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Cumpliendo con la promesa que le había hecho a su madre, Ana Lougan hacía ya mucho tiempo que no regresaba al pueblo de Córdoba donde había nacido. Allí creció y, entre sierras y arroyos, quedaron atesorados los recuerdos de su infancia.
Durante dieciocho años ese pueblo fue su hogar y el único paisaje que vieron sus ojos, hasta que un día la sensación de que la vida ocurría en algún lugar lejos de ahí la impulsó a irse a estudiar a Buenos Aires. Cuando se fue juró nunca volver, cansada ya de ver siempre a la misma gente y de tener que elegir entre las pocas cosas que el pueblo le ofrecía para hacer. El temor de que su vida fuera igual a la de su madre, para ella rutinaria e insignificante, la convenció de que estudiando una carrera podría abrirse otras puertas y de esa forma desafiaría el triste destino que le esperaba si se quedaba en el mismo lugar por más tiempo.
Veinte años después, Ana es una reconocida psicóloga, respetada entre sus colegas y con incontables pacientes que entran y salen, sesión tras sesión, agradecidos de su consultorio. Le bastaba mirar a su alrededor paras entirse satisfecha por la decisión tomada cuando era apenas una adolescente. Pero quizás la proximidad de cumplir cuarenta años, o el ver crecer a sus hijas, la obligó a detenerse para ver el camino recorrido. Algo la llevó, sin querer, a prestar atención a una frase que varias veces había oído decir a sus pacientes cuando terminaban el tratamiento: - Gracias, Ana, siento como si me hubieras limpiado por dentro.
Cada vez que la escuchó la dejó pasar sin notar todo lo que esto significaba en su vida.
Un fuerte dolor en el pecho, que se fue extendiendo al resto del cuerpo, le impidió por unas semanas ir a trabajar. El médico le recetó descanso y alguna pastilla para aliviar los prolongados dolores de cabeza que la asaltaban repentinamente.
Un Domingo en que Ana se sentía mejor físicamente, pero sola por dentro, invitó a unos amigos a almorzar. Preparó la mesa en el jardín; el día invitaba a estar al aire libre. Terminando la comida, ella se recostó en una reposera un tanto inquieta. Sin querer, sus ojos comenzaron a buscar algo, tal vez una señal. Como dejándose llevar dejó que sus ojos guiaran su vista y entonces, después de unos minutos, vio la ropa que colgaba en los balcones del edificio enfrente de su casa.
- Mamá – dijo.
La imagen de la ropa limpia fue un puente que la llevó a una revelación. Recordó a su madre, el resentimiento que la alejó de su lado y que aún resonaba en su interior. Aquella mujer, que durante toda su vida se dedicó a ser la lavandera del pueblo. En eso, y en cuidar a su familia, consistía toda su existencia.
Yo también de alguna manera estoy lavando ropa, la diferencia es que es la de mis pacientes, pensó.
- ¿Alguien quiere más café? – preguntó.
Aquello que la había hecho partir todavía la acompañaba.


- FIN -

Texto agregado el 30-06-2002, y leído por 334 visitantes. (0 votos)


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