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Rolando Figueiro había decidido escribir un libro. Siempre había pensado que escribir no era tan difícil y que si se arriesgaba y tenía un poco de suerte tal vez podría encontrar un editor que publicara su libro. Y ahora, que la situación apremiaba, resolvería - al menos de momento - sus problemas económicos.

No hacía mucho había leído una novela que le dio el último impulso para tomar su decisión. La historia que leyó era tan insulsa y estaba tan mal escrita, que Rolando pensó que si un autor tenía el descaro de escribir semejante cosa, y había tenido la suerte de encontrar un editor con tan poco juicio como para publicarla, entonces él también podría lanzarse al mundo de la literatura. Y si ese libraco había llegado a sus manos, existía una gran posibilidad de que el libro que pensaba escribir cayera en manos de algunos incautos que compraran "el fruto de su ingenio", aliviando de paso las urgencias de su estómago.

No pretendía escribir un nuevo Don Quijote. Eso lo tenía claro. Le bastaba con una obrita entretenida, no muy larga, que distrajera a sus lectores y los alejara un poco de la opresión de la vida cotidiana.

El argumento no sería problema. Una novela con un personaje que busca el sentido de su vida. El problema clásico del ser humano. Eso le interesaría a todos los lectores. El tema podría resultar un poco serio pero bien podría incluir una que otra escena de alcoba para aligerarlo. Para darle dinamismo. Sería más interesante si el personaje central fuera una mujer. De preferencia madura, pero no mucho. Bonita...

"La historia de Matilde N., una bella viuda de treinta y tantos años, inteligente y emprendedora, que se solaza con el asedio de un joven y ardiente galán, pero que calma sus ansias en la cama de su amante mientras busca entre los dos el sentido de su vida".

Cuando leyó el bosquejo que había escrito, Rolando pensó que su carrera literaria no empezaría con una obra maestra. Pero esta idea no lo atormentó. Su objetivo era ganar un poco de dinero. Que otros se ocuparan de los premios.
El argumento tenía algo de cursilería pero Rolando no se desanimó pues sabía que después de escribir la primera línea, llegarían a su mente ideas que harían de su obra algo más elaborado. Ya habría tiempo para pensar en esos detalles. Lo importante era que su proyecto había comenzado.

Cuanto más pensaba en su libro, tanto más creía que su decisión era la correcta.

Era cierto que la falta de dinero en ocasiones anteriores le había aguzado el ingenio de una manera increíble, hasta el punto de idear las más variadas formas de ganarse la vida. Había planeado cultivar lombrices, exportar peces tropicales y sandías, crear una fundación para educar niños pobres, dar clases de geografía, cultivar repollos hidropónicos, falsificar pinturas, fabricar espejos para telescopios y un sinfín de cosas más. Pero cada vez que ponía los pies en la tierra después de increíbles estudios y constantes divagaciones, los proyectos se esfumaban.

Pero otra cosa pensaba ahora acerca de su idea de escribir un libro. Desde que estaba en el bachillerato descubrió que le resultaba más cómodo expresarse por escrito. Mandaba notas secretas a sus compañeras de clase y ellas quedaban fascinadas por la elegancia y finura de sus esquelas. La verdad es que no eran tan elegantes ni tan finas, pero una niña siempre aprecia los primeros escritos que recibe. Se afianzó en el arte de la escritura practicando en las innumerables cartas que escribió a su única novia, quien después sería su esposa, en la época en que fue agente viajero. Estaba conciente de que escribía un poco mejor que la mayoría de sus conocidos, pero nunca se le ocurrió que tuviera el talento necesario para escribir en serio. Pero cuando leyó el librito malo se preguntó: ¿Por qué no?

La decisión estaba tomada. Sería sólo cuestión de empezar. La inspiración (si es que se necesitaba inspiración para desarrollar su proyecto) fluiría después de escribir la primera línea.

Aunque el argumento de la viuda que buscaba el sentido de la vida entre las sábanas de sus amantes no le parecía malo, pensó que era mejor no arriesgarse. Vaya uno a saber que los lectores prefieran otras cosas, se dijo. Y concluyó que sería mejor escribir de una vez algo que la mayoría de la gente quisiera leer.

Para averiguar los gustos de los lectores utilizó una táctica que le pareció a la vez simple y efectiva: se fue a la primera librería que encontró y mientras fingía ojear un libro tras otro, observó con detenimiento cuáles eran los libros que la gente compraba.

Esperó pacientemente hasta que descubrió que había varias clases bien definidas de clientes en la librería.

En primer lugar estaban los que leían de pie. Parecía que querían leerse todo el libro sin tener que pagarlo, y en efecto, este grupo compraba muy poco. Yo mismo, pensó con ironía, podría clasificarme en este grupo.

Luego estaban los que preguntaban por un tema específico. Los empleados de la librería les mostraban el estante donde estaban los libros sobre el tema solicitado y los dejaban que buscaran. Algunos buscaban durante cerca de cinco minutos y escogían un libro. Lo miraban. Lo abrían. Leían unos renglones aquí y otros allá. Y terminada la inspección, o compraban el libro, o salían de la librería diciendo gracias.

Un tercer grupo preguntaba por el título o el autor. Si el libro estaba en los estantes, era el precio - que miraban casi siempre con desconsuelo- lo que los hacía decidirse. Casi no miraban el contenido del libro. Desde el comienzo sabían a qué venían y este grupo era el que más compraba.

La investigación marchaba por buen camino. A ese grupo de clientes (todas las librerías debían funcionar de igual manera) a ese último grupo, se dijo Rolando, estará destinado mi libro.

Con cierta sorpresa descubrió que los libros más comprados eran los de superación personal, metafísica y esoterismo. Con eso no había contado.

Así que a la gente le interesa más la estructura de las chacras, que las aventuras eróticas de una viuda joven, meditó para si. Le pareció un poco raro ese gusto generalizado, pero a fin de cuentas cada cual era libre de leer lo que le viniera en gana. Sin embargo, ahora que su carrera como escritor estaba por comenzar, tener ese conocimiento lo hizo convencerse aún más de que estaba en el camino correcto.

No se trata, pensó, de que la gente lea el libro que voy a escribir. Lo importante es que lo compren. ¿Pero cómo lo van a comprar si es malo? Entonces tengo que escribir no un libro bueno, pensó, sino uno que no sea malo y que se deje leer.
Durante dos días estuvo cerca de la caja registradora de la librería y los empleados empezaron a mirarlo con recelo. El comportamiento de las personas que entraban a la librería era el mismo, así que Rolando Figueiro dio por terminada su investigación. Y se alegró pues ya estaba cansado de pasar tanto tiempo en pié y lo empezaban a fastidiar las miradas cada vez más escrutadoras de los dependientes.

Al siguiente día fue a otra librería. Durante largas horas exploró la sección de libros de superación. La mayoría eran cortos. A lo sumo 150 páginas. Algunos tenían poemas. Los capítulos eran cortos. Las ideas se repetían en todos. Los nombres de los autores no eran comunes. Nadie llamado Juan Pérez era autor de libros de superación. Hechas todas estas observaciones, salió de la librería.

Llegó a su casa cansado pero satisfecho. Había tomado la determinación de dejar a la viuda tranquila y escribir un libro sobre superación personal. El libro sería corto, como lo demandaba el género. Y en lo demás detalles se ajustaría cuanto fuera posible a los libros que más se vendían. El proyecto no sería difícil de realizar y solo era cuestión de buscar un seudónimo apropiado pues su nombre no le parecía muy sonoro y de seguro pasaría inadvertido entre tantos y tan exóticos nombres de autores de libros de superación personal. De su investigación había concluido que cuanto más atrayente era el nombre del autor, tanto más solicitados eran sus libros.

Se recostó en su cama y se dio a la tarea de buscarse un nombre apropiado. Dejó volar su imaginación (como hiciera Alonso Quijana cuando buscaba el nombre de sus cosas) y no sólo pasaron por su cerebro muchos nombres, sino también muchos lugares y muchas personas. Pero una y otra vez volvía a su pensamiento la idea de que escribir un libro era la mejor ocurrencia que había tenido y que era muy probable que saliera bien librado. Se quedó dormido pensando en el éxito de su libro y cuando despertó a la mañana siguiente, todavía vestido y con las mangas de sus pantalones remangadas hasta las rodillas, le vino a la cabeza un nombre que habría de usar en el mundo literario y que le pareció adecuado a sus pretensiones: José Préminger.

Le dio el adiós definitivo a la viuda casquivana y se alegró de su buena ocurrencia. A los pocos días de iniciado su proyecto ya había tomado las decisiones más importantes y ya tenía un nombre que atraería a la gente.

Llevaba quince días sin afeitarse y le pareció que ese era un punto a favor. Un buen autor de libros de superación personal debe tener barba. Cuanto más abundante mejor. Sería indispensable añadir una foto suya en la solapa posterior del libro y acompañarla de una breve pero interesante biografía. Que había estudiado en las universidades de Berlín y Tokio. Que había dirigido varios seminarios en Sao Paulo, Sydney y Praga. Que había sido decano en la universidad de Calcuta. Que su "Método de Relajación Préminger" era mundialmente conocido por su eficacia y simplicidad y que todos los días recibía un gran número de cartas de personas que le agradecían haber cambiado sus vidas. Ahora, remataría la biografía, los lectores de lengua castellana podrían por fin conocer y utilizar su Método gracias a la diligente cooperación de varias entidades que reconocían que había incontables lectores que deseaban conocer esta obra maravillosa. En vista de ello, habían patrocinado la traducción de su obra a la lengua de Juan Rulfo.

Todo estaba listo, pues, en la cabeza de Rolando. Tan sólo faltaba empezar. Pero empezar era el mayor de los problemas para nuestro autor.

Cada proyecto que había planeado hasta en los más mínimos detalles, se había perdido por el simple hecho de que no había comenzado. Así sucedió por ejemplo con su cultivo de lombrices. Estudió su anatomía, sus hábitos de vida. Los misterios de la alimentación y reproducción de los anélidos dejaron pronto de serlo y se hizo un experto en ellos. Dominó todos los detalles del cultivo de la Eisenia Foetida y realizó todo tipo de cálculos, incluso algunos que aquellos que se ganan la vida criando lombrices no imaginaban que existieran. Pero nunca empezó con el negocio. Una fuerza desconocida que era superior a su voluntad se lo había impedido. La historia se había repetido con al exportación de peces y sandías, con la fabricación de espejos para telescopio y con todos los proyectos que habían cruzado por su mente. Dominaba por completo la teoría, pero siempre le había faltado dar el paso final.

Esa era su debilidad principal y lo sabía muy bien. No podía explicar que era lo que le sucedía, pero sabía que ese último paso era su única y hasta ahora infranqueable barrera.

¿Me pasará lo mismo con el libro? se preguntó. Pero estaba decidido a que esta vez sí haría realidad su proyecto. A que su tendencia a frenar en el último minuto no lo vencería en esta ocasión.

Durante varios días se prolongó su agonía por dar el primer paso. Aquella agonía lenta de sentarse ante la hoja en blanco y escribir el primer renglón.

Las dudas lo envolvieron y por primera vez desde que se le había venido a la cabeza la idea de escribir un libro, sintió que tal vez, tal vez su libro se añadiría a la lista de proyectos nunca realizados.

Un sudor frío que conocía demasiado bien lo invadió. Una lucha silenciosa y titánica se desató en su interior. Era ahora o nunca lo sería. Era empezar en este momento o fracasar de nuevo y para siempre. Era saltar de la planeación a la acción. Era por primera vez en su vida hacer algo.

Cuando ya era inevitable la derrota, sintió como soi lo cielos se abrieran y una voz que reconoció como la suya misma, pero que se oía ahora en todo el mundo decía: "Rolando, olvida el libro. Escribe un cuento."

¡Y el milagro se hizo!

Miró hacia la hoja que segundos antes había estado desnuda. Y pudo leer, con ojos incrédulos que empezaban a humedecerse, la línea que relucía radiante en el papel y que marcaría el principio de su vida como auténtico ser humano: "Rolando Figueiro había decidido escribir un libro."

Texto agregado el 22-08-2006, y leído por 154 visitantes. (0 votos)


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