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Desde la ventana de la oficina podía ver la esquina de la calle, sentía los nervios a flor de piel; faltaban pocos minutos para que apareciera ella, la peluquera del salón de belleza del frente. No se trataba de una mujer despampanante: de estatura promedio, ligeramente rellenita; su cabello corto de color castaño enmarcaba un rostro redondeado, con escaso maquillaje en el que sobresalían unos labios carnosos, que prometían el más dulce besar. Quizás lo destacado de mi adorada anidaba en sus ojos: grandes, de un tono color miel con pequeñas chispitas de amarillo que le agregaban una suerte de alegría interior que trascendía y se exteriorizaba a través de su límpida mirada. Lucía además una nariz corta y ligeramente respingada lo que la hacía parecer un poco ancha. El conjunto daba la impresión de picardía y sensualidad, la que se acentuaba al verla caminar. Lo hacía con infinita gracia y galanura, de porte erguido y mirar franco, se movía con elegancia felina haciendo que su ropa destacara sus caderas redondas y bien formadas; al punto que la mayoría de quienes se cruzaban con ella se volviesen a mirarla, ya sea descarada o sutilmente, para admirarla o para envidiarla, pero nunca indiferentes.

La vi por primera vez hace cuatro meses y desde entonces no la pude apartar de mi mente, esperaba, como hoy, el momento sublime en que aparecía en la esquina; con su andar sensual y atrevido, departiendo sonrisas a todos quienes tenían el privilegio de saludarla.

Desde mi puesto de observación detrás de las pesadas cortinas podía seguirla con la vista durante los casi cuarenta metros que mediaban entre la esquina y la entrada de la peluquería. Esos treinta o cuarenta segundos se habían transformado en los más importantes para mí. Literalmente vivía para contemplarla a su llegada y cuando se retiraba pasadas las siete de la tarde. Nunca tuve el valor de acercarme o menos hablarle, el mágico instante en que aparecía, llenaba mi corazón de gozo y felicidad hasta el momento siguiente en el cual pudiera disfrutar de su andar y su figura.

Mirando entre los barrotes de la ventana y las cortinas cómplices que me hacían invisible, la vi aparecer: vestía un sencillo peto color rosa viejo que destacaba sus pechos pequeños y firmes, el escote moderado mostraba la deliciosa curvatura coronada con los pequeños pezones apenas insinuados. Calzaba unas sandalias bajas con tiras de cuero hasta el tobillo. Su falda larga a la cadera, estaba adornada con un tajo lateral de dejaba vislumbrar su muslo suave al caminar. Con el pulso acelerado por la visión de mi amada, y en parte por la excitación causada por lo clandestino de mi acción, imaginaba la textura y suavidad de sus senos, soñaba con poder besarlos y acariciarlos; cerré los ojos con el anhelo de sentir sus muslos entregados a la caricia y al beso, casi podía saborear su adorable piel. Sentí gotas de sudor bajando por mi frente, notaba mis nudillos blancos de apretar inútilmente los barrotes de la ventana. Me estremecí en un profundo suspiro y entonces sucedió el accidente: al tratar de esquivar a un pequeño que pasaba en su bicicleta, perdió el equilibrio y cayó pesadamente sobre la acera.

Sin pensarlo corrí con desesperación y le ofrecí mi brazo para ayudarla a levantarse, al contacto con esa pequeña mano sentí una descarga de energía que casi paralizó mi corazón; miré su amado rostro que con las lágrimas brillando en sus ojos parecía aún más bello. Levantó su mirada hacia mí y me sonrió con agradecimiento. Esos momentos fueron los más felices que había experimentado, la ayudé a sentarse en los peldaños de una tienda cerrada y atrevidamente tomé su pié descalzándola, y con toda la suavidad de la que fui capaz le acaricié su inflamado tobillo. En una huidiza visión vislumbré su delicado muslo y fugazmente la blancura de su calzón. Sentía oleadas de deseo y bajé la vista para que la magia de ese instante de intimidad no se viese alterada y poder sentir impunemente su piel entre mis manos. Pasó su brazo sobre mis hombros y me susurró con la más dulce de las voces: ¡Gracias, me siento mucho mejor!
Volví a poner su sandalia y con resignación me dispuse a alejarme de ella cuando tomando mi rostro entre sus manos me besó en ambas mejillas y reiteró su agradecimiento. La vi entrar en la peluquería y me retiré lentamente hacia el anonimato de mi ventana para esperar la hora de su salida, quizás más adelante me atrevería a hablarle o preguntar su nombre. Cerré los ojos y recordé la tibieza y suavidad de su piel, el roce de sus labios en mi rostro y pensé que cuando se ama la vida es bella.

Irradiando esa especial luz que otorga el amor me adentré en el vetusto patio y me senté bajo un añoso ciruelo a reflexionar ¿Es esto realmente el Amor? ¿O se trata de un oscuro y pecaminoso deseo? Escuché con tristeza las campanadas, sin volverme oí la voz de la Novicia que decía: Madre, la esperan para la oración. Con las manos entre los pliegues del hábito caminé cabizbaja al encuentro de mi deber….
©Corguill

Texto agregado el 21-06-2006, y leído por 2642 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
23-01-2008 Un final inesperado, dada la historia narrada. Estaba oensando lo mismo que tobegio, en un hombre incapaz de declarar su amor, hasta que la voz de la novicia me despertó. Un cuento divertido. Felicitaciones. huallaga
03-06-2007 Gran cuento, insolito final, cualquiera o al menos yo, estaba segura que era un hombre, jajajajaja buen relato (5*) asi es el amor y contra eso nadie puede luchar o si? princesita_enlaoscuridad
31-05-2007 Sorprendente. Buena idea y bien llevado hasta el final.***** zumm
09-05-2007 jajajajaja.... la sorpresa final es esa vuelta de tuerca que hace valer la historia... por momentos pensé que se trataba de un gris y oscuro hombre incapaz de atreverse a luchar por lo que quiere... pero tratándose de una monja, bueno... divertido, ágil, muy bien narrado... ***** tobegio
11-04-2007 Me gusta tu manera de escribir, te encuentro congenial . Ninive
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