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En una esquina esperaba apoltronado el “Leguiza”, como solíamos llamarlo en la morgue.
El decía “estoy recibido de nada, o sea que estoy preparado para todo”.
Se consideraba un “Sísifo” urbano, así lo veíamos también, es más, dejaba entrever harapos de su verdadera persona, un hombre condenado al suplicio, al desgarro eterno del sufrimiento, el cual se tomaba el tiempo y el trabajo de ocultar la mayor parte, salvo, en sus escritos, donde la desesperación de existir se filtraba inexorablemente, a través de la retina del lector, sobre sus penas herméticas.
Recuerdo cuando nos conocimos...
Hace años ya, era una tarde pegajosa de enero de un año de tantos. Había leído un aviso en los clasificados del diario en el cual solicitaban un ayudante en una cochería fúnebre en el barrio de Palermo Viejo.
Lo que me llamó la atención era que la entrevista sería en un bar de la zona, no recuerdo con exactitud su localización, lo que sí viene a mi memoria es una esquina por calle Borges, a unas cuatro cuadras de Avenida Santa Fe y a una cuadra del albergue transitorio que, creo, aún se encuentra por calle Thames, del cual cada tanto nos mandaban algún que otro “cliente”.
Al penetrar en el bar como una herida absurda, como dice la letra del tango, observé detenidamente a los que allí se encontraban, seres quiméricos si los hay, personajes fusilados de otros tiempos.
No dudé ni un instante que el que se sentaba a la mesa contra una de las ventanas que daba a Borges era él.
Su perfil sombrío se recortaba en contraposición a la iluminación exterior, un cigarrillo se moría en sus dedos alquitranados sin mucha prisa, claro que él tampoco la tenía, quizás estuviera relacionado con su oficio, vaya uno a saber.
Era un trabajo en el que el tiempo y el espacio perdían sustancia; se convivía, como dijo una vez, con recipientes sin vida alguna.
Sus almas rebeladas para con este mundo inmisericorde, los habían dejado abandonados, quizás olvidados, como una ofrenda pútrida de un pasado egoísta y material, esas eran sus palabras.
Sus delirantes afirmaciones tenían un dejo de cierto, me percataría de esto millones de minutos después.
Lo saludé y una voz ronca me respondió casi mecánicamente, como hastiado de las palabras.
Me preguntó si venía por el aviso y le dije que sí. Comentó que había sido muy puntual y que iba a ser el único para entrevistar, dando a lugar a una larga charla hasta el fin de la tarde, en la que se tocarían diversos tópicos (sobre el trabajo en sí, con el cual quedé conforme, la cifra a cobrar, del porqué las señoritas de agradable apariencia no pisaban el bar, del carburador “Sólex” puesto en un torino, del porqué la incidencia negativa impedía que Chacarita saliera campeón alguna vez, etc., etc., etc.)
Me extrañó que no se presentara ninguna otra persona para solicitar el puesto y le pregunté el porqué, a lo que adujo la naturaleza extraña del trabajo y a lo particular en el desempeño de las tareas que allí se llevaban a cabo.
Me relató intimidades de antiguos ayudantes suyos, por ejemplo la fascinación por el morbo de Eugenio Céspedes con la clienta Gabriela Mendez Robirosa, habiendo llegado a los setenta y siete años en vida, o la extrema pulcritud de Germán Spontarolo para con los “des-almados”, sobre todo con respecto a objetos personales del difunto, o la insoportable jactancia de Ifigenio Fuentes en creerse más elevado que el común de los hombres, hecho de por sí dudoso, uno de los casos más extraños de los que fueron sus ayudantes, debido al atropello sufrido de éste personaje autóctono, por las ruedas en movimiento de un interno de la línea 152 en Santa Fe y Thames.
Sus últimas palabras fueron –lamento haber estado equivocado gran parte de mi vida, creí estar parado en la cima de una montaña y tan solo fui una roca que rodaba pendiente abajo.
Momentos después, la señorita que escuchó el mensaje de propios labios del difunto, previa anotación en su agenda, fenecía bajo el subte en la estación de Plaza Italia. De milagro y casi irreconocible, quedó con vida tan solo un instante, el suficiente para murmurar palabras ininteligibles, pero nadie se le acercó para recibirlas, puesto que la mayoría, menos ella, era consciente de una de las tantas leyendas que imperan en las entrañas de la ciudad, más precisamente en la zona de los subtes y alrededores, la cual reza lo siguiente: “el susurro de un moribundo se puede hacer carne en un ser vivo y afectar a la psique, obligándolo a cometer los más extremos actos, desde patear una pelota de fútbol hacia el medio de la Avenida 9 de julio, hasta desvestirse ante la mirada atónita de los transeúntes, colocarse una peluca con ricitos de oro y saltar una soga imaginaria al son de “era para untar, era para untar...”
Lo que más me conmovió del Leguiza fue los comentarios sobre su personalidad, un ser de carácter inconmovible por fuera, pero de una extrema fragilidad en su interior. Su existencia se debatía entre una religiosidad exasperante y un ateísmo irreductible, sus instantes antes eternos ya habían sido.
Deambulaba como perdido entre la neblina del olvido, se autodenominaba como un pensamiento sin acción.
En un momento dado de la vida se había detenido tanto o más que la de los cuerpos que ya no transitaban y descansaban con el silencio de los que se saben eternos.
Su deseo era no desear y su espera para formar parte de lo que alguna vez sería era desesperante.
En una época había confiado en la luna pero, todo cambió cuando ésta eclipsó, dejándolo sumir en la mayor de las oscuridades, una tenebrosidad tan palpable como las marcas en su rostro.
Había pasado el tiempo (millones de minutos). Ahí se encontraba, sentado en un bar, en una esquina de tantas, ensimismado quizás en una de las atroces elucubraciones de las que era capaz su mente triste y sollozante, solitario como un navegante de los intersticios del alma.
Lograba percibir los surcos cincelados de su rostro a medida que mis pasos se acercaban más y más, la mirada extraviada en un ayer inexistente, un cigarrillo entre sus dedos devorado por el fuego que ya no tenía, convirtiéndose en la ceniza que por sus venas se deslizaba, sus manos temblorosas apenas podían retenerlo.
Me acerqué sigilosamente como quien trata de no despertar a un soñante y balbuceé unas palabras de presentación.
-Leguiza, te acordás de mí?, Ignacio Flores, trabajamos juntos en la casa de velatorios de la calle...
Me detuve en seco.
Con un movimiento infinitamente lento dirigió su mirada neblinosa hacia mí, como traspasando este cuerpo que sería abandonado en algún instante futuro y una voz ronca desgranó vocablos, si se me permite la expresión, puesto que sus palabras no salían normalmente, sino que brotaban vacías, flageladas, eternas, en un tiempo que había dejado de existir al menos para él.
-disculpe- dijo, - creo que se ha confundido, yo a usted... no lo conozco.
Terminada esta frase ofrecí mis disculpas y me retiré en el mayor de los silencios.
Por un instante me sentí temeroso, el haber tomado sus palabras como el susurro de un condenado o el de alguien a quien el alma lo había abandonado en vida, por lo tanto sería factible que se cumpliera una de las tantas leyes misteriosas de ésta arcana Buenos Aires. Esto... o sacar la triste conclusión que me había equivocado. Ante la duda tuve especial cuidado en los momentos de tomar el subte o en las instancias de cometer un acto de locura del que me arrepentiría en el futuro.
Ya no salgo tanto como antes y lo que sí, paso más estaciones sentado en los cafés, viendo pasar la tempestad de las horas ajenas con un cigarrillo entre mis dedos muriendo lentamente y la mirada neblinosa extraviada en un espacio sin tiempo.

09/10/2002. -
07/06/2006 (arreglos). –

Texto agregado el 08-07-2006, y leído por 152 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-08-2006 Muy bueno, excelente, paso por su librete. Salute! rosendo
12-07-2006 GENIAL***** lagunita
09-07-2006 ¡La resurrección de Borges en esta página! maravillas
 
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