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Llevaban más o menos diez horas de viaje. Un día entero para los cuatro, o medio día. Todo se podía negociar. Un día podía durar una hora, o un año. Ya no podían dormir.

Habían llegado con lentitud, aturdidos por la vibración neumática del vehículo, a un punto en el cual la temperatura descendía hasta helar sus dedos y la punta de sus narices, superando una tras otra cortas ensoñaciones cargadas de horror; lapsos de angustia. En los vidrios del vehículo su calor, queriendo escapar, se estrellaba formando una nube plana que empañaba por completo la visión hacia fuera. Diez o doce horas viajando. Tenían que detenerse ya.

—Creo que alguna vez pasé por este sitio siendo niña... cuando viajaba con mi padre—Dijo la mujer joven de cabellos grasosos, animada de repente por la inminente parada. Había hecho sobre la ventanilla un círculo para poder mirar el paisaje— Casi no hablábamos, yo oía la música en la radio y era muy feliz…quería que los viajes nunca acabaran—
—Tal vez esté equivocada y sea la primera vez que pasa por este sitio, niña—dijo el hombre mayor que viajaba en el puesto de adelante, un hombre inmenso y sólido, como un gran trozo de cebo endurecido. A su lado, el conductor, un hombre más joven, delgado y pálido; sus ojos parecían dos yemas de huevo. No era tan grande como el viejo.

La mujer de cabellos grasosos no dijo nada. Otra mujer, que viajaba a su lado en el asiento trasero, una rubia envejecida a la fuerza, bostezó sin placer, exhausta.
Detenida la marcha, parecía claro, para los cuatro, que las novedades se habían agotado. Sin sobresaltos, sin sorpresas. Las cosas más inauditas de la vida terminan, a fuerza de la repetición, y de la ausencia de reflexión, siendo meras usanzas sordas. Podrían haberse detenido a comer algo en un paraje ordinario, una casa erigida en la cordillera, cuyo antejardín parecía acondicionado para ser un restaurante que nunca fue y que ahora, al parecer, no esperaba a nadie. Daba lo mismo; una parada más, después otra quizás, luego, tal v una ruptura y un reinicio. No, esto último era más improbable, a no ser que existiese, en efecto, otra vida.

El hombre mayor fue el primero en bajarse del auto, mientras el conductor y las dos mujeres se quedaron esperando que hubiese suficiente silencio para salir. Aún estaba encendida la radio y sintonizaba con variables interferencias una estación en AM cuyo sitio de emisión resultaba difícil de adivinar, aunque esto a ninguno de los cuatro inquietaba.

Las noticias que se alcanzaban a escuchar daban cuenta de una feria en una tal Plaza de los Pájaros Muertos.
— ¿Y dónde está esa plaza? — Preguntó el conductor, que no había soltado el volante a pesar de que el carro estaba completamente detenido, y el motor, después emitir de aullidos agonizantes, había dejado de vibrar. Las mujeres se miraron entre sí y guardaron silencio. Preguntar algo para olvidarlo al instante, el curso de lo normal, a nadie molestaba las inconsistencias.

Sin ánimo de responder (reflejo), la joven de cabello negro y graso emitió un extraño ruido con la garganta, como si algo se le hubiera atascado.
—Es allá, más abajo, en ese pueblo… allí hay una plaza que se llama la Plaza de los Pájaros Muertos—dijo la mujer rubia. La otra bostezó, abrió la puerta del carro y salió estirando sus cortas extremidades. El hombre mayor la vio y le pareció que su cuerpo bien podría ser el de una adolescente, y que su cabello lacio y grasoso se vería mejor si estuviese más corto. ¿Decirle esto acaso? El hombre pensó en reorientar su vida a estas instancias: espantar las tribulaciones para redimirse y encontrar la paz interior; hablar sobre el cabello de una mujer que podría ser su hija.

En silencio, con movimientos lentos y seguros el hombre mayor salió del auto con su figura gigante, confiado, a pesar de su caminar algo torcido por los años de trabajo cargando desde carbón hasta cadáveres. Un bulto de carbón o eventualmente un bulto de cadáveres: La suciedad cubre las cosas y las vuelve iguales. Un bulto de carbón puede ser más valioso que un cadáver. Encendió un cigarrillo y miró con deleite las montañas que parecían querer tragarse el insignificante paraje donde se hallaban. Empezó a caminar hacia la casa. Nadie salía a recibirlos. Un teléfono rojo que colgaba en una pared repleta de cráteres, al parecer producidos por el impacto de proyectiles de grueso calibre, comenzó a timbrar frenéticamente, como queriendo dar parte de una mala noticia.
Lanzó una mirada hacia el carro y vio que el hombre joven permanecía en el asiento de adelante, ya un poco más relajado, y conversaba con la mujer rubia, se rascaba la cabeza perezosamente y movía la otra mano como describiendo la trayectoria de un cometa.

El teléfono había dejado de sonar. Una voz en el interior de la casa preguntó entrecortada, y como si tuviese piedras en la boca, si necesitaban algo. El hombre mayor le contestó, sin saber exactamente quién le hablaba, que solamente habían parado a descansar. La voz nunca llegó a cobrar alguna forma antes sus ojos. No hubo respuesta.

Una sombra los cubrió de pronto con inusual rapidez, la noche. La neblina comenzaba a descender sobre el lugar. Cuando el hombre mayor miró de nuevo hacia el carro, se percató de que el hombre joven había salido dejando la puerta abierta. La mujer rubia, inmóvil, seguía sentada en el asiento trasero, mientras que la otra, con el cabello grasoso y el cuerpo juvenil, estaba sentada al lado del vehículo en una roca aplanada por el tiempo. Leía algo en un papel arrugado y sucio que había hallado en el suelo. Se estremeció al oír la brusca voz del hombre mayor:
— ¿Cuándo cree usted que podremos continuar? — le gritó, mientras permanecía parado aún al lado del teléfono. La mujer no respondió, y siguió leyendo el pedazo de papel que había encontrado. En la radio comenzó a sonar una canción alegre, era una fiesta de animales, y el gallo, decía la canción, iba a ser encerrado para castigarle por su donjuanismo:
Un gallo rompecorazones se ha burlado de nuestras ilusiones…vamos a encerrarlo, vamos a vengarnos con nuestras canciones…

Diciembre y su alegría en abril. Y se entendía esto sin reproches, por ellos cuatro y por todos, como una terapia cínica, como una mueca desquiciada. Todo suele ser más fácil en diciembre, incluso las muertes, pasadas por licor. La gente embriagada, se adhiere a la desgracia de los otros formando una gran cadena de hermanos desconocidos que le da la vuelta al mundo un par de veces. Cualquier gesto decembrino es bien recibido en cualquier momento del año; el orgullo se desestima para darle paso al hombre, como un nuevo modelo, entrenado para las desgracias por venir.

El papel se fue volando de las manos de la mujer joven de pelo grasoso. El hombre mayor, en silencio, vio lo que sucedía y sacó otro cigarrillo, murmurando algo relacionado con la distancia y el camino, al menos eso creyó escuchar la mujer que estaba sentada en la roca, mientras veía cómo el trozo de papel se le escapaba en el viento junto con tierra y algunas hojas secas en una nube de mugre. Parecía buscarlo aún con la mirada. La mujer rubia que se había quedado en el interior del auto gritó también algo para que ambos, el hombre mayor y la mujer sentada en la roca le escucharan, pero ninguno de los dos le prestó atención.

La mujer rubia se resignó de inmediato y volvió a su estado de reposo dentro del carro; la canción que sonaba en la radio se perdía por momentos en el vacío, yéndose con aquel viento sucio y algunos carros que esporádicamente pasaban a gran velocidad, dejando una estela de pequeñas piedras y gotas de agua lluvia que empezaban a acumularse en el asfalto. El gallo rompecorazones iba a ser torturado con sus canciones.
El hombre joven se había adentrado en un bosque de maleza; a la vista de los demás era una sombra que se perdía en la niebla y en el espeso follaje. Cuando la radio dejó de sonar, y un silencio al parecer por problemas en la recepción se apoderó del lugar, se escuchó al hombre joven gritar desde el manto de niebla y vegetación que le envolvía:
— ¡No! ¡No puedo quitarme estas manchas! — Su voz no era gruesa, sonaba como un niño invadido por el pánico.

Los demás permanecieron en silencio dejando gritar al joven. Éste se dirigió una vez más al resto del grupo, pero ahora su voz estaba entrecortada por un hermoso llanto grave:
— ¡Es increíble que esté llorando! —
La mujer de cabello oscuro cubrió su rostro con ambas manos y se soltó a llorar profusamente, emitiendo pequeñas exhalaciones cuando le faltaba el aire; tras breves intervalos, el llanto se reiniciaba, como si desde su interior se le obligara a continuar. Tenía el rostro sucio y hermoso.
—Es increíble que yo no esté llorando— dijo el hombre mayor para sí mismo, y buscó en el bolsillo de su camisa más cigarrillos, pero encontró un paquete vacío que sacó con rabia y arrugó en su puño, hasta volverlo una imperfecta bola de papel brillante que dejó escapar en el viento y la niebla.

Todo se detuvo por un momento. Vacío que antecede advenimiento de la claridad, es como el ojo del huracán, quieto y pacífico; después, la tormenta de realidad: había llegado su fin, ahora sí, la espera había terminado.
Las luces de la carretera se encendieron con pereza, y la niebla podía verse pasar por los focos de luz, difuminando así la incidencia sobre el grupo que permanecía inmóvil. En el interior de la casa se escuchó un estruendo, como si algo muy pesado hubiese caído arrastrando consigo otras cosas. Una luz se encendió pero no ocurrió nada más; el silencio parecía establecerse indefinidamente tras haberse acallado la radio.

El hombre mayor miró hacia la casa, renovado su vigor animal, como si la catarsis le hubiese permitido recargar, con abundancia, sus ojos con un brillo mezquino.
—No se puede borrar lo que está escrito, y menos derramando lágrimas—dijo con convicción, y ahora sí anulado emocionalmente, mirando hacia las montañas azul turquí. Habló como si lo escucharan millones de personas allá arriba. Un millar de seres que en silencio escuchaban su discurso victimario.
La mujer rubia estaba dormida en el asiento de atrás, había estirado todo su cuerpo, como queriendo entregarse a la muerte.
—Es hora—musitó el hombre mayor y dio una última mirada a la casa, como si sintiera la necesidad de buscar a alguien para despedirse. Cuando daba la vuelta para dirigirse de nuevo al carro, el teléfono rojo que estaba en la pared volvió a sonar, esta vez el hombre mayor se estremeció, y sobresaltado se devolvió para contestarlo. Tomó el auricular, agitado por los pasos apresurados, impensables para un hombre de su tamaño y edad. No dijo nada, como si esperase a que le hablaran primero. Confirmó con un sí la cita con el destino, el deber que se ejecuta sin discernimientos, compromiso indecible justificado por unas pocas versiones maniqueas, alimentadas por la existencia de causas en apariencia opuestas. El plasma de una guerra es el engaño.
La mujer de cuerpo pequeño y cabello oscuro que estaba sentada en la roca miró atenta al hombre mayor con sus ojos bien abiertos y brillantes, tenía lágrimas gruesas pendiendo del borde de éstos. Pero no había extrañeza en su mirada. El terror se consolida y conduce a un marasmo irremediable. La repetición. Había llegado la hora de dar al universo lo que es del universo, de lanzar centellas al éter y sobre ese territorio de cordilleras perfectas— verde infinito, picos helados e inalcanzables— se escribiría una vez más un episodio aislado, fragmentado por el miedo, por el egoísmo y los accidentes geográficos. Los gritos de horror se estrellan contra las montañas y se devuelven a su origen, perdidos y arruinados, como las ondas de la frecuencia modulada, ruidosas pero poco consistentes.

El hombre mayor permaneció en silencio, petrificado, dándole a su propio fin una última pose de inmensidad.
La mujer de cabellos rubios, perdida en el cansancio, cómoda en la resignación y el silencio, fue la última en unirse a la legión de miradas impacientes que se dirigían hacia el hombre mayor. Éste no modificó su expresión de indiferencia e insalvable brusquedad durante unos segundos que fueron horas para los otros tres. Después, se volvió Júpiter y descargó sus rayos asesinos contra el mundo, contra su propia sangre, una última vez.

La noche había entrado un par de horas atrás, y el automóvil se deslizaba por el asfalto mojado con dificultad, como se arrastra un hombre herido. No se veía nada, salvo esporádicas fuentes de luz que surgían como luciérnagas a lado y lado del camino, y desaparecían con la misma rapidez y sincronía con que aparecían. Aunque descendían por la cordillera, la marcha era pesada. Tras haber partido de la casa ninguno de los cuatro había hablado. El hombre mayor tosía en repetidas ocasiones pero no había llegado al punto (como otras veces) en el que parecía que sus pulmones iban a salir escupidos en pedazos sanguinolentos. Todos olían a gasolina. Las dos mujeres intentaban dormir pero el penetrante olor y la irregular marcha del automóvil dificultaban su descanso. Cerraban los ojos sin dormir. El hombre joven era tal vez el menos apesadumbrado, conducía con vigor y miraba de reojo al hombre mayor, como queriendo encontrar en éste un gesto de confianza. Pero el hombre mayor atendía únicamente a un trapo viejo con el que intentaba limpiarse el combustible de las manos. Sus dedos gruesos estaban brillantes y sucios. Se los llevaba a la nariz después de pasar el trapo con rudeza por cada uno de éstos y por las palmas de ambas manos; al no encontrarse satisfecho con el resultado de la limpieza, reanudaba con el mismo empeño la inútil acción.
Una de las mujeres pareció sobresaltarse ante el advenimiento de una horrible visión. Era la mujer joven, que aún tenía los ojos congestionados y empequeñecidos por el llanto. En la mano tenía otro papel arrugado, que no era aquél que se le había escapado entre la niebla y el polvo del camino. Se acomodó sus cabellos como si fuese a amarrarlos en una cola de caballo, pero los dejó caer nuevamente sobre su rostro. Su cara también estaba sudorosa y bañada por una capa de grasa. Miró hacia la oscuridad y suspiró.
— Así termina todo…al final, ya no sabíamos contra quién peleábamos o a quién asesinábamos, ya no sabíamos quién nos había robado la vida, ni cuándo habíamos decidido arruinar nuestro destino llenándonos de odio —Dijo dirigiéndose al hombre mayor, que no pareció interesado en la súbita reanimación de la joven. — ¿Qué importaba?...todos, ellos y nosotros, morimos hace mucho tiempo. — Y se fue apagando su discurso, mientras trataba de capturar con la mirada las pequeñas luces en la oscuridad.
El hombre mayor, después de un ataque de tos, se volteó hacia la mujer de cabello negro y grasoso; mirándola con insólita ternura y paciencia le hablo, sintiendo quizá por primera vez que debía dirigirse a ella como lo hace un anciano con una niña torpe y nerviosa:
—Mi madre me decía que de quienes menos debía confiarme era de ésos que se niegan a responder el saludo, de ésos que prefieren esconderse detrás de los árboles para no tener que hacer la reverencia... — y continuó varios segundos con la mirada clavada en un pasado lejano La joven mujer sentía su aliento agrio mezclado con el olor a gasolina. Su respiración pesada y su expresión, a pesar de esto, firme.
El destino del hombre, ya sea escrito en una roca, ya sea enunciado con ligereza en un cabaret, está siempre predestinado a seguir la luz. Y cuando esta verdad se hace insoslayable, el hombre tiene una revelación final y categórica sobre su propia experiencia en la vida. Después de esto, es muy probable que las cosas nunca vuelvan a ser iguales.
—Todo estará bien... todo estará bien—agregó el hombre mayor, saliendo un poco de su abstracción, y le pareció que podía acariciar el rostro grasoso de la joven mujer, que le resultaba acaso más niña de lo que había creído, más indefensa e inocente, pero al ver sus dedos gruesos y sucios, impregnados de gasolina, descartó su intento, y volteándose nuevamente hacia el frente ubicó casi de inmediato, en la lejanía, las luces de una gran ciudad. Como si esperara la inevitable pregunta del ansioso conductor dijo:
-Ya falta poco-
Mujer pequeña de cabellos grasosos. No había pasado mucho tiempo, viéndolo bien. Pero ¿Cuánto tiempo se renecesitaba para anular un porvenir? Aún podría pintar sus uñas de rosado, y hacer algo con su cabello. Los ojos bien abiertos, el rostro aún es elástico. Es difícil prescindir de la esperanza.

Mujer rubia, voluminosa y fuerte. Cabellos en deflagración. La vida empezó muy temprano, y se acabó con naturalidad. Llevaba años sin mirarse a un espejo. Vivir en el horror. ¿Buscar el tiempo perdido? Es un sol olvidado, extinto.

El hombre mayor. Las manos y la similitud con las patas de un dragón de Komodo, grande, amenazante; áspero. Es un tanque malogrado que sigue en pie. Se necesitaría, tal vez, una explosión nuclear para verle destruido totalmente. Los tanques, los barcos y los aviones, nunca se desaparecen por completo. El metal, piel del tanque, ¿podrá fundirse por completo bajo un bombardeo nuclear?

El hombre joven y la obstinación. El sudor y la pulsión. ¿Cómo puede ser más fuerte el destino, siendo una creación del propio hombre? Conocer la derrota a una temprana edad es el sacrificio incomprensible que deifica al hombre. Pero la divinidad es una prisión de luz.

Mats.





Texto agregado el 06-06-2006, y leído por 138 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-06-2006 He leido la primera parte. La segunda me pareció una mera repetición... Tiene algún sentido oculto, o simplemente se trató de un "error de dedo"? En todo caso, te diré que me pareció un texto muy inteligente con frases que te invitan a la reflexión como " ¿Cuánto tiempo se necesita para anular un porvenir?" Y otras por el estilo. (Sugerencia: para hacer más fácil la lectura, no podrías espaciar un poco los párrafos?) Felicitaciones. 5* zepol
 
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