Cuando le abordaron por la calle dos semanas atrás y se lo propusieron su primera respuesta fue un no rotundo. Más tarde, mientras cenaba un plato de comida precocinado frente al televisor, decidió que llamaría al número de la tarjeta que le habían dado. Lo haría. Lo necesitaba. Miró al cuadro de a pared, descolgó el teléfono y oyó la señal. Cuando del otro lado escuchó una voz seca dijo: “De acuerdo, he pensado que es mejor hacerlo”.
Bastaron un par de comidas en un restaurante cercano a la costa para que le explicaran los pasos que debía dar. Las instrucciones a seguir eran simples. Todo parecían facilidades, excepto por una norma que bajo ningún pretexto podía incumplir. Si la incumplía, todo se vendría abajo.
Llegó al muelle al atardecer, con los zapatos azul marino y la gorra de bisbol sobre su cabeza. Salió punto por punto como el tipo del restaurante le había contado. Incluso incumplió la norma. Fue solo un descuido y apenas duró un segundo, pero la incumplió. Y no pasó nada.
Asunto zanjado. Terminó su pesadilla. Ya ha embarcado y ahora, ya nada es lo que era.