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Una horrorosa enfermedad retornó, como golondrina en primavera, a mi ser.
El año pasado creí que se trataba de una “serpiente”, un “culebrón” –y no es un sinónimo de tragicomedia-, una serie de granitos que formaban una especie de comunidad, pequeñas erosiones que se extendían rondándome el cuello desde la clavícula derecha hasta la izquierda. Dicen las viejas marujas, que si tal serpiente topaba con su cola, es decir, si el conjunto de granitos llegaba a tocar de nuevo la clavícula derecha, me ahogaría, como si de una estrangulación interior se tratase. Era verano y me encontraba en el pueblo como todas las vacaciones.

El pueblo, dándole la vuelta en bicicleta unos quince minutos, no me agradaba para nada. No por su aspecto, ni por tener poco ocio para hacer el caluroso y pesado tiempo más llevadero, sino por el mero hecho de ser pueblo. Todos estas porciones de territorio rodeadas de naturaleza viva y usualmente seca, son habitadas por las mismas personas: seres humanos sumisos a la monotonía familiar, esclavizados a juzgar, cotillear y marginar a todo aquél alocado sin vergüenza alguna, personalidades idénticas por miedo a destacar, vidas públicas con compañeros “sacerdotes” –porque se saben la vida de “todo Dios”-, en definitiva, pueblo: una comunidad gigante.
Y allí, a parte de conocerse todo el mundo, se guardaban las costumbres de antaño como tesoro en isla desierta. Por eso acudí a una curandera. Si eso era una serpiente ¿quién mejor para curármelo que una “bruja”?. Además, mi familia me inculcó viejas sabidurías que estando de vacaciones en aquel antiguo hogar no podía criticar ni aludir. Fue curiosa l amanera que empleaba para curar algo sumamente corporal: rezaba unas cuantas oraciones a mi espalda y susurrando, así que tranquilamente podían ser blasfemias contra mi. Después dibujaba rozando suavemente la parte afectada una cruz, signo todopoderoso. Menos mal que todo el ritual era gratuito, descartando, claro está, la voluntad –acto por el cual se cobran la tarea de forma religiosa y bondadosa-.
Como es de esperar el “culebrón” no se me curó “ni por arte de magia”. Así que cuando regresé a la capital –maravilloso lugar en el que la convivencia es amena y la poca comunidad la forman la familia lejana-, acudí a un médico que a bases de cremas, en un “sant-y-amén” me alegró la corta semana de vacaciones que me restaba.

Para mi desgracia este año volvió a salir, pero no a principios de agosto sino al principio de las vacaciones, para hastiar más. Todo mi cuerpo se cubrió de puntitos rojos que derrotaban a mi paciencia, desfiguraban mi maravillosa imagen corporal de cutis fino y anulaban mis típicas actividades de verano a causa de no poder exponerme al sol. Un infierno veraniego: el calor hacía sudar, con eso los granos no se secaban, y si no se endurecían, la piquiña no cesaba, mis manos no paraban de rasgarlos con las inexistentes uñas, y se creaban nuevos en más lugares distintos.
Aquel año, antes de que tal panorama invadiera mi fofo cuerpo -debilitado por culpa del paro- decidí ponerme guapa: realzar mi moreno con un tostado de rayos uva y apretar mis carnes con ridículas dietas y leves ejercicios.
Siempre anhelé ser deportista, y no precisamente por el cuerpazo que podría lucir. Me gustaba mucho moverme: correr a las seis de la mañana bajo un desarmado cielo. Todo deporte era alabado por mi, cualquier de esos juegos encerraba miles de propiedades. Educación, salud, aprendizaje, virtudes como esfuerzo , dedicación... y realizarlos era toda una odisea. Bien me gustaba saludar al sol desde un colorido y monumental globo aerostático, como recibir derechazos de un profesor de boxeo. Pero nunca recibí las fuerzas ni el dinero suficiente para apuntarme a un cursillo, pongamos por ejemplo, de pesca, organizado por la parroquia del barrio, o para ingresar en un gimnasio, lugar el cual añoro por extendidas razones que ni vienen al cuento ni me pararé a explicar.
Por eso, si quería ponerme en forma, debería hacer gimnasia por mi cuenta; a pesar de no haberla utilizado nunca seriamente, pensaba que entendía del tema, sino por los hablares por las revistas o por los videos de “Ponte en forma en solo siete minutos con: Cindy Crawfor” . No lo conseguí, la falta de tiempo me lo permitió con las vacaciones pero como siempre venció la pereza, estado que me permitía dormir más de doce horas seguidas sin problema alguno y con eso almacenar las grasas que el verano sus novedades y sus soluciones contra el calor depositaban en mi. Mi ingenuidad le echó la culpa a ese irreconocible eczema, no podía hacer gimnasia, sino sudaba y los granos no se iban:
- ¡Malditas ronchas!- decía mi cuerpo.
- ¡Benditos granos!- replicaba mi mente.
Mi cerebro siempre presumió de sufrir una rápida evolución, sacaba buen provecho de todas las cosas. Por eso gritó la mente lo que gritó, porque si bien era verdad que me producía un irresistible picor y una privación de play (sol y agua) cierto era que permitía evadirme de las tareas de casa a causa de no poder utilizar productos de limpieza fuertes, y en vacaciones, que además te limpien el hogar, es de lo que uno no puede pedir más. Pero pensando y pensando (rascándome y rascándome) encontré más desventajas que ventajas y empecé a martirizarme.
Finales de agosto estaban cada vez más cerca, se terminaría el verano y esa alergia, erupción veraniega, serpiente, eczema, culebrón o lo que fuera ya por desesperación no desaparecería. Como es normal fui al médico, de urgencias dos veces asustada ya de tanto grano que incluso se atrevieron invadir, como cien hormigas una miga de pan, mi rostro. Cremas y pastillas a montones ingería por tal de curarme. Volví al médico después de que estas al hacerlo desaparecer no consiguieran combatirlo para evitar otro nacimiento, pero esta vez a un dermatólogo, supuesto especialista en pieles que no se le ocurrió cosa mejor que subir la dosis y hacerme buscar algún causante, culpar y/o crearme una alergia de algo. Rabiosa –por dentro y por fuera- culpé al vinagre, el calor, la permanente y sus potingues, la contaminación, la primavera anterior, al alcalde, la presidente y a todo la insensata humanidad. Harta estaba de sentir bullir mi carne, de notar tropezones en mi fina piel, de embadurnarme con polvos talcos* a kilos, como disfrazándome de momia andante con “sarpullones”, de rascarme y recibir tortazos para abandonar ese acto...
En fin, si antes estaba asta ara estoy... En el fondo, muy en el fondo (la verdad por delante) me he acostumbrado a ello. Forma parte de mi ser y hoy he aliviado mi rabia culpando al limón como el hipertenso culpa con las alteraciones su subida de tensión. El calor que empezó fuerte durante a principios del mes a disminuido unos grados, a pesar de eso se me hace insoportable por culpa de este maldito eczema, “culebrón”, irritación o lo que sea; por que eso es lo mejor de todo: ¡no se sabe lo que es!. Para que sueltan las Universidades miles de especialistas académicos si ninguno reconoce a simple vista porque salen unos granitos que no paran de reproducirse.
Como siempre me voy a dormir, así no pienso ni reconozco lo que hago, aunque sea perjudicial para mi rascarme y no saber que lo hago y por lo tanto no dejar de hacerlo. Desde que fui invadida por esos seres rojitos, lo mini tomatitos, las erupciones que han hecho que me pongan de mote Ferrero Roche –yo me lo tomo como cumplido por lo del bombón, no por los trocitos de almendras que sobresalen como si de granitos se tratasen-, me he convertido propicia a dormir la siesta, la cama, mi posible nueva salvación.

>Ojos de miel. No había más. Todo se reducía a su mirada.
Boca de piñón. No había más. Todo se reducía a sus labios.
Ojos y boca, divinidades demoníacas que...
No gozó a continuar leyendo. Pensó: ¿y para qué?. Reflexionó: ¿qué hago aquí?.
Y se fue.
Seguidamente se encontró, y como si hubiera viajado a la velocidad de la luz, en el balcón de un palacio suspendido en el cielo por un palillo escarbadientes, observando a la princesa que lucía aquellas divinidades demoníacas que leyó en la carta. Tal princesa, Priscila, bajita y con físico de Calimero, se hallaba sentada en el borde observando las estrellas y hablando con la luna. Y al escuchar esta princesa el grito que emitió el descubrir que esa luna era roja y con miles de puntitos blancos, se giró bruscamente y cayó la maceta que había a su lado, destruyendo así el único ser vivo que le acompañaba en esa horrenda habitación.
Se acarició suavemente la cabeza al despertar del desmayo que le causó la caída. Se extrañó al no reconocer ni el mínimo rasguño después de haber salido proyectada desde el balcón, cuando la princesa le lanzó por el rectángulo de la ventana. En ese momento de recordatorio a pareció ante si un enorme mini tomatillo acompañado de un globo de esos de tira cómica –un bocadillo-, el cual contenía una televisión. En ella y a modo de serie de comedia se vio burlándose de Priscila por tener la caer llena de granos, y seguidamente recibir el impacto del cabezazo que la invitó a volar hacía abajo.
Se enderezó y gracias a la ayuda de las hormigas voladoras que invadían sus pies se decidió a volar. Volando y volando... llegó a la choza del hombre que escribió la carta ardiente que no acabó de leer por motivos aparentemente sensatos. Apareció delante suya una enorme llama que dejaba entrever a ese escritor.
Sonó un móvil.
Hurgó en el remolque que llevaba enganchado al pantalón hasta encontrar un teléfono de esos fijos. Lo intentó descolgar pero cayó en la idea de que antes debía de enchufarlo. Cogió el cable y lo lanzó al mar que tenía a su derecha esperando encontrar un milagroso enchufe, y como no se soltó de él salió desprendida, porque el cable se convirtió en una caña de la cual un patoso tiburón gafotas pico y estiró. Se percató de que lo tenía sujeto cuando este le hacía cruzar el mar; lo soltó y del impulso chocó contra el Sol.
Allí, en el satélite más nombrado, encontró un nuevo mundo. Sus habitantes eran seres humanos invadidos todos por una extraña enfermedad: estaban cubiertos de granitos rojos y tatuados con serpientes. Esos humanoides la recibieron con gran gratitud a saber porqué y le organizaron una comida especial. Aquella cena que se realizó por la mediodía constaba de jarras y sopas de vinagre, y bandejas y zumos de limón. En lugar donde se realizaba estaba repleto de flores, la personificación de la primavera. Por supuesto, y no sería necesario ni decirlo, en todo ese mundo hacía muchísima calor, unos ochenta y nueve grados de temperatura nublaban, junto a la contaminación producida por naves espaciales, el lugar.
Antes de aparecer en el gran salón un especialista en peluquería, con una voz casi inexistente como perro castrado, le hizo la permanente para que luciera una rizada cabellera.
Entró en el salón por la puerta principal que daba a parar directamente a la cabecera de la mesa. Precisó coger el ascensor para subir a la silla tapizada con esparto rojo y una vez acomodada presidió la infinita mesa que ocupaba el alcalde, el presidente y toda la insensata humanidad. De repente y seguramente después de percatarse de los ingredientes que formaban la cena empezaron a surgirle miles de granitos, uno por uno sin cesar. Cada vez que nacía uno nuevo sonaba como un tapón al desprenderlo de la presión que le esclaviza.
Emigró de lugar.
No lo hizo porque se asustara, cosa que no fuera de extrañar, sino porque recordó una misión a realizar: unir el amor entre Priscila, la calimera granuda, y el escritor ardiente, la llama. Y volviendo a visualizar la choza del mago apareció un enorme segundo “mini tomatillo” acompañado de un globo de esos de tira cómica –un bocadillo-, el cual contenía una televisión. En ella y a modo de cortometraje vio al escritor ardiente: en realidad era un mago cachondo que realizando un hechizo salió ardiendo. No era el hombre esperado por Priscila, sino el verdadero se encontraba dentro de la choza.
Allí fue.
Entró y apareció ante si una cabra llamada Bécquer que dijo: - Como una colmena de abejas irritadas de un oscuro rincón de la memoria, salen a perseguirme los recuerdos de las pasadas horas”. No cabía duda que aquél era el ansioso escritor poeta de la carta de amor. Se subió encima de ella/él, la/lo agarró por las antenas que lucía en lugar de cuernos y le hizo cabalgar a través de desiertos, ciudades, polos, cielos y oscuridades hasta llegar al inicio del palillo escarbadientes que sostenía el palacio donde vivía Priscila. El palillo había crecido notablemente y transformado en escalera de caracol ahora lucía una prepotente elegancia.
Le dijo que subiera y ella se quedó sola.
Se sentó.
Recordó que hacía y... apareció un enorme tercer “mini tomatillo” acompañado de un globo de esos de tira cómica –un bocadillo-, el cual contenía una televisión. En ella y a modo de película antigua de esas en blanco y negro y sin sonio se vio durmiendo... rascándose, durmiendo...<

Rascándome, sudando y en el suelo me despierto. He tenido una horrible pesadilla que no recuerdo y que me ha hecho saltar del cómodo lecho donde dormía apaciblemente y sudar como persona obesa en sauna de gimnasio público. Solo era un sueño pero por lo sucedido seguro que refleja todo el mártir que estoy sufriendo por culpa del maldito e insoportable eczema, irritación...
Si la “serpiente” esta no se muere seré yo quién suba al cielo en una nube a modo de monopatín supersónico para decirle a Dios cara a cara: - ¿Qué hecho yo para merecerme esto?; o seguramente, cuando retorne a Barcelona, vaya a hacerme una analítica para ver si estos especialistas veteranos o universitarios encuentran la realidad de todo esto en mi sangre.

Texto agregado el 20-01-2004, y leído por 364 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
20-01-2004 Buenooo... el origen de este cuento fue una propuesta: a que no haces un cuento sobre estas palabras: (10 que salen en el texto y que no recuerdo) Y así lo hice... más largo de lo que esperaban... Besos sp_lucia
 
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