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Inicio / Cuenteros Locales / Loquasto / Contándole las piedras al patio.

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Marcelino era el chico raro de la clase que se pasaba el recreo contándole las piedras al patio. En el descanso, atrincherado en una esquina, se terminaba su desayuno de pan y chocolate para después buscar chinitas y trozos de cristal roto, esquivando balonazos, detrás de la portería del campo de fútbol. Al mirar hacia abajo se le resbalaban las gafas por la nariz y repetía mecánicamente el gesto de recolocarlas en su sitio con el dedo corazón levantando la montura y después ajustándose la cuerdecita de seguridad que le había puesto su madre por detrás de las orejas.

Aquella mañana el bocadillo del descanso le duro bien poco no porque se lo hubiera terminado sino porque al tercer coscorrón contra la pared se vio obligado a dárselo a Darío, más conocido como “Conan” González, el abusón oficial del curso. Con la destreza que da la costumbre Marcelino terminó de acomodarse la camisa otra vez por dentro de los calzoncillos y decidió que ya era momento de dar su paseo matutino de recolección de pequeños objetos del suelo. En el camino se cruzó con Jennifer y con Jessica, dos chicas de un curso superior al suyo que ya llevaban sujetador y que vestían las faldas del uniforme vertiginosamente cortas, recogidas por supuesto, con varias vueltas en la cintura.
-Ay calla tía, calla que por ahí viene el raro con gafas.
Marcelino era raro y con gafas, pero no era sordo y tenía de tonto lo justo. Sospechaba que Jennifer y Jessica se llamaban realmente Juanita y Paca, o Juana y Paquita. Nombres que desde luego habrían de mantener ocultos si en la vida querían llegar a ser algo importante, si querían salir en la tele y ser famosas.
-Mira Jennifer tía, te digo que la vida se me ha hecho bola.
A Jessica la vida se le hacía bola al menos cinco veces por semana. Se le atragantaba la adolescencia si en su casa no le dejaban maquillarse para ir a clase, si no encontraba los pendientes de aro de plástico rosa que estaban tan de moda o si le salía un granito púrpura en la nariz.
-Ay tía Jessica, si es que te entiendo, yo igual tía. Estoy fatal. A mi se me ha hecho bola lo de la vida y también lo de Jaime. ¿Tía te puedes creer que en clase de lengua no me ha mandado ninguna notita? Es que ni me ha mirado tía.

Ser gafotas no es fácil –pensaba Marcelino-, pero se lleva. Lo de los balonazos y los coscorrones tampoco es chupar un sugus pero con mercromina y cerrando los ojos se terminaba pasando. Lo que de verdad no aguantaba era tener que guardarse un secreto tan grande como el suyo por no encontrar a nadie a quien contárselo. Su secreto de las piedras y de todas las cosas pequeñas que le cabían en la palma de la mano.

Contacto, lo que se dice contacto con la gente de su Colegio tenía poco. O nada si no queremos contar las veces que se dirigían a él sus compañeros de clase justo antes de colgarle del perchero. Con Conan González a veces hablaba pero para explicarle entre disculpas, que su madre no siempre, que lo siento, podía ponerle, que te lo juro, tres onzas de chocolate en el bocadillo de la merienda. Jennifer y Jessica, las de la vida bola como la que se hace al masticar los filetes fríos y con nervios del comedor del colegio estaban demasiado ocupadas para hacerle caso a un chico como él.

Y es que ser raro tampoco es fácil. Y si no que se lo digan a Teodora, la chica rara de las coletas, la que habitaba siempre en los recreos la esquina opuesta del patio a la de Marcelino a la hora del desayuno. Nunca se habían cruzado ni una palabra. La inercia de ser invisibles para todos hacía que lo fueran el uno para el otro.

Debajo del tacón de Jessica Marcelino vio una piedra estupenda. Esférica, brillante, roma y del tamaño justo para caberle en la palma de la mano. Perfecta para lo que él la quería pero claro, el trozo de suelo de debajo del tacón de una chica con sujetador y escote aunque lo tengas a dos pasos esta mucho más alto y más lejos que el más alto y más lejano de todos los tarros de galletas que se guardan siempre en la parte más inaccesible de la despensa.

Mientras devolvía a su posición apropiada las gafas, se repasaba el conjunto calzoncillos-camisa y se deshacía la raya del pelo en un gracioso despeinado mañanero, le daba vueltas al modo de conseguir la piedrita que aplastaba, ay tía, la tetona Jessica.

-Oye tú, raro. ¿Qué estás mirando? –Maldita sea, pensó, Jennifer le había pillado.
-Eh… yo nada. Bueno sí. Bueno no…-Marcelino tartamudeaba como el intermitente de un coche cuando se ponía nervioso, y ahora lo estaba, y mucho- Bueno sí, eh…mira Paquita, digo uy!
-¿Qué me has llamado enano?
Jessica había aprendido a enfadarse viendo telenovelas así que estaba perfectamente preparada para hacer de esto todo un drama. Por si fuera poco, Darío “Conan” González celebraba un gol, con los brazos en cruz, como Dios manda, justo al lado de donde empezaba la tormenta.

-De verdad que no estoy mirando nada. O sí, o no… –dijo Marcelino mientras por dentro escuchaba un eco de tierra trágame.
-Ahora tío raro, le vas a decir a esta chica tan guapa donde tenías puestos los ojos, guarro. –La tremenda barriga de Conan hacía de caja de resonancia y transformaba su voz en un rugido.
-De verdad, si no miraba nada. Yo sólo quiero la piedra que tiene Paquita debajo del tacón. –del susto que llevaba encima, Marcelino ni siquiera reparó en su error, llamarla, por segunda vez, Paquita.
-¿Y se puede saber para que la quieres? No entiendo por qué tienes que molestar a mi amiga Jessica –resaltó bien el nombre- sólo para esa tontería.
-Es que es un secreto. –Murmuró, perdido, Marcelino.
-¿Un secreto? Mira gafotas, o le dices a la Señorita para que quieres la piedra o vamos a la cafetería a por un trozo de pan y te la comes como si fuera tu bocata de chocolate. –dijo Conan, hoy más que nunca, el Bárbaro.
Nunca le había contado a nadie su secreto, y seguramente fuera mejor así. Pero esto era cuestión de vida o muerte.
-Vale, os lo cuento, pero necesito que me deis antes la piedra.

De una patadita de punta de zapato reluciente Jessica se la mandó rodando por el suelo.

Con la palma de la mano extendida y con el trozo de patio que tantos problemas le estaba causando en ella, Marcelino quitándose importancia, explicó que su secreto no era nada demasiado interesante.
-Mi secreto –dijo- es que soy capaz de hacer desaparecer cualquier cosa que me quepa en un puño: monedas, anillos, gomas de borrar, trocitos de cristal, chapas y piedras como esta.
Mientras lo contaba, abanicó los dedos por encima de la piedra en su mano desnuda y los cerró sobre la palma. Apretó fuerte los ojos, y sonrió orgulloso abriéndola de nuevo, ahora, completamente vacía.
-¡Hazlo otra vez enano! –gritó Conan-. ¿Dónde has metido la piedra?
-No lo sé. Yo sólo se hacerlas desaparecer, no sé de verdad que pasa con ellas.
El abusón, en otro ataque de barbarie le arrancó de un tirón una horquilla del pelo a Jessica.
-Venga enano, ahora prueba con esto.
Marcelino, convencido de que haciéndolo otra vez le dejarían en paz, repitió sin esfuerzo los gestos de antes. Y la horquilla desapareció.
-Ay tía que me ha perdido la horquilla. ¿Ves? Mi horquilla de la suerte. La rosa. La de la suerte. Jenny la vida se me vuelve a hacer bola tía.
Con un gesto entre el desconcierto, la incomprensión y la indiferencia los tres adolescentes se dieron la vuelta y se llevaron sus hormonas a otro sitio, a otro banco del patio, a seguir masticando el filete frío y con nervios de sus problemas dejando sólo al raro con gafas, aún con la palma de la mano extendida y con cara de susto.

Marcelino no tenía ni la más remota idea de cómo lo hacía. Él simplemente ponía un objeto en la palma de la mano, la cerraba, apretaba fuerte los ojos, volvía a abrirla y lo que fuera había desaparecido. ¿Acaso ese no era un buen secreto?

El timbre sonó y se sintió más solo y más despeinado que nunca.

Y es que ser raro no es fácil. Y si no, que se lo digan a Teodora, la chica rara de las coletas, la que habitaba siempre en los recreos la esquina opuesta del patio a la de Marcelino a la hora del desayuno y que en ese momento estaba justo detrás de él.
-Hola. ¿Quieres saber adonde van las cosas que haces desaparecer? –preguntó Teodora con una sonrisa llena de pecas.
-Sí, digo no, digo sí…Claro. -contestó Marcelino otra vez intermitente.
-Te lo digo sólo si me juras que sabes guardar un secreto.

Al asentir, al chico raro de las piedras se le volvieron a escurrir las gafas.

Teodora extendió abierta delante de él la palma de su mano, completamente vacía y desnuda, aleteó los dedos sobre ella, los cerró sobre su puño, apretó fuerte los ojos, y al abrirla de nuevo una piedra brillante y redonda y una horquilla rosa le resbalaron entre los dedos.


Madrid, 22 de febrero de 2005,

Texto agregado el 03-06-2006, y leído por 227 visitantes. (0 votos)


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