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El JArrón

Aquella mañana me levanté más temprano de lo habitual. Afuera la lluvia caía con fuerza y me dio odio por no poder dormir Me puse las chinelas y fui directo al baño. Cuando me estaba lavando la cara, los escuché. Habían llegado otra vez y ahí estaban, como de costumbre, huyendo del espejo.
Sabía positivamente que no podían ser más que Ellos los que ocasionaran esos ruidos, que se ocultarían hasta lo último, que el espejo era un arma peligrosa en su contra. Sólo podría verlos si alcanzaban a reflejarse y por eso lo evitaban. De haberlos visto, hubiese terminado ahí mismo con esa estupidez. Ya no los aguantaba más.
Me lavé pronto la cara, peiné mi barba y el bigote prolijamente y cuando llegué al cabello, escuché de nuevo su ronquido. Esta vez los agarraría. Terminé rápido mi higiene y preparé con cautela el aerosol de rutina sobre el mármol. Esperaba que no se hubiera echado a perder, que sirviera, que me ayudara a aniquilarlos.
Ya había sucedido muchas veces y el odio me atrapaba, repulsión y ganas de acabarlos, pero lamentablemente en cada oportunidad eran más. Tuve que clausurar el otro dormitorio, y el altillo, tapiar puertas y clavar goma espuma para amortizar el sonido belicoso de sus patas. Pero lo de aquella mañana fue excesivo, habían atacado el baño y me sentí desmoralizado.
Los beruberis son negros. Pequeños, rápidos de aleteo y con grandes ojos naranjas. Tienen una cola parecida a la de los zorros y además de volar, pueden trepar horas y horas por las paredes sin que nadie los vea porque son invisibles. Sólo se escucha el ruido de cuando se arrastran o vuelan, pero sólo el espejo es capaz de descubrirlos y aniquilarlos. Nadie sabe cuándo han de aparecer, ni cuando decidirán irse pero como a mi casa sólo la habitamos el silencio y yo, los reconozco apenas el primero comienza a rascar algún rincón. Ellos meten ruido y ese ruido comienza siendo leve pero luego avanza y avanza y crece entre las paredes y retumba tanto que a veces no sé si son Ellos o si acaso es su eco que ha quedado tambaleándome en los oídos, lo que escucho.
Mes a mes los he esperado. Aquella mañana supongo que también los esperaba y por eso no podía dormir, a pesar de la lluvia, a pesar de que ya estoy jubilado y no tengo horarios ni nadie que me espere ni que golpee a mi puerta. Ellos se han convertido en mi espantosa y única compañía y lo más terrible es que me queda poco aerosol.
Los sapos envidian a las luciérnagas porque tienen luz propia. Y yo creo que he llegado a envidiarlos a ellos por ese poder que tienen de reproducirse, aumentarse, andar en grupos. Un día los vi. Estaban colgados como murciélagos de la pared del fondo. Un viejo espejo que quedó amurado vaya a saber desde cuando, los delató. Formaban una masa irregular pero se los podía distinguir a algunos acariciando con sus colas, el lomo de los otros. Al minuto me di cuenta de que habían caído sobre las baldosas. Muertos. Quedaron tiesos en esas caricias, arrumacados, como amantes dormidos después del coito, sensualmente repulsivos, con sus patas enlazadas unas contra otras, brutalmente congelados en una mancha negra sobre el claro de las baldosas. Juro que sentí felicidad. Creí que al fin me había librado de su presencia pero no había hecho más que barrerlos y empujarlos hacia una pala para tirarlos a la calle, cuando despuntó nuevamente el ronronear de sus extremidades sobre el cemento. No alcancé a tirar esa asquerosa esponja de pelos a la basura, cuando supe que había más.
La guerra es el silencio de los que mortifican a otros con el ruido de las balas. Yo siento que Ellos me han metido en una guerra ensordecedora e imparcial porque no los puedo ver.
Aquella mañana lo primero que hice fue vaciar el aerosol sobre los azulejos. Por una hora aproximadamente el golpeteo cesó. Me senté en el banquito del baño especialmente dispuesto a disfrutar de mi victoria con un espejito en la mano pero ninguno caía. Supuse que habían quedado incrustados dentro de la pared, que ya no tendría noticias, que si no volvían a hacerse escuchar no tendría que preocuparme. Al cabo de esa hora, nada había ocurrido y entonces miré al espejo y le dije, “ Los hemos triturado”.
Así pasaron dos días hasta que escuché un leve fregado que fue engordando hasta que me di cuenta de que nada los podría detener. Entonces tapié el baño, lo amurallé con goma espuma y me fui hasta el jardín a poner en condiciones el viejo baño que no se utilizaba desde que Ada se fue. Una breve nostalgia me atacó en ese punto y sin embargo me alegré porque no estuviera. Ada amaba el silencio, la casa quieta, los jarrones en su lugar. Recordé enseguida las largas disputas que nos habían enfrentado por ser tan entusiasta del orden. A mí el orden no me disgusta pero habíamos llegado a un punto que no se podía sacar un libro de la biblioteca porque Ada no resistía ver el hueco. ¿ Qué diría ella de los beruberis? ¿ Cómo habría hecho para destruirlos o para sufrirlos?
Cuando estaba allí, en medio de ese jardín desgastado y cubierto de yuyos que no pisaba hacía muchos meses (creo que desde que ellos llegaron), aproveché para abrir la piecita del fondo. Estaba tal cual la había ordenado Ada antes de irse pero llena de polvos y suciedad. Casi me extrañó de no escuchar algún ronquido. Tal vez aún no la habían descubierto. Entonces tuve una idea magistral, allí, recordando a Ada y su manto de armonía.
Justo al llegar a la casa oí que habían penetrado a mi habitación, con un rumor suave, casi imperceptible para cualquiera pero no para mí, que ya estoy acostumbrado. Sé que comienzan y no se detienen hasta ver que tapone mis oídos o las puertas o acaso me vuelva loco. Pero no les iba a dar el gusto. Fui rápido hacia la cocina y levanté algunas cosas que me pudieran ser útiles. Del dormitorio tomé las mantas y algo de ropa, corrí rápido y cerré la puerta que da al fondo. Antes de que se dieran cuenta, la tapié y coloqué la correspondiente goma espuma. Luego partí a vivir atrás, más constreñido en espacio pero donde al fin respiraría tranquilo.
Ahora han pasado varias semanas. La casa hace ruidos espantosos, hasta en algunas oportunidades parece gemir. He tapizado la pared de este cuarto con espejos y me siento en paz. Sólo me preocupa el no haber podido encontrar un viejo jarrón al que Ada tenía especial cariño. Era blanco y con extraños animalitos pintados en negro a su alrededor, muy parecidos a los beruberis. Ella siempre decía que colocando la oreja en su boca, se escuchaban extraños sonidos. Yo nunca pude escucharlos. Seguramente, Ada se lo llevó aquella noche. Discutimos porque no quise levantar los platos enseguida después de comer y ... No volvió más. Por cierto que la he esperado días y noches con los ojos abiertos, pero jamás regresó. Y al poco tiempo llegaron Ellos y entonces hasta me olvidé de pensar en ella. Tal vez si regresara pudiera explicarme algo sobre los dibujos de ese jarrón. Justamente, siento un golpe en la puerta. Pero no abriré, debo estar atento. Pueden ser ellos. En cualquier momento se percatarán de que me he mudado para atrás y, ya no tendré donde refugiarme. Ya no.

Junio 5 .2006

Texto agregado el 24-08-2006, y leído por 75 visitantes. (0 votos)


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