Entre el vaso de ron, la mesa lisa del bar y su respingada nariz, se formó un triángulo isósceles. Al fondo, donde terminaba la hilera de mesas, un hombre transmutado en trova, lanzaba sus acordes con alharaca. El licor le abrió un sendero ardiente que le atravesó la garganta. Humo salía de su boca, en bocanadas pausadas, limpiamente marcadas, disparadas hacía el cielo. La vista: perdida, entre brochetas de carne y una vela encendida en el centro. Alberto le abrió las piernas antes de volver a casa. El recuerdo de su músculo firme, venoso, latiente, le colmó otra vez la bóveda de la boca. Maldito licor, que como un bolero filoso, le devolvía el recuerdo de Alberto, de las medias escondidas en el abismo de su cartera, los espejos, sus nalgas hundidas en los bordes de un escritorio. El corazón le latió con estruendo. La humedad le anegó las piernas. Un raconto, dos, algún intervalo lúcido, ninguna palabra, y los dedos teñidos con cutex contrayéndose silenciosamente al terminar la bota. Otro ron. Uno dorado y con hielo. Otra canción, quizás un par, coreada por los parroquianos, que esta vez sí rasguñaron su pecho. Un acople de micrófono y la espalda formando una escuadra con el rústico respaldar de una silla con algo de estilo. Silencio afuera y estruendo por dentro. Estruendo al revivir la penetración, un golpe de corriente subiéndole por la espalda, un latigazo de fuego y una leve sonrisa prófuga, clandestina, puta. Alberto y la contracción de sus nalgas al penetrarla, el sonido impertinente de los muebles en el piso. Alberto y su cara de súplica al borde del clímax, pidiéndole una pausa, su saliva escurriendo impúdica labios abajo. Había un lagrimal de lámpara colgando en el centro de la pista, un destello de luces que sus ojos borrosos transformaron en resplandor de océano en el atardecer. Los ojos borrosos, los ojos bien borrosos, borrosos a propósito. El par de lámparas negras que sólo recuperaron su enfoque al terminar la velada, cuando su acompañante, el del otro lado de la cama, el de la espalda apuntada siempre en sentido contrario, pagaba la cuenta y enfilaba camino al auto.