El ángel arrancó una pluma de su ala. La llevó frente a su pecho y la observó. Blanca. Hermosa. Suave y filosa. Se reflejaba el viento en sus ojos. Entonces no pensó. Es que no debía hacer lo que estaba a punto de hacer. Una ley no escrita lo impedía. Era blasfemo lastimarse. No le importó. Había una razón por la que morir. Llevó la pluma hasta su muñeca y se cortó las venas.

No sufrió, aunque la herida naciente le dolía. Amortiguó un grito en la garganta. La sangre ya barnizaba su antebrazo. Hundió más aún la pluma y se estremecieron sus sentidos. Era casi como si la piel se le desgarrara, pero lo soportó. Incluso cuando creyó desvanecerse pero no, y luego cuando ya sí y nada impidió que sus ojos se cerraran y parpadearan los últimos atisbos de luz que verían.

Cayó como hoja de invierno, despacio, hasta que posó tranquilo su cuerpo sobre un colchón de nubes. Y dejó de respirar.

Volvió a respirar. Ella volvió a respirar. No había muerto. Lucas sonrió. No iba a perderla, no todavía. Los paramédicos la subieron a la camilla y la llevaron. Su muñeca estaba vendada. Había perdido mucha sangre. Antes de que desapareciera de su vista, ella volteó la cabeza y le susurró un te amo callado con el movimiento de sus labios.

Fue un milagro que reviviera, le dijo al pasar uno de los médicos.
Un verdadero milagro.

Lucas Cohen