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Subía por el parque, sofocado, cargando con veinte discos para piratear y con una laringitis de cojones: según la médica un glandio enfadado con bus... bueno, un ganglio inflamado con pus (nunca he sido bueno para los nombres). Pero todo eso me traía sin cuidado a la hora de encenderme el porro que me acababa de regalar el Petas, para agradecerme la borrachera que pillemos juntos el fin de semana aquél, que mis padres se fueron a la torre y yo me quedé solo, con una casa vacía y cien amigos a los que pelotear.

La calor me era insoportable, a pesar de estar protegido por los árboles del parque, para ser más exactos los algarroberos, esos que desprenden una pudor indescriptible. Así que por mi cabeza solo pasaban canciones como: azul, como el mar azul... o, Belén, campanas de Belén... Esto último porque se canta en Diciembre, esa etapa del año donde hace mucho frío... psicología inversa. Queda claro que necesitaba agua: beber y darme una ducha. Pero hasta que no llegara arriba no la tendría, así que no me quedaba otra solución que subir, y pensar en otra cosa que no fuera en los chorreones que me corrían por la cara.
Siempre he sido persona de mucho sudar, pero con todo y con eso nunca me he podido deshacer de esos kilos que me sobran. Mi madre dice que soy de construcción fuerte, el médico que tengo sobrepeso y yo digo que estoy gordo y punto. Para que tantas maneras de describir un estado físico tan claro.


Es sorprendente los viejos que llegan a acumularse en el parque a las siete de la tarde: pensionistas, enfermos, jubilados, solitarios, modernillos, etc. Casi todos casados, pero no unidos.
Tres señoras bajaban juntas marujeando, sus maridos detrás, los tres sin decir nada. Seguramente las señoras se conocen del mercado, llevan los pantalones en sus casas y han obligado a sus cónyuges a dar una vuelta, amenazándoles con dejarles sin dinero para el puro matutino. Así que los maridos parecen perros sumisos, o acojonados, porque lo que ellos prefieren en realidad es estar en casa, con el aire acondicionado encendido, y tragándose el programa de Pasapalabra, para ver si aprenden todo lo que no han podido estudiar de pequeños, siempre por culpa de la guerra.

Después vi otro trío, en el que las mujeres eran totalmente diferentes a las anteriores. Ya no hablaban de Yola Berrocal, sino de la España comunista. Y no iban vestidas como si fueran a una comunión, sino con pantalones y gorras. Una era de derechas, gorra azul, otra era del partido ecologista, gorra verde, y la otra simplemente no era, se limitaba a escuchar y hacer que sí con la cabeza. Esta vez los maridos se encontraban diez pasos más atrás, hablando de los árboles que los rodeaban, y no para demostrar quien era el más sabio. El juego consistía en disimular que no habían visto a sus mujeres bajar por la cuestecita, porque como bien sabe el mundo entero: todo lo que baja, sube... Y ellos andaban muy mal para dar esa clase de paseitos; que si uno la hernia, que si otro el lumbago, que si la barriguita cervecera ya no era barriguita... así que haber quién era el valiente que se decidía a bajar el primero, cosa que acabarían haciendo inevitablemente.

Más adelante se encontraban las típicas señoras, señoras, con todas las letras. Es una especie nueva en el mercado... seguramente revolucionarias en su época de franquismo. Si, de esas que pasan del royo del matrimonio, el luto, las costumbres... y que van al Zara a comprarse la ropa de talla, que únicamente van a utilizar para ir al hogar del pensionista los domingos a bailar.

Después, totalmente contrario a todo lo descrito antes, vi a una pareja de ancianos juntos, agarrados, serios y callados. No, no eran dos momias, sus párpados se movían al compás de los latidos lentos de sus corazones cansados. Sí, una pareja entrañable... aparentemente. Y digo aparentemente porque si descartáramos que tienen una descendencia a la cual dar buen ejemplo, siguiendo las tradiciones que aprendieron en su tierra, de la cual tuvieron que marcharse por culpa del paro incrementado gracias a las sequías, se divorciarían rápidamente. En casa, no se hablan, a no ser que venga a cenar la familia, y mínimamente se comentan algo; cosas como: me puedes pasar el salero cariño... entre dientes y con sonrisa forzada. Y cuando salen a pasear por el parque para dar señal de vida y fraternidad, sin separarse ni un momento para que los otros ancianos digan: Mira que pareja más feliz... pasa tres cuartos de lo mismo. Y como además no van a ninguna clase de acto cultural, social o monumental, no tienen nada de que opinar, nada de que discutir, nada de que hablar. Viven en un pisito decorado con un montón de objetos, todos Rdo. de la tierra que los vio nacer y que después los exilió. Son de pura cepa, de esos que están aferrados a las viejas costumbres: los dos son de cara blanca y van de negro, no son góticos sino que... no toman el sol y guardan luto; se van a la cama a las diez y se acuestan a las diez y media, no hacen el amor en esa media hora sino que... rezan; al final de la semana cogen afonía, no cantan sino que... hablan chillando.
Efectivamente, los conocía muy bien, eran mis abuelos. El calor me nubló la mente, así que después de encender el porro no me acordé de averiguar donde estaba metido, y si alguien de ese lugar me conocía.

Tenía que esconderme, mi vida se iría abajo si mis abuelos vieran tal panorama y después se lo chivatearan a mis padres. Pero... esconderme ¿dónde?, disimular ¿cómo?, ni árbol ni persona ni objeto de ese parque serían capaces de adoptar mis dimensiones. Tampoco podía agachar la cabeza ni tirar el cigarro, mis andares son inconfundibles y el olor de María me impregnaba. Cada paso me acercaba más y más a mi patético fin como cliente de un centro médico contra las drogodependencias, o algo peor, como un niñato más de un colegio de monjas. Mis padres serían capaces, además tienen el dinero suficiente. Siempre me decían: Todo por tu educación y por tu prospero futuro. Ya podía ir despidiéndome de mis amigos, de la play, de las revistas porno, de las escapadas nocturnas llenas de colocones de todo tipo de sustancia, de los rollitos de una sola noche...

En mi cabeza empezó a estallar una bomba, no, no era por culpa del gandio enfadado, sino del cigarrillo que me estaba fumando a toda prisa para que los efectos del cannabis, me ayudaran como mínimo a volar, porque otra salida no había. Así que con tanto barullo mental me encontré en frente de mis yayos diciéndoles:
- Hola! Que jóvenes que os veo. ¿Queréis?
Estaba claro que mi sensatez había desaparecido, cosa que me salvó la vida.

Nunca jamás dentro de esta vida o de otra si existiera, me hubiera imaginado lo que me contestaron los viejos después de mirarse mutuamente, después de reírse con sus sonrisas más picaras de sus repertorios de esa etapa que pasaron yendo a clases de risoterapia, y después de darse el morreo del siglo:
- ¡Libres!
Libres ¿de qué?. No entendí absolutamente nada, los efectos secundarios me hicieron salir corriendo. Lo más sorprendente fue que mis abuelos corrieron detrás para preguntarme, si les podía decir quien me había pasado el chocolate. Les señalé al refugio de mi colega, ellos, ansiosos, partieron hacia allí y yo me puse a llorar. No se si fue de alegría, ya que mi vida no se echaría a perder, o si fue de pena, ya que mis abuelos ahora me parecían hippie de esos que aman tanto la libertad, las drogas y el sexo. No tenía nada contra esa clase de personas, solo me parecía repugnante que mis abuelos lucharan por algo que les mataría a los dos días de consumirlo ya que su edad no les daría para más.

Dos semanas más tarde, las cuales pasé exiliado en mi habitación intentando dar sentido a los hechos ocurridos, vinieron mis abuelos a visitarme; concretamente a darme las gracias y a decirme que se iban una semana al Caribe, después de haberse casado otra vez, en las Bahamas. Y no, no se habían fumado un cigarrillo envuelto antes de decirme semejante barbarie, era cierto.

Todo y no sabiendo el porqué de esa recuperación gracias a un simple porro, fui ofreciendo droga a todos los viejos que encontraba pachuchos. Cosa que me condujo a mi posterior perdida de diez kilos, a causa de los maratones que me pegaba, cuando huía de la policía que era avisada por los viejos, después de que estos me pegaran unos cuantos callejones y me llamaran insensato. Me pasé gran parte de mi vida trapicheando. Igualmente, hasta no pasados cincuenta años, no descubrí el verdadero pasado de mis abuelos.

Ahora ya con treinta y diez años más, vivo en otra tierra, en un pisito lleno de Rdo. y no porque el paro que produjeron las sequías me obligó a marchar, sino que salí por patas a causa de los carteles: Se busca al insensato. Soy de piel blanca y no porque no tome el sol, sino porque las drogas me han dejado así. Visto de negro y no porque esté de luto, sino porque no puedo llamar mucho la atención. Me voy a la cama a las diez y me acuesto a las diez y media y no porque rece, sino porque tengo que administrarme mi dosis nocturna. Y al final de la semana no habló y no precisamente porque tenga afonía de andarme todo el día gritando, sino porque el tabaco me ha jodido la garganta.

Texto agregado el 19-01-2004, y leído por 226 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-01-2004 Pues yo me opino que no es de los mejores (ya que no hay mejores), y que la de tal palo... tal astilla. >_< sp_lucia
 
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