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Cuando llegó el doctor Robledo, la señora Ayala lo recibió casi histérica, a punto de derrumbarse.
-Presumo que el paciente sigue mal –dijo Robledo
-¡Sea por Dios, doctor! esta situación es insufrible, la verdad, ya no se que hacer.
En efecto, el médico vio al famoso poeta Paulino, atado a un poste del corredor, profiriendo frases incoherentes.
-Paulino- dijo el facultativo con suave voz- ¿Cómo se siente hoy?
El aludido le dirigió una mirada vaga, en su boca se dibujó una sonrisa indefinida, dio la impresión de haber recobrado el juicio.
-Que raro –balbució con voz pegajosa- Usted viene con el mismo traje con el que me visitó en mayo del año pasado.
- Veo que ha mejorado bastante ¿no es cierto?-admitió el médico.
Paulino esbozó de nuevo una sonrisa breve, pero, de súbito, su semblante cambió al desconcierto, casi al terror.
-¿Escuchan esos ruidos estridentes?- gruñó- Son aparatos que se mueven solos, Y esa música alocada. ¿Qué clase de vestimenta usa esa gente? ¡Y pueden hablar al otro lado del mundo! ¿Los oyen?
El doctor Robleda hizo una seña subrepticia a la señora Ayala. Entraron a una habitación.
-Debo serle franco, señora, el caso de Paulino es bastante serio. Tendré que referirlo al Hospital Neurosiquiátrico, aquí no puedo hacer nada por él.
-Pero ¿qué es lo que tiene, doctor?
-Habrá que hacerle algunas pruebas y análisis para dar un diagnóstico seguro. Tendrá que llevarlo pronto a la capital.
En la pequeña comarca conocían aquella situación, y en los conciliábulos caseros trataban de explicarla con supina ignorancia. “Le hicieron mal”- sentenciaban.-“Mucha inteligencia hace daño”. Como ocurre en algunos poblados alejados de la civilización, los parroquianos eludían todo encuentro con la familia del poeta, incluso los amigos dejaron de visitar aquel hogar. Al salir de sus labores escolares, muchos chicos malandrines apedreaban la casa y gritaban: “¡Corran! ahí vive el hombre que mira de noche”.
En el pueblo se carecía de electricidad. Se cocinaba en fogones de barro y se iluminaban con velas o candiles. En sus días de lucidez, el poeta escribió unos versos que hicieron famosa aquella comunidad en todo el país. Con sorprendentes metáforas retrató la oscuridad milenaria, las solitarias callejuelas, los caserones envejecidos, los amores furtivos de personajes perdidos en el tiempo. Pero también profetizó en sus versos un futuro desconsolador que sobrevendría para aquella pacífica y soñolienta población al paso de los años. Lamentablemente, una noche de plenilunio dejó de escribir, y dando vueltas y vueltas por el huerto, recomenzó su delirio:
-¿Quiénes son esos jovenzuelos que producen semejante jerigonza? ¡Infelices!, están atropellando el idioma- barbotó iracundo- ¿Qué son esas máquinas que corren por las calles como demonios ante la señal de la cruz? ¿Y esos edificios iluminados como con luz de sol? ¿Y esa música diabólica? ¿No la escuchan?
Las viejas tapias cayeron al fin. La antigua casa sobrevivió, pero en el amplio huerto antes poblado de frondosos árboles y variadas flores, fue erigido un moderno condominio. Por todas partes surgieron edificios de atrevida estructura, cibercafés, discotecas, cines. Hubo un tráfico intenso en la ciudad. Proliferó el lenguaje extranjero.
Hoy, muchos de los que transitan por las iluminadas avenidas adyacentes a la casa del poeta, recuerdan los versos de Paulino, y piensan, ¡quién sabe! si talvez pronto la gente salvará las distancias usando zapatos autopropulsados, o hablará con sus parientes lejanos por medio de un minúsculo pin insertado en el sitio más increíble de la anatomía humana.

Texto agregado el 07-07-2006, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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