Además, a la chica no se le veía mala. Formaban una bonita pareja.
Vicente tomo el paquete inmenso que contenía el vestido. Se acomodó la corbata y avanzó lentamente, como si no quisiera asustarla. El mismo se dio una palmadita en la espalda y me hizo una señal para que me marchase.
Pero yo no me marché, y fue a medio camino, ya muy cerca del auto de ella, que Vicente no podía creer lo que sus ojos le mostraban. La chica se había levantado, cogió la silla de ruedas y la plegó y la dejó caer en la maletera del auto. Volteó a mirar a su amiga o hermana, y con una pícara sonrisa le dijo:

–La próxima semana te toca a ti, pero no en silla de ruedas, sino con las muletas y la bota de yeso.

El auto avanzó y desapareció entre los demás autos estacionados que fueron espectadores privilegiados de esta parodia de tragedia griega. Vicente se quedó parado varios minutos, y, al cabo de ese lapso, arrojó el paquete con el vestido, vino hacia mi, me quito las llaves, abrió la maletera y también tiró la silla de ruedas con motor de Fórmula Uno.
En el camino de regreso a casa no quiso hablar conmigo. Manejó despacio y puso un cassette de Los Doltons. Subió el volumen al máximo pero, aún con el infernal sonido, pude escuchar algo que dijo casi sollozando:

–Todas las mujeres son iguales, caminen o no.




Bremen, Junio del 2000

Texto agregado el 13-02-2003, y leído por 932 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
02-03-2003 guau.....mmmmm.....plop....ahora, lo tecnico, se ve ke en descripciones no te kedas atras, seguro william somerset maugham estaria maravillado contigo... dulcilith
15-02-2003 Lo imprimo para leerlo querido amigo. Saludos y nos hablamos . salvatiere
13-02-2003 Muy bueno tu relato, hay una poesía maravillosa y una dureza escalofriante a la vez. Me gustó mucho la historia. Saludos. mcavalieri
 
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