Érase una vez, en un lugar muy pero muy apartado de la ciudad y cualquier pueblo rural conocido, cierto niño F. que juraba y maldecía no vivir tan lejos de algún lado porque conocía un teléfono amarillo con amarillentas teclas blancas, un computador decorado con internet, una televisora que un día se volvió obesa sin darse cuenta, una radiola a la que no le daba vergüenza andar descalza y un reloj que funcionaba con palitos remojados en baba seca de caracol tuerto. Sólo Los conocía de oídas pues en realidad nunca Los llegó a conocer y reconocer realmente hasta que olvidó el uso del alfabeto. Cuando ese momento llegó, inesperadamente comenzó a ver personas hablar por un lado, objetos rechonchamente ágiles deslizarse por el mismo lado, peloticas chistosas hacer bromas livianas en la cima de la burbuja más vieja de todo el lago negro y un numero finitico orillándose al contratiempo con el que llegaba F. al lugar predicho.
– ¿Ya llegó? – se preguntaron.
Todos respondieron al tiempo, ocultándose fugazmente en una piedra escapada de la casa para hacerse estrella en el firmamento, un..
– ¡No!
Habíanse consumado todas las señales dispuestas, propuestas y eludiblemente posibles para que se diera este momento, así que brotaron de las extremidades del recinto fucsia con color hogareño los aplausos y alaridos que podían caber en una taza hexagonal hasta que fuese reventada o desbordada, y antes de derramarse de efusividad y contentamiento el pequeño F. tosió dos veces, como de costumbre, para arrojarse sobre el costal de gris heno, que reposaba junto al humeante muro negro.