Era la fecha de aquel aniversario. La sola idea de recordar ese pasado le hacía sentir escalofríos. Entonces decidió ir a la cena navideña, pensando que la alegría reinante lo contagiaría. Idea que se hizo realidad con sólo acceder donde lo esperaban sus amigos, entre vinos, charlas y sonrisas. A la hora del brindis, el encargado de cocina se presentó para decir unas palabras. Fue cuando reconoció esa voz entre los aplausos y festejos, mientras volvía a ver la mano vellosa y lúgubre con aquel tatuaje inconfundible ligado al agua y al metal, y a oír ese único villancico que cotidianamente escuchaba bajo el designio de su torturador...

Ana Cecilia. ©