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Nada pudo hacer para que los zapatos de tacón y las piernas que los llevaban puestos regresaran. Ella se marchó tan enfadada que ni siquiera quiso oír explicaciones. Para Miguel todo había terminado. Una marea salada le inundó los ojos. Fijó la mirada y las lágrimas en la taza de porcelana que yacía en el suelo, tan blanca, sosa y vacía como ataúd sin muerto; luego en el plato y en la cucharita de plata que parecía destinada a completar, discretamente, el trío de caídos que había sobrevivido a la catástrofe. ¿Cómo podía acabar de ese modo?

Y aunque el orgullo le raspaba la garganta, se lo tragó de un bocado y defendió su inocencia como un reo desesperado. Arguyó que él no había tenido culpa alguna, que lo había hecho sin pensar, que era bueno, o no tan bueno, pero por lo menos un poco más que otros, que las cosas a veces suceden misteriosamente solas y que no lo volvería a hacer jamás. Suplicó entre sollozos. Juró y volvió a jurar. Una indigestión de sentimientos le devolvió el orgullo a la boca y con los labios apretados escupió un “¡mala!” que hizo que los tacones azules –eran azules- se detuvieran.

Por un segundo, las piernas que se alejaban flaquearon. La cabeza, en cambio, no dio señales de movimiento. Él tuvo una esperaza. La quería tanto. “Es la más buena y bonita del mundo”, decía, presumiendo ante los amigos. Y se hinchaba de felicidad.

¿Cómo no amarla, si desde ese lunes de nieve en que se conocieron, ella le acarició los sentidos con hermosísimas canciones? ¿Cómo no quererla si en todos esos años ella había sido la única que podía espantar el dolor y las tristezas con un beso? Pero ahora no cabían las canciones ni los besos llovidos desde el cielo. Ahora, lo único que quedaba eran unos tacones, unos restos, una taza, un plato, una cuchara y unas lágrimas derribados, como una condena, sobre el suelo.

Ella retomó el camino hacia la puerta sin responder a la provocación. El momentáneo desliz de ternura, compasión o rabia que le hizo detenerse había desaparecido. Sus pasos sonaron tan firmes como la decisión que había tomado.

Miguel se arrodilló. Recogió las pocas porcelanas que quedaron intactas y antes de que ella girara el pomo, se atrevió a sollozar una última objeción:

¿Tres días sin televisión por tirar la vajilla de la abuela? ¡Sí que eres mala, mamá!

Texto agregado el 20-07-2006, y leído por 120 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-08-2006 Jajajaja, es genial... ese final está para el recuerdo...jajaja, niña... que buena eres en esto, joooo... Thais
20-07-2006 Me tomaste muy desprevenido con el giro final, pilla!! Sin él -sin ese remate, quiero decir- te habría dicho que tu cuento era también poesía. Y con el remate y todo... ¡te lo sigo diciendo! :-) Iwan-al-Tarsh
 
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