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Nunca supo el momento exacto ni el día ni la hora. Tras aquel momento borró cualquier rastro del pasado melancólico. Por tanto, sólo podemos aventurar que se trataba de un día como otro cualquiera (aunque era un día extremadamente caluroso, de eso hay certeza). Tal vez fue el sofoco y la necesidad de un poco de aire lo que le condujo al parque de delante de su casa, tal vez fue el azar. Se sentó en uno de los bancos-era la primera vez que lo hacía-.Intuyo que la algarabía, las risas y las voces de los niños que allí jugaban desentonaron con su obstinada costumbre de aferrarse a la tristeza. Probablemente, como en cualquier parque, en éste también había palomas, y una fuente, y juegos para los pequeños y abuelas con sus nietos y padres con sus hijos y algún outsider, que como él, se sintiera desubicado ante tanto alarde de vida. Los hechos de los que dispongo son escasos, pero certeros y esclarecedores, el resto habrá que intuirlo o descifrarlo. Permaneció varias horas ensimismado, la cabeza gacha, desaliñado y abducido por una suerte de tristeza del alma difícil de describir. Una tristeza que se le adhería a todos sus gestos, a su mirada, a su sonrisa forzada, a sus ojos apagados, a sus manos temblorosas.Los que le conocíamos habíamos dejado de recordar al tipo alegre, ingenioso y vital que era antes de la pena . Nos acostumbramos a lo que se convirtió, como si no hubiera remedio, como si siempre hubiera sido así, o peor aún, como si su tristeza nos incomodara. Y es que nadie conoció el remedio hasta ese día de verano, que bien pudo ser un martes o un sábado de julio o agosto. Lo cierto es que sentado en aquel banco algo , alguien o el mismo azar quiso que aquel hombre enfermo de tristeza encontrara su bálsamo. No fue el encuentro con alguien especial-no hay nadie tan especial para aliviar este tipo de males-, ni creo que tampoco una de sus infinitas divagaciones que sólo servían para agarrarse más a la pena y a la melancolía. Ni la idea utópica de que la visión de la felicidad, la alegría y la ilusión de aquellos renacuajos brincando despertara en él algún resorte. Los hechos demuestran que al cabo de unas cuantas horas se alejó del parque camino a su casa. Como únicos acompañantes: la pena, los ojos apagados, y el alma encogida. A partir de este momento todo lo que sigue son conjeturas. Unos dicen haberle oído asomarse al balcón y acompasado por una estentórea carcajada despedir a alguien o a algo. Dicen que proclamaba: Aurevoir, Tristesse!, y se reía compulsivamente para después dar paso a un llanto desconsolador, y así sucesivamente durante un largo rato. Los que lo conocíamos, nos lo encontramos semanas después y vimos a otro hombre. Cierto que no era otro, cierto, era el hombre al que siempre conocimos y que la pena que le había habitado nos lo arrebató.Nos alegramos gratamente;incrédulos pero aliviados ya que todo parecía volver a la normalidad; ya había acabado, por fin, fu aquel tránsito desdichado. Le abrazamos fuertemente como si con ello evitáramos perderlo de nuevo; estuvimos tomando unas cañas, riendo, recordando viejas anécdotas.Nos sentimos todos contentos al escucharle como siempre, al observar sus ojos brillantes, al comprobar su vitalidad (la misma de siempre). Habíamos recuperado a nuestro querido amigo, no era para menos. De pronto, se levantó y salió del bar. Dijo que volvería en un momento. Seguimos bebiendo y esperándole. Esperándole hemos estado hasta hoy. Se fue para no volver y nos dejó escrito algo para descifrar que había escrito en una servilleta de papel: El que me acepta por lo que soy sin aceptar en lo que me podré convertir o en lo que fui sólo acepta la parte irreal de mí. Y en letras grandes y en mayúsculas proclamaba: Aurevoir, Tristesse! Lo último que he sabido de él es que la alegría le acompaña día a día, y que todas las tardes sin importarle si llueve y el tiempo es demasiado frío o caluroso, sale a pasear con el vagabundo ,que aquella tarde como él, estaba sentado en el banco de aquel parque.

Texto agregado el 09-08-2006, y leído por 74 visitantes. (0 votos)


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