Es que a veces me quedo allá, en la noche, esas de leche o de nueces. Construcciones grises y árboles de otoño donde las hojas tocan mis pestañas y los suspiros las rodean.

Subte de bandoneón, melodías rodeando recuerdos, tomo café para no dormir porque debo gritar. El veneno destila un sabor agridulce aunque los labios sean caramelos.

“Libros y calles y música” diría alguien y así mis pasos recorren la lejanía de mis piernas sin saber si las heridas crecen o disminuyen con la cercanía del invierno y con los rostros jadeantes de la soledad.

No diré mentiras, el tiempo pasa en las calles y extraño mi aroma y las lágrimas sencillas. Louis Amstrong se diluye con el humo del cigarrillo –que ya no es Kool Azul- y en mi rostros desvaneciéndome ante la imagen del cuarto.

Porque existes, pero existes y existo mejor acá, en algún sitio que algún día recorrió mis pasos y los tuyos, incluso tu respiración. Inmóvil al borde de una ciudad o de otra porque en Buenos Aires se llora de otra forma, se llora con las hojas de otoño, con las calles de sombrillas, con los gabanes de pantorrilas, con tus pies o con cubitos de hielo maullando a la luna… en Buenos Aires se llora pero sin lagrimas.