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Inicio / Cuenteros Locales / sp_lucia / Por culpa de... LA CAGADA DE PERRO

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Volvía del trabajo antes de lo normal, así que decidió pasarse por el bar para ahogar las penas y sus calores dentro de una buena jarra de cerveza fría; aunque desdichadamente lo que en realidad hacía era ganar tiempo para llegar tarde a casa, principalmente por dos motivos: el primero fue que la noche anterior acabó, bajo el mandato de su mujer, durmiendo en el sofá. El segundo que su piso era un horno ya que siempre a la respuesta de ¿por qué no ponéis el aire acondicionado?, contestaban, después de medir las consecuencias que esto provocaría: por culpa de este gasto económico anular las vacaciones, quedándose todo el varano en una nueva nevera con su cónyuge e hijos, que no. No serían capaces, tanto él como ella, de soportarlo.

En esto que el hombre casado que no tiene aire acondicionado, va caminando por el atajo, cuando de repente y por culpa de una cagada de perro, se tropieza, con tan mala suerte que acaba tumbado a la puerta de un puticlub. Para levantarse, a causa del típico lumbago que ataca a los seres humanos en la crisis de los cuarenta, se agarra a la puerta.
Se inclina. Se endereza levemente.
La puerta se abre y sale una vendedora de servicios placenteros que ni se inmuta de la presencia de este. Él , sofocado y jadeante a causa de la caída y de los cuarenta grados de temperatura que nublan el pueblo, la mira sorprendido como cruza la calle; y aunque su mirada no confluye en el bolso ni en la vestimenta, sino en las dimensiones de esta, consigue adivinar (aunque fuera obvio) donde ha ido a parar.
Destartalado y agarrado al pomo de la puerta, después de levantar la vista, divisa en la otra acera a su mujer que sale de la peluquería.
Los pantalones se le quedan chicos.
Suelta la puerta que se cierra tras él. Se arregla su destartalamiento, cosa que empeora la situación ya que después de ponerse la chaqueta bien, se acomoda los huevos (acto típico que razona la semejanza entre hombres y gallinas).

La mujer no da acto de señal, simplemente se limita a cruzar la calle para, en la acera frecuentada por viejos verdes donde ahora, después de lo sucedido incluye a su marido, coger un atajo de camino a casa. El hombre liviano y seguro de que su mujer no piensa nada malo de él, cruza igualmente la carretera para ir a la acera frecuentada por vianantes que, pudorosos nunca miran para la acera donde este se encuentra (ya que esta está habitada por la chusma del pueblo) de los cuales, confuso, descarta a su mujer.
Se cruzan.
Las miradas chocan, y a pesar de que no tienen ni la mínima expresión, se dicen todo.

Él recuerda la bronca de la noche anterior, esa que le obligó a tragarse Crónicas Marcianas (con sus casposos y desmadres habituales e impredecibles) ya que en el sofá es imposible dormir y a falta de pastillas contra el insomnio hay que buscar otra cosa que agobie, así que prefiere no hablar. Simplemente, al verla con su nuevo peinado (estilo años 60 del cual está arto de soportar cada verano) lanza un confortable suspiro; queriendo expresarlo como síntoma de que gracias a ese nuevo peinado su amor (-odio) hacia a ella ha aumentado. Hecho que su mujer toma como síntoma típico de satisfacción, después de que un hombre mayor sin efusiva vida sexual, salga de un local repleto de mujeres sin pudor alguno a la vida sexual desmesurada.

Ella recuerda la razón (mínimamente suficiente) que la impulsó a realizar ese acto de exilio sexual contra él: después de ella acostarse, su marido, con una astucia insuficiente para sus tantos años de experiencia, bajó hasta el final el volumen del televisor. Ella con la típica inteligencia mujeriega y gracias a la desconfianza que sienten todas las mujeres contra el sexo opuesto, descubrió (mirando detrás de la rejilla de la puerta) el porqué de ese acto. Su marido había puesto el canal City TV y era sábado por la noche, con lo cuál estaban emitiendo una de esas películas que en la época de Franco su censuración alcanzaría el grado de su destrucción; en definitiva una porno (pero de esas que solo excitan a hombres ya que la protagonista y utilizada siempre es una mujer). Para terminar de asegurarse la victoria, la mujer, salió al comedor y tosió (un tosido de esos que emiten indirectas directísimas) y no tuvo que decir ni hacer nada más. El hombre ya domado comprendió y aceptó su derrota.

Así que seguidamente después del suspiro energético de su marido, ella sin poder controlarse realiza el primer acto de su futura depresión: grita. Seguidamente desprende líquido de una manera más poética que sudando: llora. Y para terminar y colmar el vaso de agua (de odio) corre a casa de su madre, al pueblo, para hospedarse allí hasta que la crisis, tomada ya por costumbre pase de largo, cosa que nunca consiguen.

Él, confuso y aturdido, intenta reconstruir los hechos para encontrar una razón que pueda justificar la reacción sufrida por su mujer. Pero la búsqueda se ve interrumpida por el claxon de un coche y la próxima llegada al bar del Manolo. Allí, detrás de la barra, se encuentra a su mejor psicólogo, aquél que se duerme hasta las tantas escuchando sus penas; y aquella cerveza que se iba a tomar para refrescarse se multiplica por diez detrás de otras diez. El camarero, sumiso a su trabajo, le pregunta, directamente, la causa de la pelea con su mujer. A lo que el marido contesta:
- Lo de siempre, nada. Nunca logro adivinarlo. Yo simplemente hice caso a lo que dijo el consejero matrimonial: “Expresar en todo momento lo que sintáis, o por lo menos lo que deberíais sentir.”

Y durante unas semanas, el marido sin aire acondicionado, sin suerte, sin mujer y sin sexo, vivirá solo hasta que se digne a hacer algo sin un porque que él sepa (acumulado a todos los anteriores): pedir perdón.

Texto agregado el 19-01-2004, y leído por 257 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-01-2004 Me opino que carece de figuras literarias, siempre apreciadas en cuentos sentidos, que no es el caso de este. Pero sin embargo parece sino intrigante interesante... y sino posible cómico. En fin... sp_lucia
 
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