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Tata Saramanta



Tacú, tacú, tacú, tacú, golpea con su palo la vieja campesina, machacando maíz en el mortero.

Marán, marán, marán, marán, suena la piedra de moler.

El niño desgrana los choclos, que son las espigas del maíz, con un enorme cuchillo. Cuando tiene formado un montoncillo de granos, brillantes como perlas de mar, los echa en el mortero y la anciana, marán, marán, tacú, tacú, golpe a golpe, convierte el cereal en leche rubia y dulce como la miel.

El pillo sonríe. Piensa en ricas humitas*, se ve ahíto de mazamorra* o chupándose los dedos con el arrope color de caramelo. La anciana, ojos tristes y pura arruguitas la cara, lo mira sin dejar de machacar. Baja y sube el palo de algarrobo que, en sus manos añosas, parece una varita mágica.
¿Quién diría que golpeando así, pueden salir comidas tan sabrosas de unos granos de maíz?

- Abuelita, ¿quién inventó el maíz?

- Nadie lo inventó, hijito. En estos valles se lo conoce desde de los tiempos del Tata Saramanta.

- ¡Ah! ¿Y cómo fue, abuelita? ¡Cuente, cuente!

- Primero espanta las gallinas. Si sigues descuidándote nos dejarán sin un grano.

El niño las ahuyenta y vuelve a su tarea. De a poco comienza a desenrollarse el cuento prometido.

- Hace mucho, en el tiempo de los antiguos, cuando todavía no se conocían por acá vides ni manzanos, caballos ni ovejas. Antes de que los viejos contaran la leyenda de un cóndor grande y negro como la pena que, un día, voló llorando hacia el sol. En esos tiempos, entre los antiguos de estos lugares, vivía un chico que se llamaba Lliogaya.

- ¡ Ándame a juntar colores!, le pedía su madre y Lliogaya salía silbando por las quebradas de la montaña, a recoger el amarillo de las retamas. Recorría los prados plagados de campanillas silvestres para obtener el azul. Largas culebras de rojo se formaban a orillas de las vertientes donde florecían rebaños de pétalos colorados que, uno a uno, metía el niño en su cesto de juncos.

En sus andanzas por quebradas y valles, por médanos y pedregales, conoció Lliogaya los animalitos del campo y aprendió a quererlos. Todos salían a saludarlo cuando pasaba, cesta en mano, a recoger las flores y hierbas con que su mamá fabricaba tinturas para colorear dibujos y guardas en ponchos y cacharros.

Lliogaya silbaba. El zorzal y las calandrias lo acompañaban revoloteando a su alrededor. Correteaba por los prados jugando a la pillada con chulengos, charabones y cuyes.*

¡Qué suave la piel del guanaco, cuando lo acariciaba!

¡Qué alegre la risa de Lliogaya, boca arriba sobre la grama, mareado por las volteretas de los avestruces!

¡Ay, qué dolor aquel día cuando el guanaquito amigo cayó en sus brazos, atravesado el corazón por una flecha!

El cazador tuvo que tironear fuerte para arrancar el animalito de las manos del niño. Después, Lliogaya corrió cruzando arroyos y prados. Pisó el verde de los pastos sin notarlo. El azul del cielo golpeaba sus mejillas convertido en brisas, pero él no lo veía. Tampoco reparó en que el sol brillaba más amarillo que las flores de retama. Sólo miraba el rojo que en las manos le quedó pintado. No paró hasta el caserío donde fue a llorar en las faldas de su madre.

- El guanaco murió para que tú crezcas sano y fuerte, igualito a nuestros cazadores, le dijo el padre. Pero Lliogaya se quedó callado, él no quería ser cazador. Aquel día no comió.

Llegó un tiempo en que los animales, asustados por las cacerías, huyeron hacia tierras lejanas.

El hambre bajó por las faldas de los cerros, bailando en los remolinos del viento Zonda, y se metió a silbar en la güatita* de los niños.

Bien de madrugada partieron los cazadores con arcos, flechas, hondas y macanas. Rumbearon por las sendas de las tierras altas, a ver si tenían la suerte de toparse con algunas vicuñas, guanacos o llamas.

- ¡Pueda ser que traigan algo para comer, Lliogaya!

- No se preocupe mamita, yo saldré a buscar berros y algarrobas e iremos tirando lo más bien.

Pero unas pocas hierbas o vainas de algarrobo no alcanzaban para aplacar al bicho del hambre. Quienes quedaron en el caserío pasaban las horas, puro mirar la profundidad de las distancias, esperando divisar alguna polvareda anunciadora de los cazadores cargados con provisiones.

Lliogaya no estaba menos triste que los otros del poblado. Ya no silbaba como zorzal, ni se fijaba en los colores del campo. Las calandrias se le acercaban con sus mejores cantos y él se les quedaba mirando.

- ¿Qué podremos hacer para ayudarlo?, se preguntaban los pajarillos apenados por el sufrimiento de tan buen amigo.

Un día, las golondrinas que son tan viajeras y conocen toda la tierra, trajeron a Lliogaya de allá lejos al norte, de un lejano país que nombraban el Perú, un montón de semillas doradas.

- Con ellas, dijeron las pequeñas aves, si las siembras, riegas y cuidas, podrás ahuyentar al bicho del hambre.

Huañu, huaaañuuu, huaaañuuu, soplaba el viento, polvareda quemante que brama, relincho anunciador de desgracias. Huañuuuu, huañuuu.

Los cazadores no volvían. Las viejas adivinas echaban sus conjuros y eran malos agüeros que mostraban.

Lliogaya, sujetándose el hambre en las entrañas, plantó las semillas. Una a una las regó con sudor y agua. Las que fueron semillas doradas, crecieron en un verdor fresco y alegre. Luego, el plantío se vistió de espigas amarillas como patas de gallo. Al fin, reventó en multitud de frutos. Choclos, los llamó Lliogaya.

Fue como si todos los colores del valle volvieran, de repente, a pintar prados y quebradas, ríos y montañas. El Sol sonriéndole al Aconcagua.

Lliogaya descendió corriendo hasta las casas.

- ¡Sara! ¡Sara!, gritaba.

De sólo escuchar el nombre del maíz, tembló de miedo el viento Zonda. Y el hambre huyó cabalgando en polvaredas.

Tacú, tacú, marán, marán, canta el mortero de la vieja campesina que no ha parado de moler maíz. Ahora se queda callada, ¿en qué lejanas historias estará pensando?

- ¿Y, abuelita, retornaron los cazadores con sus cargas de carne?

- La verdad, hijito, que ni me acuerdo. Lo que sí se, es que a Lliogaya se lo conoció, desde entonces, como el Tata Saramanta que es algo así como decir el Padre del Maíz.


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* Humita: comida andina caliente a base de maíz fresco
Mazamorra: comida andina fría a base de maíz seco
Chulengo: guanaco pequeño
Charabón: pichón de ñandú (avestruz)
Cuye o cuis: conejillo de indias
Güata: panza, estómago.

Texto agregado el 15-01-2004, y leído por 962 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
15-01-2004 Realmente es de los que cuentan los abuelos para decirnos de alguna manera, entre fántastica y real, como llega a nosotros lo que ya vemos crecido pero no nacido. Es un cuento multicolor, multisabor, multiolor...Un saludo eloisa
15-01-2004 Notable, el ambiente es palpable y oxigena el alma. Me pareció muy bueno, gracias por compartirlo. CAO
15-01-2004 Hermosa historia. superalfa
 
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