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La noche era limpia, oscura, intrigante. La desazón se cebó cruelmente en Greta; las frías palabras de Julio la habían dejado mal herida. Sólo caminaba y lloraba, su cuerpo apenas reconocía su voluntad. La ciudad permanecía dormida, el frío no la inquietaba.

-¡Maldito sea! –gritaba con inquina desde su interior,

Greta era menuda; de su figura armoniosa destacaban por su viveza unos pequeños e inquietos ojos verdes; su forma de andar, con pasos cortos y ligeros, la hacían parecer presurosa; sus marcadas caderas, sus firmes piernas realzadas por unos zapatos de tacón fino y sus proporcionados pechos le daban cierto atractivo.

Hacía más de cinco años que salía con Julio; lo conoció con tan solo dieciocho y por encima de todas las cosas estaba él.

Julio no era precisamente bello; era bajo y rechoncho, apenas tenía cuello, su cabeza entroncaba directamente con sus hombros, sus manos y pies eran demasiados anchos para su cuerpo, de su cara imberbe apenas asomaban, tímidos, unos cuantos pelillos sin ton ni son. Sin embargo su simpatía y su sagacidad habían cautivado a Greta.

Durante estos cinco años se habían querido mucho. Cuando se reunían con sus amigos, Julio era el centro de atención; Su astucia y su capacidad de liderazgo suplían su latente fealdad, hasta tal punto esto era así, que Greta , en más de una ocasión se había encarado a sus amigas por las continuas bromas que vertían sobre el físico de su amado. Bien cierto era, que Julio era un buen amante y que la satisfacía con plenitud, circunstancia que contribuía en gran medida a la entregada admiración de Greta
.
Aquella noche, cuando Greta se disponía a cenar , sonó el teléfono; Era Julio, su voz parecía distinta, no transmitía su habitual alegría; con tono trascendente la citó a las doce de la noche en el pub Celeste.

Una vez allí, Julio, esquivando con pesadumbre la mirada de Greta, le dijo que la quería pero que ya no la amaba, que todo terminó, que había conocido a otra... Ella ya no escuchaba solo oía. Al cabo de un rato, ajena a las preguntas de él, se levantó y se fue.


¡Maldito sea!, ¡Maldito sea!- seguía gimiendo con triste rencor su alma.

Sus pequeños pasos en la limpia noche no la conducían a ningún sitio; el ruido del camión de la basura osaba a desafiar el silencio que imponía la luna. Después de vagar durante horas por las calles de la ciudad, se sentó en uno de los fríos bancos de piedra que flanqueaban la rambla de San Fernando. Allí meditó, pensó que era libre, que el amor era así, bello, cruel, desconcertante, imprevisible.

Sus tacones resonaron con fuerza hueca al final de la noche. Estaba sola, pero era ella, tan solo ella.




Texto agregado el 11-08-2006, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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