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Para Fernando

Aquel día amaneció risueño, placentero y muy iluminado, y más lo fue para el pequeño biografiado, porque saliendo de lo habitual y acostumbrado, cambiando la triza de camisa por un cotón blanco bien planchado, lavada la cara y un tanto desmodorrado, quedó listo el niño para salir acompañando a su mamá con rumbo al poblado, pues era día de mercado.
Iba el menudo crío muy campante, y risueño platicaba de una y mil cosas, saltando como un potro, preguntaba redundante qué era esto y lo otro, mientras los tibios rayos del sol reflectaban brillantes en las piedras y en las lozas. De este modo, conversando y a veces canturreando un desconocido chiflete, el cansancio del camino se hizo moderado, y pronto traspasaron el terreno agreste para ponerse en el centro del poblado.
Ya desde la entrada a la población la cual te iré describiendo, que parecía al infante un enorme asentamiento, el párvulo se prendió fuerte a la mano de su madre con tiento, para no caerse ante el asombro y emoción de cuanto iba descubriendo.

Desde el lugar proveniente de su morada, existían dos líneas principales de acceso a la ciudad encantada: se podía seguir llana la carretera chapeada, para cruzar la vía férrea enterrada, pero había que dar una vuelta absurda, y más pasos luego de la curva; la otra, dejaba la travesía del camión para cruzar el bosque que se formó a un lado de la estación; esta senda en realidad era un atajo, que daba recto a una calle del centro abajo.
En efecto, se entraba habitualmente por la Juárez, la calle del liberal; y al llegar a la prolongación de Obregón, aquel General que perdió su brazo cerca de aquí por un cañonazo, se podía seguir de paso, o llegar a la estación de autobuses, para enfilar como un rayo hacia la de 5 de Mayo.
Sí, para que no te desorientes, en esos tiempos las terminales de autobuses no existían, y aquí todas las líneas recogían pasaje frente al Cine Montes; aunque este teatro que ahora vez próximo a su fin, fue el que siguió al Cine Rex que estaba frente al jardín.

Este punto, por cierto, era entonces como un gran mercado, lleno de voces tingladas, porque la competencia de vendedores y carreras desaforadas hacían ver en él un eterno conglomerado. Volaban sobre las manos las charolas de gelatinas temblorosas de dos colores y flanes ambarinos con dejos bermejos; gritaban las nieves de limón y otros sabores, se vendían tortas de carnitas calientes o tacos que hacían crujir los dientes; se elevaban los productos hasta el ventanal de los autobuses foráneos, de donde salían manos de hombres, mujeres y niños curiosas: tomaban el producto espontáneo y luego dejaban caer monedas o billetes sucedáneos. Muchos con ringlera de limas envaradas saltaban de un lado a otro con sus perchas alargadas, toreando los carros y autobuses mientras gritaban a todo pulmón que llevaran el producto peculiar de aquella región.

Te diré que las nieves frescas del Silao completo de mi relato, así como las limas sabrosas y las figuras de changuitos que hacían con palillos de fino trazo, se llevaban la palma y todos buscaban saborear y llevarse con placer y encanto cuando hacían por aquí a su paso. Pero como has de saber, todavía las nieves y las limas de la región, no encuentran semejanza, según el cabal entender de gente de buena crianza y gusto de consideración.

Bueno, salvando esta plaza comercial y desde el cine, del que ya nadie goza, comienza la de Zaragoza y entra a la del 5 de Mayo, esta que rememoro, pues era una de las principales a la que el pueblo engalana; por ahí pasaban todos los automotores como meteoro, por ser la del tráfico obligado o la vía Panamericana.
Por eso la gente quieta, debía tomar la banqueta, o sacar debía la vuelta, si iba con sus animales antes de alcanzar los portales. Luego de trasponer el kiosco de nota prosapia y universal conjuro y prez, se iba a parar al no menos triunfal monumento parroquial, radiante y exclusivo en esbeltez; éste es el célico baluarte de nuestra fe ancestral, y ya te dicho antes y ahora te repito que es más majo y peripuesto que la mejor catedral o el templo más bonito.
Luego de la visita inexcusable que hacíamos nosotros, y a la que fuimos acostumbrados desde niños para respirar la fe loable, de los pobres y fieles devotos, salía la gente con aire apremiado invariablemente por el rumbo del mercado.

En los bellos andadores que ahora ves, llamados también corredores o rúas peatonales, había establecidas casas comerciales, puestos de ropa y otras primordiales de amplia garantía y validez. Ya en ese tiempo se cerraron al tránsito de caballerías y caravanas fantasmales, automotores y carros tirados por vástagos de boyales.

De entrada a la callejuela, a un lado de la cantina, saliendo de la parroquia y casi en la mera esquina, se hallaba un ventorrillo de pozole, cerca de una señora chimuela que vendía tamales y atole. Este sitio con el tiempo, y sin más consideraciones, se transformó de la noche a la mañana en un puesto de camarones.
Y claro que esto trajo gran alteración a toda la población; pues no es igual el coste de un tostón, que causaba el maíz hinchado, a tres y cuatro pesos que valía el coctail de los primos del pescado. Pero lo curioso fue que desde esos días, aquellos que éramos pobres en economías, comenzamos a comer carne de ricos; pues pasando mil escollos y vendiendo hasta los pollos, íbamos de vez cuando a saborear los mariscos.

Cerca de la Tercera Orden, templo de originalidad franciscana, había dos puestos de revistas que atendían unos panzones, atiborrado de asiduos lectores desde la mañana; sí, antes se alquilaban las publicaciones, no había dinero para adquirir obras enteras, y cierto que se ahorraba de veras, pues con sólo diez centavitos leías tus cuentos favoritos.

Traspasando las revistas y uno o dos baratillos, empezaba una fila enhiesta de bancas sobre tarimas, encanto de los chiquillos. Eran los puestos de nieves especiales de las fiestas, y aquí no se oía pregonar tal producto en medio de luchas, sino que lucían pulcros en sus vitrinas blancas y muy redondas los merengues llamados puchas. Este aderezo era propio de los casorios civiles llamado también la ‘presentación’; por eso, especialmente los días sábado por la tarde se encendían los candiles y había derroches y alarde de ostentación.

Detrás de estos tenderetes había muchos otros adyacentes, hasta la esquina, con ropas, ollas de peltre pringadas, jaulas de pájaros amarradas, metates y varios arreos de cocina. Nunca han faltado los merolicos ni los rufianes que hasta con los pobres se quieren hacer ricos y muerden como los canes. Apostados en sus mesas de paños finos andaban los embusteros y ladinos de la “bolita”; y a muchos causaban daños con paleros de su artificio tramoyista.

Al llegar al ángulo quebrado, donde terminaba la callejuela de puestos y luego se seguía el mercado, había un resguardo con una orla de portales; dentro estaba la tienda de jarcias y cordeles, donde se vendían muchas cosas que colgaban como tendedero, era la tienda de don José el sombrerero. Ahí se encontraba también de todo lo que en el campo servía: sombreros, reatas, hoces de filo y horquilla; rejas, sillas de montar y cosas de cuero, tinas y cubetas y para los animales todos los aperos.

El mercado que ahora vez y que es muy admirado, no estaba entonces así, pues ha sido remodelado. Antes, según recuerda el rapaz y los cuentos del abuelo, se encontraba todo al ras y a la altura del suelo. Cierto que tenía sus entradas con rejas, pues el estilo es de estampas viejas; decía el abuelo que era facsímile de ágoras griegas, donde se reunía la gente para aprender la cultura; pero de todas aquellas refriegas triunfó el comercio y la agricultura.

Sí, esto se anunciaba desde la entrada y todos sus alrededores, pues a lo largo de su perímetro se exhibían puestos de frutas y legumbres de las mejores. Había tongadas de chiles de variedades extensas: serrano, jalapeño, pasilla, anajay, güero, seco, manzano, gordo, arbolillo, piquín y otros que se sirven en las mesas de postín; se hacinaban en varios lugares montones de jitomates redondos y de botella, todos rojos y traídos de no muy lejos; había tomates verdes de hoja que también se crían en el cerro mostrencos; las calabacitas tiernas y manojos de sus flores bellas y esponjadas; los chayotes espinosos y las papas rasuradas.
Entre las verduras se observaba una inmensa variedad y cantidad de ellas, como los tiernos elotes asomando sus cabellos y los encubiertos ejotes; verdes y robustos como gusanos se combaban los pepinos con puntas amarillas; los chícharos descontentos porque nunca se les dejaba madurar y nadie sabía qué resultaría de su producto; hacinados estaban los rábanos y las acelgas en contraste de colores; se exhibían coles y coliflores de tamaños formidables; las zanahorias tiernas y otras con sus barbas; las lechugas frescas y encumbradas; los espárragos que se cultivaban en el lugar, ya caros en aquel entonces de admirar; negruzcos y con sus hojas afligidas se veían los betabeles; quelites comestibles y no porqueros, y las perennemente frescas y lozanas verdolagas, más sabrosas que los romeros.

Se podía apreciar un sinnúmero de frutas de la temporada, en modo especial aquellos de la región: la sandía y el perón, las jícamas y las fresas, las granadas y los mísperos, el zapote y las cerezas, el durazno, las chirimoyas y las ciruelas, la toronja y el melón, los chabacanos y las guayabas. Había asimismo porradas de aquellos propios del cerro y espesuras agrestes: las pingüicas y los garambullos, las pitayas y las moras, los tejocotes, los piñones y zarzamoras, así como una variedad de tunillas chumberas.

No te cuento de los frutos naturales presentes en todo el territorio mexicano, pues doquier se halla el plátano y la papaya, la naranja, la mandarina, las manzanas, los mangos, las piñas, las peras, las tunas, las uvas y los membrillos; en menor proporción se expendían en los alrededores del mercado algunos subrepticios del lugar, pero no desconocidos de nosotros, como, el mamey, el chicozapote, la guanábana, el kiwi, el caqui y el coco, entre otros.

Ya entrando en aquel recinto, por cierto imponente y majestuoso, había que fajarse el cinto, aunque fuera doloroso; porque en aquel zoco había gritos a lo loco. Te tomaban de la mano queriendo sentarte a fuerzas frente a unas cazuelas, que humeaban en estufas sin leña y encendidas como teas; en ellas se afinaban comidas raras y diversas que hervían y burbujeaban globos grandes y chicos como gallinas ponederas.

Otros con pavorosos machetes, si bien cortos y muy anchos y de pequeñas cachitas, distintos de los del rancho, rebanaban orejas y cachetes de marranos en carnitas. Con tremendos farolazos boca abajo de una cajita, seguían hirviendo en vitrinas pedazos de carne frita; se veían a unos señores que desde unas arquillas en hervor, colocados de rodillas sacaban carne de chivo que llamaban birria y barbacoa de raro olor.

Se escuchaba también en las salidas del mercado la rivalidad atornillada entre varias señoras de cuidado, que con sus canastas de tortillas trasudadas, pregonaban ser las mejores para los tacos de nopales y frijoles, las cuales contaban con mucho ahínco y se hacían aire con ellas como si fueran abanico.

Instalados en la entrada viniendo del lado norte como quien va pa’ Sopeña, estaban los chocomiles, con jugos de frutas y muchos vasos grandotes que mal lavaba su dueña. Esta bebida rara era muy apetecida por chiquillos y gente grande con su sombrero de pluma; los niños se divertían mucho al quedarles pintados los bigotes con su espuma.
Dentro había puestos de chiles secos en torres cilíndricas, apiñadero de cebollas y ajos; cajones de pimientas exóticas y hasta hojas para tamal en fajos. Doquier aparecían costales y cajones exhibiendo variedad de frijoles: flor de mayo, flor de junio, criollo, bayo, ojo de liebre, tigrillo, negro, blanco, alubias y otros que no sé su nombre; había embalajes de maíz, habas y lentejas, y hasta de otras raíces secas.
Se podían tocar las pilas de camotes morados y blancuzcos, enormes calabazas de Castilla y criollas que hacían pesada y casi imposible la circulación del hervidero inquieto que iba y venía trashumante por aquel abastecimiento; a veces había que saltar por en medio de tantos géneros y otras cosas, que se exponían y había qué ver en aquellas condiciones como de eterna feria, y esto lo hacían hasta personas serias.

Y fue precisamente en medio de aquel trajín sin cuento, cuando más disfrutaba el ojo de la riqueza y variedad de cosas que se expendían y se vendían a través de trapicheo y producía la naturaleza, la mano distraída del chiquillo embobado en un momento asaz pequeño, sin percibir ni darse cuenta del momento puntual, en un menguado santiamén cambió de su mamá el delantal.
Y, cuando sereno y cogido de una punta de la falda de la que creía su mamá, el rapaz inquieto pensó hacer una maldad. En efecto, como veía que existían apilamiento de semillas a raudal, y que a nadie podía causarle injusticia o un mal: cuando nadie lo observaba, estiró la mano en un momento de relajación en su moral, y ágil tomó la cabeza grande de un ajo y se la echó en su morral.

Mientras tanto, como la quidam suplente de la madre parecía no tener ninguna prisa y seguía hable y hable en su jolgorio, el niño confundido y tal vez por miedo a que lo descubriera el dueño del pequeño emporio, dio un tirón a la punta de la falda y le gritó: “ya vámonos mamá”.

Mayúscula sorpresa se llevó cuando la señora que se sintió interpelada volvió su extraña mirada y le respondió: “Yo no soy tu mamá, yo no tengo hijos”. Al darse cuenta que la autora de sus días no era aquella que tenía apresada de la falda desde hacía un buen rato, el chiquillo se sintió el más desdichado ser de este mundo ingrato. Y con un tono plañidero muy intenso, profundo y de mayúscula intensidad, gritó con todas sus fuerzas: ¿Dónde, dónde está mi mamáaaa?

Y corrió hacia delante entre la pasmada multitud de gente indiferente, en carrera alocada y atropellando a todo el que su pusiera enfrente, mientras lloraba sin consuelo desgañitándose sin tregua clamando cada vez con mayor sonoridad: ¡mamá, mamá; dónde está mi mamá!

Pero no podían pasar insensibles los gemidos lastimeros de esos males a la inmensa concurrencia en afanes comerciale; de pronto, una persona bondadosa con decencia, lo tomó con cariño de la mano y empezó a preguntarle sus generales. En ese momento el chiquillo no sabía ni su nombre, y aunque era muy avispado, perdido en aquel mercado no hay quien de esto se asombre. Cuando entre sollozos apenas musitaba los nombres requeridos, escuchó una voz entre el gentío que sugirió: “llamen a un policía para que se lo lleve”.

Este dicho, dicho sin juicio ni razonamiento, no sólo estremeció al crío profundamente, sino que lo puso en un grave predicamento; pues pensó sin freno en su consideración, que todos se habían dado cuenta de que había tomado un ajo del montón de enfrente. Esto lo hizo clamar con más fuerza y aspaviento, inquiriendo la presencia de su madre al momento, para que lo defendiera y pagara el monto del puerro y librarse del encarcelamiento.

Vivió instantes de angustia indescriptible y harto susto, cuando observó que sobresaliendo de la masa del gentío, brillaron los sellos de gorras oficiales de dos policías vestidos de azul, los cuales presurosos se encaminaban entre la multitud para hacerse cargo del asunto. Vio con horror cómo les colgaban de los cintos las pistolas a los cachazudos iracundos, y creyó que hasta ahí había llegado su corta vida en terrenos de estos mundos, pues sin duda que iban a ajusticiar al delatado por el ajo del puesto usurpado.
En este apurado momento, que no se puede narrar completo en el cuento, por la naturaleza subjetiva y personal del argumento, el chiquillo sin aliento se creía morir del susto y no precisamente contento, pues no había dictado aún su testamento.

Ya casi sentía el balazo en las sienes, cuando de pronto, salió el sol de repente, como un milagro implorado y que nadie detiene; pues antes de que los policías atravesaran el ruedo frente a los mirones que contemplaban a la criatura llorosa, apareció la madre que también lo buscaba angustiada y afanosa.
Ella le dio un cariñoso abrazo como acogiéndolo en su regazo, y enseguida un beso y muchas caricias que le supieron a gloria y la mejor de las delicias. Y como por obra del cielo que miró su desolada tribulación,los policías detuvieron su vuelo y también la ejecución, pues vieron que el niño perdido había encontrado a su madre y cesó el llanto y la aflicción; entonces siguieron su ronda corriente, sin importarles el desfalco de la pila del montón ni hacerle cargos de tamaña usurpación.

Ya salvado y bien seguro de la mano de la autora de sus días, el niño lloró de emoción, y hasta fue gratificado con dulces, frutas y otras muchas chucherías que la gente espontánea le ofrecía llena de compasión. Pero, ¿qué habrás de creer?, que el niño nada aceptaba, pues tan sólo le llenaba y mucho más feliz lo hacía ir al lado de su madre adorada, a la que ya nunca confundiría, ni soltaría de la mano por nada.

Y quedó por mucho tiempo fija en su mente esta tremenda experiencia que lo hizo volver a nacer; adherida quedó en su conciencia, en modo que hizo el retorno a su rancho sin ganas de aquel amado pueblo volver.
Pero todavía hay algo más, antes de poner el punto final, de aquel suceso en el mercado, pues resulta que el ajo tomado del costal, cuando creyó al dueño descuidado, al llegar a su casa el todavía confundido niño perdido, al llevarlo a la cocina resultó que estaba vano y podrido.

Y no volvió más el niño del que hablamos, por temor o parquedad, hasta una vez que con su padre y sus hermanos, bien seguro, nuevamente comenzó a adentrarse por las corrientes humanas de aquella encantadora ciudad.

—¿Que cómo se llamaba el niño acongojado
del que tanto te he hablado?
—Pero, ¿es que todavía no adivinas,
quién fue el reseñado que una vez se perdió?
—Y si me respondes —NO.
—Esto es fácil y sin espinas: El que todo esto escribió.


Texto agregado el 23-12-2003, y leído por 991 visitantes. (0 votos)


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