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Lo último que recuerdo es mi mano, mi mano delante del capo rojo del coche, mi mano intentando detener el inevitable golpe.

Acababan de repicar las campanas en segunda llamada para misa de doce en la iglesia de “El Salvador”, incómodamente cercana a mi domicilio, cuando sonó el timbre. Aún tenía una pierna escayolada y collarín, pero después de tres interminables semanas en el hospital, al fin había conseguido el alta. Hice pasar a Alberto al salón, agradeciéndole su visita. Al fin y al cabo era la primera, y mientras estuve hospitalizado no pasó día sin visitarme, algo que francamente en aquel momento me sorprendió, pues en el trabajo no éramos tan amigos. Continuaba con ese gesto entre triste y meditabundo de los últimos días, y rehuía mi mirada. Le invité a sentarse.
- No gracias, sólo venía para traerte esto.
Una videocasete asomó de su cartera. Una cinta casera, sin etiquetas. Les miré a ambos intrigado. Le sonreí.
- Creo que aún no estoy en condiciones de ver una película porno- bromeé, pero no movió un solo músculo de la cara, como si aún no le hubiera respondido. Entonces sí levantó su mirada hacia mí, y me asustó lo que reconocí en ella.
- Llevo tres semanas decidiendo si debía entregártela, desde que la revisé, para asegurarme. En todo este tiempo no he dejado de pensar en ello. Si hubiera podido elegir habría preferido no tenerla, ni siquiera haber estado allí, pero supongo que ahora ya no tiene sentido. Pensé que de todas formas te enterarías, ese tipo de cosas es imposible mantenerlas en secreto. Tu estancia en el hospital te ha mantenido a salvo de las habladurías, pero en el trabajo acabarías por enterarte. Por eso me he decidido a traerte la cinta, para que lo conozcas de primera mano.
Extendió su brazo para ofrecerme la cinta. Sus palabras me habían dejado estupefacto, perdido, incapaz de entender de qué demonios me estaba hablando, por eso tarde dos segundos más de lo necesario en reaccionar, segundos eternos. Alberto no quiso quedarse, me pidió que la viera solo. No respondió a mis preguntas. Se marchó en silencio. Dijo que ya nos veríamos. Se despidió con un “Adiós”.

Introduje la cinta en el reproductor, y un cuerpo rebosante de ansiedad se dejo caer frente al televisor. Rápidamente reconocí a la gente de la oficina en la fiesta de Navidad, el día de mi accidente. En ese instante recordé que Alberto, “el digital”, como le llamábamos, porque siempre iba con su cámara de video digital a cuestas, también la llevaba ese día. Sus miedos, mi accidente. Me acerqué al video, debía comprarle pilas al mando, giré al botón para acelerar la velocidad de la cinta. Mi cara casi pegada al televisor contemplaba excitada las imágenes que sucedían en el interior del restaurante, las que no me interesaban. Buscaba, esperaba sin poder contener mi impaciencia. Salíamos todos del restaurante. Retiré mi mano del video, recuperando la cinta su velocidad normal. Sentí el frío del suelo en mis rodillas. Algunos nos separamos en un grupo de los demás, también Alberto. Con nosotros tres compañeras, dos de ellas de mi departamento, la tercera estaba en Marketing. Conocía los dormitorios de todas ellas, pero no recordaba la dirección de ninguna. Nos dirigíamos al cruce peatonal. Empecé a sentir un leve temblor en mi mano izquierda, el temblor de la memoria, su debilitamiento. Reconocí el seto que atravesamos para llegar a la acera, recordé mis palabras “no viene nadie, crucemos ahora”, y el grito de María, la auxiliar administrativo de Marketing, “¡Cuidado Juan!”. Recuerdo mi mano, aunque ésta apenas se distinguía en el video, mi mano delante del capo rojo del coche, mi mano intentando detener el inevitable golpe. Ahora todo era nuevo.


-¡Dios Mío, lo ha matado!- Cámara en mano Alberto se dirigió corriendo junto a las tres mujeres hacia donde el cuerpo, mi cuerpo, había salido despedido. El ruido del golpe, el frenazo del coche, los gritos. Los demás compañeros acudieron rápidamente mientras del vehículo descendía su único pasajero, con las manos en la cabeza, mirando horrorizado mi cuerpo inmóvil, sangrante, con los miembros en posición imposible, aún caliente, lejano, sin atreverse a dar un paso, aterrado.
-¡Qué alguien llame a urgencias, rápido!
-¡Esta muerto, mierda, esta muerto!
- ¡No digas estupideces, sólo está inconsciente!
- ¡Que nadie lo mueva!, ¿Alguien sabe algo de primeros auxilios?
- ¡Joder se está desangrando!
- ¡Qué no lo toquéis, le podéis hacer aún más daño!
-¡Ya he llamado al 061, en cinco minutos estarán aquí!
- ¡Dios, mirad la pierna, la tiene destrozada!
- ¡No puedo mirar, no puedo mirar!
Una nube de cuerpos envolvían el mío. Me acerqué a la pantalla aún más, incapaz de reconocerme en ese amasijo de carne y sangre que se derramaba por sobre el asfalto. Todos estaban muy nerviosos, algunos se dirigieron hacia el conductor para increparle. El pobre hombre aún continuaba en estado de shock, incapaz de mover un solo miembro, con los ojos desorbitados.
- ¡Ya llega la ambulancia, haced sitio!
Dos médicos aparecieron corriendo con sendos maletines y los abrieron a cada lado, a la altura de mis hombros. Las primeras palabra que escuché me dejaron sin aliento
- Mierda, no respira, tendremos que trabajar aquí.
Nunca imaginé que mi accidente hubiera sido tan grave. Nadie me lo dijo. La cara de los médicos denotaba la ansiedad del que sabe que tiempo es lo único que no se tiene, del que ya ha vivido situaciones similares y no siempre ha salido victorioso. La cámara de Alberto permanecía pegada a sus rostros, siguiendo paso a paso todas sus medidas de reanimación. No había descanso. Sus manos buscaban, apretaban, empujaban, colocaban, como si siguieran un guión previamente establecido, mil veces representado, sin pensar.
-Aléjense, por favor, déjenles trabajar.
Aparecieron un par de policías urbanos y sentí como con la lejanía de la cámara yo también me iba alejando de mi propio cuerpo. Me fijé en María. Alberto ya lo había hecho. Estaba realmente alterada. En su impulso por acercarse a mí casi arrastraba a las dos compañeras que a duras penas conseguían sujetarla. Gritaba ininteligibles palabras que se mezclaban con el llanto otorgándole un aspecto grotesco. Hacía algún tiempo habíamos tenido una pequeña historia, corta, aunque no para mí. Creo que ella aún seguía enamorada. Habitualmente conseguía esquivarla. El día de la comida de Navidad fue imposible. Una mujer extraña.
- ¿Por qué bajan una sábana de la ambulancia?- dijo una voz en mitad del caos.
La pregunta devolvió la atención hacia los médicos. No conseguía entender muy bien lo que estaba sucediendo. Sus manos no se movían, cabizbajos. Mi cuerpo seguía allí tendido, inmóvil. ¿Por qué no hacían nada?. Uno de los médicos se acercó mientras se desenguantaba.
- No hay nada que hacer. El golpe ha sido demasiado fuerte, su amigo ha muerto. Lo siento.
Me dejé caer hacia atrás, apoyándome en mis talones. Embebido en una burbuja de tiempo clavaba la mirada en las imágenes sin comprender. Sin ver ni oír. Sin sentir. Como si aquel mismo instante hubiera abandonado mi cuerpo. No recuerdo cuánto tiempo pasó. No mucho supongo. Incapaz de comprender lo que estaba sucediendo intenté volver a prestar atención a lo que me mostraba la cinta. Un sueño, quizá. ¿Cuál era el truco?. Me cubrían con la sábana que habían hecho descender de la ambulancia. Nadie se atrevía a acercarse. Incluso María había dejado de gritar. Permanecía impasible, con la mirada perdida, los brazos caídos. Parecía que no estuviera allí. Ejercía un efecto magnético y me era imposible dejar de observarla. De repente volvió a tomar conciencia de su cuerpo, pues una leve sacudida la hizo temblar por completo. Miró a su alrededor, a Alberto, a sus compañeras. Miró al cielo y girando las palmas hacia arriba, con los dedos abiertos, examinó sus manos. Pude sentir como tragaba saliva justo antes de dirigirse resuelta hacia mi cuerpo yaciente. En ese momento ni siquiera me preocupaba mi muerte. Hechizado, no podía dejar de mirarla. Pidió permiso a uno de los médicos para acercarse a mí. No tuvo que insistir. Levantó cuidadosamente el extremo de la sábana que cubría la parte superior, dejando al descubierto cabeza y pecho, aún en el suelo. Se arrodilló. Tal y como yo estaba ante el televisor. Con las yemas de sus dedos comenzó a acariciar mi frente, y mi pecho, rozándolos, susurrándoles. En el extremo de la pantalla una señal indicaba que la batería de la cámara estaba agotándose. Hipnotizado, me acerqué de nuevo al televisor, y con las manos extendidas imitaba sobre la pantalla sus movimientos, dejándome llevar por las sensaciones que me transmitía su energía. La señal de la batería volvió a aparecer. Las manos de María recorrían en círculos incansables mi cuerpo, siempre a la misma altura, siempre en la misma dirección. A pesar de la distancia pude distinguir como una tenue sonrisa se dibujaba en su rostro, y sin dejar de acariciarme, acercó sus finos labios a la sangre de los míos. La señal de la batería apareció por tercera y última vez. El cuerpo de María cayó inerte por sobre el mío, y mientras uno de los médicos examinaba su cuerpo sin vida, aún pude oír con claridad una última frase antes de que la imagen desapareciese por completo.
- ¡Ha movido la cabeza. Juan ha movido la cabeza!.


Desde la cristalera de la terraza puedo ver la lluvia del exterior, casi sentirla dentro de mí. Me he despedido de mi trabajo, por teléfono. Entonces lo desconecté. Necesito estar solo. Juego con el vaho sobre los cristales, dibujando un nombre, siempre el mismo, mientras decido como continuar con una vida que no me pertenece.

Texto agregado el 16-02-2003, y leído por 3033 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
22-04-2006 un poco extraño este cuento. KAReLI
16-09-2004 Felicitaciones. Me gustó de comienzo a fin. Te seguiré leyendo jorval
07-10-2003 Esto es la repera; me quito el sombrero; mil perdones por no haberte descubierto antes. nomecreona
17-02-2003 Desde que lo empecé no pude parar de leer, como si a través de las palabras hicieras un hueco cómplice para un ojo curioso... me encantó¡¡¡¡¡ un besazo rnahimla
16-02-2003 ¡Bellísimo! El texto me atrapó y me transmitió toda la tensión del momento en el que lo atropellaron. De verdad, así como él veía la televisón sin poder soltar la mirada yo no me despegué del monitor y estaba sentado al filo de la silla. Esa parte está logradísima. Faltan algunos acentos. Pensé que el final iba a ser que él estaba muerto y no lo sabía (ahora está tan de moda...). Buen final. En el último párrafo se pierde el sujeto de teléfono en la frase donde menciona que lo desconectó, por un instante pensé que se refería al trabajo. Un abrazo. Gustavo gammboa
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