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CAMINO A LA GLORIA
Por Víctor H. Campana

La policía tuvo que romper la puerta para poder entrar e informarse de lo que sucedía en la miserable casa de Toribio Mendoza. Nadie lo había visto durante los últimos tres días y esto causó alarma porque su presencia diaria en varios sitios era conocida y esperada. Esta costumbre hacia de él un personaje popular, aunque no bien querido, en su pueblo natal, Píllaro, en la cordillera de los Andes, cerca de la mitad del mundo. Vistiendo siempre trajes raídos, greñudo y raramente afeitado, Toribio se miraba como un vagabundo en sus cincuenta años. Invariablemente asistía a misa todas las mañanas y al rezo todas las tardes en la única iglesia del pueblo. Arrodillado frente al altar mayor, Toribio rezaba como el más devoto de los feligreses. No traía libro de oraciones, rosario o reliquia católica alguna. Se suponía que rezaba porque a intervalos regulares se golpeaba el pecho tres veces y se santiguaba. Esta demostración de fe resentía al resto de los parroquianos, incluso al señor cura, porque fuera de la iglesia Toribio se comportaba como un pecador sin escrúpulos. Tenía mal carácter, era mal hablado, buscapleitos y tacaño. No trabajaba, sin embargo, siempre tenía suficiente dinero para su habitual juego de naipes en las cantinas donde con otros jugadores apostaba el costo del aguardiente o la cerveza que consumían noche tras noche hasta el cierre del bar.
Según la creencia general, Toribio era un hombre rico con una fortuna cuya procedencia se ignoraba, pero se sospechaba que la había acumulado por malas artes durante su juventud y que ahora él guardaba en algún lugar secreto de su pequeño rancho a orillas del pueblo. Al cumplir sus dieciocho años había abandonado su hogar y partido con rumbo a la costa en busca de una mejor vida y fortuna. Se había embarcado como marinero en un buque mercante y recorrido gran parte del mundo. Esto él lo había dicho sin dar mayores detalles de sus actividades y aventuras durante los veinte años que duró su ausencia. La noticia de la muerte de su padre le hizo volver al pueblo y se quedó para acompañar a su madre inválida que murió un par de años después. Su hermano mayor y único, Pablo Mendoza, estaba casado, tenía cinco hijos, tres varones y dos mujeres, y vivían en un rancho de propiedad familiar fuera del pueblo. Las propiedades de los padres se repartieron entre los dos hermanos y Toribio heredó la casa donde vivió y murió. Cinco años después de la muerte de la madre, unos bandoleros indígenas asaltaron la casa de Pablo, asesinaron a él y a su esposa, robaron cuanto pudieron y escaparon. A partir de entonces la personalidad y actitud de Toribio cambiaron completamente. Aunque era, por naturaleza, reservado y parco, no dejaba de ser sociable y hasta tenía una que otra aventura romántica. Después se tornó ermitaño, antisociable y descuidó la atención de su persona, hasta el punto de parecer un vagabundo.
La primera vez que Toribio y yo nos hablamos fue durante una de mis vacaciones escolares en la hacienda de mi abuela paterna cercana a Píllaro. Mi abuela solía llevarme a la misa dominical y de ahí a la feria tanto para comprar algo que necesitábamos como para distraernos mirando lo que había de nuevo y socializando con nuestros conocidos. Toribio y yo nos encontramos casualmente en una tienda a la que habíamos entrado, yo a comprar canguil y él cigarrillos. Cuando nos miramos, me impresionó su mirada penetrante e inquisitiva. Espontáneamente le dije, “Hola”, y él respondió, “Hola, muchacho. ¿Eres nuevo en el pueblo?”, preguntó con voz cordial. Hablaba con un acento que no era local. “Sí”, le respondí, “estoy de vacaciones”. Antes de salir de la tienda se volvió para decirme, “Que te diviertas, muchacho”.
Los únicos familiares que tenía, sus tres sobrinos y dos sobrinas, estaban todos casados y vivían cómoda e independientemente. Toribio visitaba a cada uno de ellos por turno, una vez a la semana a la hora del almuerzo. Siempre llegaba con las manos vacías y con buen apetito y siempre era bien recibido y bien servido. Pero la cordialidad y el afecto duraban solo por el tiempo que duraba la visita. Una vez fuera de la casa, los sobrinos le condenaban y detestaban. Entre ellos tácitamente se habían confabulado para demostrarle afecto y así asegurar la herencia de su fortuna.
El señor cura también se mostraba benevolente cada vez que tenía oportunidad de hablar con Toribio, que era generalmente fuera del templo porque nunca llegó a convencerlo que acudiera al confesionario. Piadosamente le hablaba sobre la salvación de su alma para lo cual debería renunciar sus vicios y su tacañería y demostrar, en cambio, ciertas virtudes que le conducirían a la gloria. El cura ponía especial énfasis en la generosidad dirigida hacia la casa de Dios, o sea, a la iglesia, y daba ejemplos de los feligreses piadosos que donaban sus fortunas para asegurar la salvación de sus almas. Toribio, de tanto oírla, ya sabía de memoria esa larga letanía y siempre ponía oídos sordos, pero asentía con movimientos de cabeza mientras el cura hablaba. Cuando terminaba la plática recibía la bendición del cura y se iba sin dar un centavo de limosna y sin prometer arrepentimiento o donación alguna.
El día en que la policía entró a la fuerza en casa de Toribio había gran expectación en todo el pueblo, la gente hacía toda clase de comentarios con más curiosidad sobre su fortuna secreta que sobre su suerte personal. A Toribio Mendoza lo encontraron allí, tendido en su cama y sosteniendo en su mano izquierda una botella vacía de aguardiente, pero estaba muerto.
Después del debido procedimiento policial con la asistencia de un médico vecino y la bendición del cura, el cadáver de Toribio fue trasladado a la morgue para la autopsia de ley. En cuanto la carroza con el muerto se alejó de la casa, los parientes de Toribio junto con los policías, el cura y el médico, revolvieron la casa escudriñando cada rincón, levantando el entablado del piso y rompiendo las paredes buscando la fortuna secreta, pero nada encontraron.
La noticia de este fracaso se esparció inmediatamente por todo el pueblo que escuchaba con muestras de incredulidad. Pocas horas después, otra noticia de origen desconocido comenzó a correr de boca en boca: decía que los parientes de Toribio se habían posesionado de su fortuna antes de su muerte. Al final del día esta última noticia se convirtió en un hecho generalmente aceptado.
El cura del pueblo era oriundo de la capital, tenía unos treinta y cinco años de edad, era elocuente y trataba a los parroquianos con la autoridad de un padre de familia que conocía sus nombres y sus haberes. En los cinco años que llevaba de párroco había hecho muchas innovaciones, como establecer una limosna obligatoria para entrar a la iglesia a escuchar el sermón de las siete palabras el viernes de Semana Santa. Bajo un entendimiento práctico del Infierno y la Gloria, y de la vida y la muerte, el cementerio que pertenecía a la iglesia lo había dividido en tres secciones: Infierno, Purgatorio y Gloria. De modo que todos tenían la opción de elegir el lugar de reposo final antes de dejar esta vida. Pero cuando no había una previa elección, como en el caso de Toribio, correspondía a los parientes del difunto tomar esta decisión.
Uno de los temas favoritos de sus sermones era la salvación del alma. Solía decir que el camino al Infierno era amplio y fácil y que el camino a la Gloria era estrecho y difícil, y aconsejaba que para ir al cielo era necesario hacer grandes sacrificios. Uno de esos sacrificios, y el más seguro, decía, era hacer donaciones a la iglesia.
Cuando llegó la hora de arreglar los funerales de Toribio, el cura instó a los deudos a que demostraran su compasión y pusieran a Toribio en el lugar que conduce a la Gloria. Les hizo ver que el difunto había sido un pecador empedernido y que por lo tanto recomendaba una alta contribución. Se había fijado una contribución mínima para la sepultura en la sección Gloria. Cualquier contribución menor era buena para obtener sepultura en la sección Purgatorio. La sección del Infierno era gratis.
Los parientes de Toribio eran personas con alguna ilustración. Viajaban regularmente a la capital del país y habían visitado por un par de ocasiones los países vecinos, de modo que gozaban de cierto prestigio. Eran tacaños como el tío, vivían confortablemente y hasta con algún lujo. Tenían suscripción del periódico capitalino y poseían una buena colección de libros. Se sabía que en esa colección había libros que no eran aprobados por la iglesia, como Las Catilinarias, de Juan Montalvo; Los Derechos del Hombre y Cándido, de Voltaire, y obras del escritor colombiano excomulgado Vargas Vila. Consecuentemente, cuando el cura les urgió que enterraran a Toribio en la sección Gloria, ellos le respondieron con un rotundo no. Para justificar su decisión, dijeron que porque había muerto hace tres días, Dios ya había recibido su alma y la había enviado al lugar que le corresponde, cualquiera que este sea. Comprendían que Toribio había sido un pecador que nunca dio señales de arrepentimiento y que, por lo tanto, se suponía que era el Infierno el lugar donde debería estar. Además, argumentaron, sería un sacrilegio tratar de comprar la voluntad de Dios. De modo que decidieron sepultarlo en la sección Infierno. Y el sepelio se realizó sin la consabida ceremonia religiosa, sin mayor acompañamiento, sin lágrimas y sin una cruz en su sepultura.
El día de los funerales de Toribio fue el último día de mis vacaciones. Yo era uno de los pocos curiosos que mirábamos desde lejos este evento, pues no nos atrevíamos a poner un pie en el territorio del diablo.
El año siguiente, cuando terminé el sexto grado de la escuela primaria, volví de vacaciones a la hacienda de mi abuela. A poco de haber llegado me informé y percaté que muchos cambios habían ocurrido en el pueblo. A raíz de la muerte de Toribio, el obispo de la diócesis había venido a una visita de inspección y ordenado el remplazo del párroco, la eliminación de las limosnas obligatorias y la conversión del cementerio en un campo santo general. Inmediatamente después, los parientes de Toribio Mendoza habían colocado una cruz grande de cemento en su tumba y comprado un automóvil nuevo. El ambiente en general era diferente, había más cordialidad, más franqueza y menos temores y prejuicios. En mi camino de vuelta, cuando terminaron mis vacaciones, me detuve para entrar al cementerio, depositar unas flores en la tumba de Toribio Mendoza y desearle que descanse en paz.

Texto agregado el 15-01-2004, y leído por 235 visitantes. (1 voto)


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