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No era monótono aún, seguí con aquel peculiar cosquilleo, aún poseía el sabor de algo nuevo, de algo prohibido de algo desconocido. Sus caricias por más abundantes que fueren no perdían nunca su común y normal sabor, siempre eran dulces, jóvenes y frescas. Aquel desgastado beso seguía tan nuevo como la primera vez, la caricia tan virgen como cuando hizo palpitar tan rápido al lozano corazón. Habían pasado siglos y millones de segundos desde aquellos cinco del primer beso, habían pasado meses juntas aquellas manos; han pasado días juntos esos dos corazones.

Ella recordaba las primeras flores con cariño. Él aún guardaba bajo llave la primera carta. Ambos tenían la misma foto guardada en un cajón cercano a su cama, y los dos habían memorizado el número telefónico del otro hacía mucho tiempo. No eran ellos los que habían añejado más de la cuenta. Todo seguía como los primeros días, menos el amor mismo entre ellos. Aquel que sólo debería madurar y crecer con el tiempo para florecer cuando es debido, se había amargado, secado y marchitado. El ruborizar con las bellas palabras era costumbre, el respirar de esa manera tan apasionada mientras se besaban lo era también. Es difícil de decir cómo es que en ambos el cariño por el otro crecía mientras se compactaba al mismo tiempo.

Todos los sentimientos que tenían le uno por el otro estaban latentes dentro de sus mentes y dentro de sus mismas almas, lo habían dejado salir, pero por alguna razón había vuelto y se había escondido bajo capas y capas de duda, confusión y nostalgia. Algo había sucedido que sólo el maldito tiempo podría explicar y que nadie podría comprender. Simplemente aquella flama se extinguía sin remedio y sin causa aparente. El mare mágnum de sentimientos que compartían ahora se secaba lentamente, y ellos lo sabían y sabían que el otro lo sentía también pero en lugar de decirlo, intentaban recuperar lo que alguna vez habían tenido. Nunca lo lograrían.

Ella aún disfrutaba de sus caricias, pero no de la misma forma. Él aún estaba enamoradísimo de sus labios y aún adoraba sus mejillas, pero no era lo mismo. Se abrazaban con la misma intensidad, con las mismas manos y de la misma forma que siempre les había complacido tanto, pero no era suficiente o tal vez era demasiado.
Ambos lo sabían y ambos dolían increíblemente por esa lenta agonía de dejar de amar mientras se ama con locura un poco más a cada instante. Ella lo estaba abrazando como siempre, él acariciaba su cabello rojo como siempre. Él besaba sus mejillas con dulzura y ella recorría la nuca que tanto le gustaba. Se miraron unos segundos y se besaron como nunca lo habían hecho, como era costumbre. Mientras lo hacían él soltó una lágrima, y ella también. Dejaron que la quietud de su beso callara sus penas.

Texto agregado el 06-07-2006, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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