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EL CONVICTO


El ulular de las sirenas inundó la manzana al filo de la media noche. Se escucharon gritos, voces apremiantes y disparos. Algunas personas se asomaron a las ventanas de los altos edificios atraídas y a la vez amedrentadas por el bullicio. Había numerosos policías corriendo tras un individuo que intentaba huir por el enorme puente que dividía la ciudad en dos áreas. Cuando estaban a punto de darle alcance, en un intento desesperado por eludirlos, el fugitivo se lanzó a las oscuras aguas que discurrían procelosas veinte metros más abajo.
El haz de luz de las linternas barrió las aguas inútilmente. Algunos vehículos de la policía se desplazaron apuradamente siguiendo el curso del río por la avenida costanera, y desde el aire un helicóptero hizo lo propio enfocando sus reflectores sobre las aguas por un largo espacio de tiempo. Finalmente, un extraño silencio cayó sobre el vecindario.
Al día siguiente los diarios dieron la noticia en primera plana: Alex Rojo, el peligroso asesino de mujeres sentenciado a cadena perpetua, había logrado evadirse mientras lo conducían a una cárcel de máxima seguridad.
Benjamín Retes se encontraba en el garaje de su granja cuando escuchó a los perros ladrar nerviosamente en el límite del patio, justo donde comenzaba el bosque. Pensó que habrían descubierto alguna madriguera de lobos, tan abundantes en aquella zona, y no les prestó mayor atención. Se disponía a salir con su familia para asistir a la boda de su amigo Pepe Finés, dueño de una granja vecina, y pensó en revisar el motor de su camioneta. Decidió que no era el momento para investigar el insistente bullicio de los animales.
-¿Están listos ya? Es hora de irnos – gritó a su mujer e hijos que se preparaban en una habitación del segundo piso de la casa, cuyas ventanas daban hacia el garaje.
- En este momento bajamos –contestó su esposa Juana asomándose a la ventana -¿Le pasa algo a la camioneta?
- No, todo está bien, sólo le faltaba un poco de agua al radiador.
Cuando la camioneta dejó la granja tomando una carretera troncal, los perros la siguieron por un buen trecho como solían hacerlo siempre que los dueños salían.
Ben y Rosa, los dos pequeños hijos del matrimonio, les hablaban a los perros con vocecillas apremiantes a través de las ventanillas mientras el coche se alejaba.
-¡Váyase Fiera!
-¡Regrese Pitty!
Cansados y jadeantes, los animales detuvieron su carrera cuando la camioneta aceleró en una curva dejando tras de si una espesa nube de polvo.
-Tenemos el tiempo justo para llegar a la ceremonia religiosa – comentó Benjamín arreglando el nudo de su corbata- ¿Cuánto tiempo crees que podemos estar en la fiesta?
-Pienso que hasta las diez, los niños tienen que ir mañana a la escuela y no pueden desvelarse -repuso Juana
-Papi... a mí me gustan las bodas, yo quiero quedarme más tiempo – intervino la pequeña Rosa.
-Mamá, ¿Fiera y Pitty también tuvieron una boda? –inquirió Ben a su vez.
Los dos esposos se miraron mutuamente y sonrieron.
-Los animales no celebran bodas, ellos tienen otra manera de juntarse. Y no podemos quedarnos más tiempo en esa fiesta, ya oyeron a su madre –repuso Bejamín.
Alex Rojo, cojeando de una pierna y con las ropas húmedas y hechas jirones, logró llegar a la parte trasera del garaje aprovechando el momento en que los perros perseguían a la camioneta. Oculto tras unos maderos, se mantuvo atento a cualquier ruido proveniente de la casa pero no escuchó nada. Decidió acercarse sigilosamente a una ventana de la primera planta para observar el interior de la casa. Todo estaba cerrado y silencioso.
Retornó al garaje cuya puerta le fue más fácil abrir para introducirse. En unos cajones de herramientas encontró un paño limpio el cual empapó con el agua de un bidón, limpiándose la herida de bordes irregulares y sucios que llevaba en la pierna. Sin duda, durante la persecución uno de los disparos de los uniformados le dio en el muslo derecho, pero para fortuna suya la herida era superficial. Había perdido mucha sangre y se sentía débil y terriblemente hambriento. La noche anterior braceando furiosamente en las aguas del río, logró alcanzar la orilla y ocultarse en el bosque. Se desplazó cojeando quién sabe por cuanto tiempo hasta que, en el límite de su resistencia, cayó de bruces sobre la hojarasca y se quedó dormido. Al día siguiente, oculto tras unos arbustos, pudo observar los movimientos de Benjamín cuando sacó la camioneta del garaje y se puso a revisarla. Fue entonces cuando los perros comenzaron a ladrar detectando su presencia.
Forzando una ventana penetró en la casa. Fue a la cocina y devoró literalmente todo lo que encontró disponible. Luego, en el clóset de la habitación principal tomó una muda de ropa de Benjamín que, si bien era de talla un poco mayor que la suya, decidió que le resultaría más cómoda que la sucia y rota que llevaba puesta, así que la guardó sin pensarlo mucho. Lo mismo hizo con las medicinas y gasas que encontró en el botiquín del baño, todo lo guardó en una mochila escolar que debía de pertenecer a uno de los niños. Acto seguido salió de la casa y se metió presuroso en el bosque.
No supo por cuanto tiempo caminó por la espesura, deteniéndose solamente para sorber algunos tragos de agua y comer un bocado. Se proponía alcanzar la vía férrea que según sus cálculos no debía estar muy distante del sitio en que se encontraba. Supuestamente trataba de abordar un tren carguero para alejarse lo más posible de esa zona en que la policía lo buscaba con mayor empeño.
Después de varias horas de camino sin dar con la línea del ferrocarril hizo un alto para comer algo. Se detuvo en un claro del bosque, cerca de un arroyo, tendiéndose de bruces en la orilla para beber de las frescas aguas, cuando escuchó en la distancia el silbato del tren. Trató de incorporarse en forma precipitada, pero en ese momento les vio llegar.
Con una mueca de estupor en el rostro, percibió en sus ojos un destello asesino inconfundible. ¿Estarían dispuestos a ultimarlo en aquel desolado lugar? A cierta distancia escuchó un ulular aprensivo de sirenas y el nervioso ladrar de los sabuesos. Estaba rodeado y entendió que esta vez no habría escapatoria posible.
Hubo un instante en que las sirenas parecieron alejarse y silenciarse el ladrido de los perros perseguidores. Fue sólo un instante, porque enseguida la jauría de lobos hambrientos se abalanzó sobre él con inaudita saña.
De lo último que tuvo conciencia fue de los colmillos de las fieras desgarrando su garganta.

Texto agregado el 07-07-2006, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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