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(2ª. Parte)

Contemplaba admirado el nativo guachichil aquel río espejeante perdido entre la maleza y su desembocadura en la laguna del actual poblado y hacienda de Trejo; luego descubrió otros muchos arroyuelos ganando rumbos distintos después que habían descendido de la montaña de prisa: unos se metían por la ruta de las tribus michoacanas, otros hacia la lejana región denominada por los indios "mar de Chapalapan". Desde su sitio, alcanzaba a ver el sitio que luego los españoles llamarían "Valle de Señora" (León, Gto.); y, más allá del cerro de la Giganta, adivinaba la existencia de otros grupos parientes chichimecas, aquellos de los más temidos por su arrojo y valentía, respetados por todos los nómadas errantes, debido a su desprecio por la vida, la cual arriesgaban como una semilla de comino o de cualquier fruto silvestre.
Girando sus talones, y vuelto hacia la vertiente sur, sobrepasando Irapuato, Salamanca y Cortazar, su aguda mirada lo transportó hasta la corona nívea y también eximia de la cresta del cerro del Culiacán; y, en el mismo acto, su visual desarrollada lo hizo penetrar todavía en los territorios de aquellos invulnerables y admirados michoacanos.
Luego, volviéndose al frente, como habiendo dejado el bocado mejor para el último momento, su vista quedó encuadrada hacia ambos lados del Valle de Silao. Allí, contemplaba asombrado una sierra interminable de perennes plantas verdes, las cuales como mar ondulante bajaban y subían en intensa espesura, para perderse hasta donde su vista colisionaba todo en una línea horizontal; y más allá, solitario se adivinaba un piélago de bruma, o territorio de los dioses incorpóreos. Se perdió como en éxtasis sin cuenta en el tiempo, sólo gozando la experiencia de la unidad y pluralidad que se le daba como regalo en aquella experiencia única.
En efecto, al poder observar el mozuelo con sus noveles ojillos toda la riqueza en su prístina naturaleza, la cual se le ofrecía sin límites y gratuita, su corazón se sentía lleno de orgullo y de sentimientos inenarrables. Aquella, pensaba para sí el rapaz, constituía ya de por sí una grande hazaña; pero era casi seguro que los hombres y mujeres de su raza no lo podrían entender; pues, razonaba el zagal que de ningún modo ellos serían capaces de meterse en lo profundo de su corazón para ver la alegría despierta y naciente que brotaba a raudales de su pecho; solamente él podía vivir y gozar al considerarse el conquistador de todo aquel espectáculo que lo hacía sentirse como un pequeño dios.
Porque, ciertamente, como superior inmediato de la inmensa república de espesa vegetación y el espectáculo de un océano de verdor fresco y ameno; pues toda aquella representación entera cabía en sus pupilas, con todo y que era enorme: él podía contar las copas de los árboles, distinguir los relieves y hasta su color; podía abarcar el espejo de aguas y adivinar la vida que bullía en sus venas; en cambio, todo el imponente mar de vida no lo podía ver a él que se hallaba en las cumbres de la montaña, siendo el único dueño de aquel concierto y movimiento.
Dominaba todo y nadie lo dominaba a él. Era una grande hazaña sentirse amo y señor de aquel espectáculo, pero ni podía tampoco hallar las palabras adecuadas él mismo para describir su estado, emoción y conquista. Por eso, poco a poco fue bajando de su éxtasis, para comenzar el propósito de llevarle a su tribu aquel sombrero blanco como garantía de otra conquista. Sin embargo, siguió pensando el chiquillo cavilosamente, si aquello que había visto y contemplado era el secreto de la vida.

Y, cuando creía que el gigante dormía, comenzó a dar tirones al inmenso capote de nieve que le cubría la cabeza; pero, muy pronto comprobó el chaval desconsolado, cómo cada vez que porfiaba en su intento tratando de levantar el ala del bonete nevado, solamente podía llevarse entre las manos pequeños copos ligeros, los cuales no solo le quemaban los dedos si los entretenía demasiado, sino que también, en cuanto descendía con una repleta remesa de nieve entre sus manos, ésta se deshacía por el camino. Entonces debía tornar de nueva cuenta a tomarla, por más que cada vez emprendía veloz carrera en el descenso. Aquel era para él un misterio, pues no se explicaba por qué el hielo desaparecía entre sus manos, y más cuando la apretaba con fuerza, toda se convertía en cellisca de agua fría que se le resbalaba desmayada y fresca por los pies. Tal vez, pensó se trataba de un encanto, y el gigante de la montaña nunca dormía y tenía miles de ojos, y con su poder no dejaba le quitasen su sombrero.

Así estuvo el jovenzuelo aprendiz de valiente, intentando primero todas las noches, luego, ya sin temor en pleno día, tratando de cumplir la hazaña que lo declararía hombre de valor entre los suyos. Pero siempre azorado y confundido quedaba cuando volvía cada vez a la cumbre, al persuadirse más y más de la incapacidad de transportarla toda de una vez como había creído. Porque la nieve parecía crecer y aumentarse durante la noche, pues repetidamente observaba admirado la misma cantidad al amanecer, y cubiertos los espacios que el día anterior había dejado vacíos. No había logrado acarrear prácticamente nada, por más que intentaba cotidianamente por lo menos 200 veces deslizarse con puñados de la misma; de modo que cada nueva subida del descenso e intento vano de llevar la nieve, lo dejaba siempre más desconcertado.

Siguió, sin embargo sumergido en dicho afán muy porfiado y con una convicción que daría miedo al más grande semidiós griego. Había pasado sin comer ya varios días y, llegado a un punto de aquella desproporcionada actividad, estaba ya casi extenuado y a punto de hacerlo desfallecer. Pero en forma insuperable, haciendo honor a su raza: hijo de indios tenaces y machacadores, no cejaba en su anhelo que le daría la soñada fama inmortal entre los suyos. Por el frío que intenso soportaba durante la noche y día tras día en su abrumadora jornada laborativa, y con sólo el agua que probaba a sorbos cuando jadeante escalaba de nuevo la montaña, las fuerzas fueron minando su de por sí débil constitución y se le quebró la salud. De este modo, llegó un momento en que sintió su valor desvanecido y las fuerzas y el vigor lo abandonaban poco a poco. Al mismo tiempo, se adivinaba en su semblante el aflojamiento en la convicción y seguridad inicial de lograr aquello que se había propuesto.
Muchas veces sintió, sin querer pensarlo, que iba interiormente cediendo a la posibilidad del fracaso: "No podrás, no podrás...". Y fue tal su desaliento que por varios días seguidos, de los doscientos intentos por jornada con los cuales había comenzado su transporte de nieve, desde el alba hasta entrada la noche, solamente alcanzó en las últimas tentativas a descender penosamente tres veces desde el amanecer hasta la puesta del sol, antes de rendirse al sueño, acompañado no pocas veces de la impotencia y el llanto consternador.

De este modo se enfrentaba con la cruda realidad de no ser todavía un hombre sino tan sólo un niño. Ciertamente que su procedimiento para transportar la nieve había ido mejorando poco a poco; pues del comienzo que llevaba solo pequeñas porciones entre sus manos, pasó luego a hacer acopio consistente en su manto, y llegó hasta construir pesadas bolas de nieve que hacía rodar hacia abajo o cargaba sobre sus espaldas.
Y, fue precisamente en un día de esos esforzados, cuando a pesar del perfeccionamiento en el método de acarrear la nieve, en el punto que la frustración lo embargaba hasta el gimoteo desinhibido y el desaliento había hecho presa de toda su bravura adolescente, cuando sucedió un hecho insospechado.
En efecto, al encontrarse insensible y desganado, con una lágrima asomándose a sus ojos y mientras amasaba una bola de nieve, la cual apretaba con el resto inofensivo de sus diezmadas fuerzas, porque también había comprobado que cada vez que la hacía más compacta, podía arrastrarla más lejos íntegramente. En ese agonizante esfuerzo, cuando pretendía extraer de entre la tierra un grueso tronco para comprimirla, fue el momento que descubrió atónito una rolliza víbora de cascabel que había quedado atrapada en aquel sitio y estaba como él, también muriéndose de frío.
La serpiente abriendo sus pequeños y tristes ojos a través de sus cargados párpados, le preguntó: —¿Cómo te llamas audaz y valiente chiquillo?".
El muchacho indígena, reuniendo todas sus energías, dio un salto instintivo hacia atrás, antes de responder, pues se sobrecargó justamente de espanto al ver tan cerca aquel conocido animal como alevoso y falaz; y, hasta cuando se consideró a salvo por la distancia contestó, pero todavía tembloroso y turbado:
—Káuk-lé-ma'sôan… es mi nombre.
Entonces la serpiente le dijo zalamera: —"No temas, muchachito. Acércate, que yo estoy para morir dentro de poco. Hace mucho frío acá arriba para mí y nada he encontrado para comer desde hace tiempo. No tengo ya fuerzas; sé bueno conmigo, ¡anda!, méteme entre el manto que llevas puesto y tu pecho, para recobrar mi calor, y llévame abajo, hasta el valle. Por favor, no me tengas miedo".

—"¡No!", —respondió el pequeño Káuk-lé-ma'sôan, con grito inusitado, cuyo eco se dispersó por las cumbres de los cerros más cercanos, y añadió: —"Ya conozco a todas las serpientes de tu especie. Tú eres una víbora de cascabel, de las más venenosas que existen. Si te recojo, me clavarás tus colmillos y tu mordida me matará en pocos instantes. Tú eres un bicho infame, mentiroso y muy peligroso".

—"Nada de eso querido Káuk-lé-ma'sôan", tú eres un valiente y gracioso niño, —le dijo la sierpe engañadora— en tono igualmente artificioso. —"Te aseguro que contigo no me portaré de esa manera. Si tú haces esto por mí, no te haré ningún mal. Compadécete de mí, pues si tú no me ayudas, entonces yo moriré sola y abandonada".

Káuk-lé-ma'sôan estuvo por unos momentos vacilante, pero rechazó decididamente la idea de ayudar aquel áspid taimado, pues su padre le había advertido que de tal ejemplar siniestro era el ofidio asesino de muchos hermanos de su raza. Entonces, para disculparse, dijo que estaba muy ocupado con una grande empresa y se hacía tarde para concluirla, que no podía perder un sólo instante. Y cuando se disponía a continuar su labor, la serpiente astuta y persuasiva le tendió su mejor carta: —"Si me llevas como te pido, en tu seno, hasta el valle, te diré cómo puedes transportar la nieve de una sola vez hasta donde está tu gente, y te revelaré el gran secreto de la vida".

Esto último convenció al aturdido e inexperto primitivo, que confiado la tomó resuelto y cándidamente la colocó bajo su manto, cerca de su pecho. Luego, feliz y optimista con su hallazgo, creyendo al fin que su encuentro había sido una fortuna de los dioses de la vida, comenzó veloz y alegre el descenso de la montaña, anhelando la revelación del secreto que lo haría famoso no sólo entre todos los hombres de su tribu, sino a través de muchas generaciones.

Bajaba emocionado el mozuelo tan de prisa con la víbora en su seno, que se quedó admirado de la energía recuperada por sus cansados y agotados miembros. Se creía muy feliz con aquella acción, contando ya resueltos todos sus problemas, y además, poseedor del gran secreto de la vida que lo haría inmortal.

Ya habían pasado el puesto de Aguas Buenas, donde cambió el clima casi por completo, y comenzaban a caminar e internarse por el sombrío carnaje y espesura de aquel espléndido bosque de los Llanos de Silao de entonces. En aquel momento fue cuando la serpiente se reanimó como por encanto, luego de haber recibido el calor de la naturaleza y aquel rozagante del cuerpo joven de Káuk-lé-ma'sôan.
Entonces, al sentir que despertaba el reptil y se removía desconfiada en medio de sus costillas, de inmediato el muchacho se detuvo y la sacó de su recinto; la tomó cuidadosamente por la cabeza y la depositó en seguida sobre la tierra. Luego, esperó entusiasta el descubrimiento del secreto de la vida, que se había mezclado con el pacto que hicieron. Pero sucedió inesperadamente un giro vertiginoso del ofidio, que dejó atónito y sin poder esquivar el ataque o reaccionar el mozuelo; la serpiente quedó enroscada en el cuerpo frágil del confiado chiquillo, y comenzó enseguida amenazadoramente a chasquear sus cascabeles, produciendo un remolino y un vértigo con anuncio reservado de muerte; inmediatamente, sin posponer sus criminales intenciones, lanzó violenta su cabeza hacia arriba, clavando dos incisivos y agudos colmillos en la enjuta carnadura del mancebo, casi a la altura de su cuello.

—"Pero, tú me habías prometido...", —alcanzó a gritar el pequeño, horrorizado—, mientras se derrumbaba por tierra y sus ojillos dilatados adivinaban ya cercano el espectro inexorable de la muerte.

—"Káuk-lé-ma'sôan, tú sabías cuánto arriesgabas al haberme tomado contigo" —dijo la serpiente—. Y en seguida dibujó una muesca escurrida y ondulada en el suelo flojo, perdiéndose cínicamente después entre la maleza. Y dejó morir solo al inexperto muchacho, luego de haberlo deslumbrado con sus promesas e inyectado aquel joven cuerpo del letal veneno.

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Este cuento —decía el Abuelo—, podría ser dedicado a todos aquellos que se dejan engañar no sólo por el afán de las riquezas, el poder, la autosuficiencia, las drogas, el alcohol, el placer, la velocidad, etc. —"Sabías a qué cosa te exponías al haberme tomado contigo"—. Una víbora siempre muerde. Es decir, el mal, siempre hace daño y a nadie perdona. Es como decir, "de los efectos del después o del arrepentimiento de haberse acercado y pactado con el mal, están llenos los panteones". Pero, entonces, "pos ya pa' qué"; los "malhayas" —decía el abuelo— nunca a nadie han servido de algo, solo para arrancarse a jalones los cabellos y sembrar más calvos canijos en la tierra.

Por eso, enseñaba que se ha de buscar ser sabio y estar atentos antes y siempre; nunca hay que esperar el: "ya veremos después qué pasa", sino rechazar el mal "violentamente". —Con lo cual quería decir: decididamente.
Por cierto, usaba mucho este término el abuelo: y lo mismo hacía cuando nos enseñaba cualquier laboreo relacionado con la agricultura o la preparación del terreno. Nos advertía en forma reiterada, que trabajáramos "violentamente"; con lo cual quería amonestarnos a "estar siempre despiertos"; o sea, que todo cuanto se realizara, debería hacerse con diligencia, atención, decisión e inteligentemente.

Además —concluía el Abuelo su enseñanza—, la vida es la única lucha que hemos de afrontar, y de la cual hemos de salir victoriosos. Se nos dio la inteligencia y todas las demás capacidades para ser vencedores; y la metáfora de Káuk-lé-ma'sôan, nos muestra que la ignorancia, o la locura, puede poner en peligro la misma vida.
Por último, también nos revela este fracasado esfuerzo, que sólo debemos hacer aquello que esté al alcance de nuestras posibilidades; pues querer abarcar más de lo que miden nuestros brazos, llevaría a la descoyuntura de todo el cuerpo y ver trastornada la realidad, cayendo frecuentemente en sueños, ilusiones y afán de milagros, que lo puedan resolver todo de una vez, lo cual es un atentado a la misma fe, que debe ser siempre responsable; ya que la fe no es otra cosa sino la luz que interpreta con su claridad la propia vida; y ésta, la vida concreta, no es angelical, mágica o providencialista, sino ante todo, es y debe ser humana, para que pueda llegar a ser divina.

Porque —decía el abuelo— los sueños, fantasías, ansia de poder, intransigencia e ilusas conjeturas subsidiarias, sólo traerían como consecuencia dejarnos apartados del concierto, del tejido y actuación personal que significa la encomienda del vivir sabiamente la construcción de nuestra obra individual e inconfundible en el tiempo, cuyos mandamientos primordiales para todos son: —"sé responsable", "está atento", "sé feliz haciendo felices a los demás"; pero, los tres a la vez y en todo tiempo, pues si faltase uno sólo, no se podrá elevar la edificación de la propia realización humana, y ésta podría irse a pique o ser arrasada por las soluciones fáciles con epílogos de lamentar, como el caso de Káuk-lé-ma'sôan .

Texto agregado el 07-01-2004, y leído por 292 visitantes. (0 votos)


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