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Dirigí una última mirada a aquellas manos vacías, secas, agarrotadas, quizá porque durante mucho tiempo sujetaron unas llaves que no habrían nada. El candado se hubo perdido como se pierde la inocencia en la intimidad de unas sábanas, las negativas en las cabezas bien amuebladas, el horror en la aceptación de lo extranjero, el olvido en la añoranza, el amor en la muerte; pero que importa pues esas llaves ya no tenían nada que cerrar. Dirigí una mirada a mis espaldas, mis ojos ardieron como el crepúsculo y las lágrimas enérgicas, crispadas, estaban a punto de arrojarse a ese vacío estrepitoso del rostro donde una irónica mueca de dolor expresó lo que dentro me atajaba casi perverso el pecho.
Dirigí una mirada al horizonte y no había nada, mientras, en mi mente pululaba incesante la idea de que la salvación aunque no fuera mía era algo que portaba conmigo para ella, para salvarla siempre.
En ese momento todo me hería con su belleza triunfante cuando sabía que a mis ojos la tuya estaba oculta, escondida. Me asaltó entonces aquel tedio, aquella melancolía, ojalá yo tuviera a un músico alegre que me despertara de mi pesadumbre, pero esta acidia humana del amor perdido no tiene cura. Por gusto es que hubiera invocado al rey David cual amarga pesadumbre de Saúl, sólo con él me identificaba ahora porque sólo en esa parte del texto sagrado me veía íntimamente reflejado, como un espejo de dolor donde mi propia desgracia se unía.
Me aproximé al camino que llevaba mi alma a ese inesperado momento de rendición cuando me dejaba morir masacrado por punzantes cuchillos afilados que iban adentrándose en mí, doliéndome más que mi dolor, alejándome del recuerdo, del enamorado retrato que yo hice de tu rostro amado, de la delicadeza de tus facciones alegres y de las degradadas por la locura a la que también me dirijo sin demora para poder alcanzar tu sensibilidad perdida en el tiempo, para poder recuperarte siquiera con mi sufrimiento ya que con el recuerdo tan fantasmal que me dejaste es imposible.
Cuán intensa era tu mirada, tus ojos tristes sumergidos en la rojez del llanto que te asaltaba como hoy me asalta a mí la muerte, con fuego, con extrañeza, con la mentira de la rendición, por qué dejaste que te venciera con engaños si tú eras el ser más bello, mi ser más amado, mi sangre, mi bien, mi alegría y la única que se quedó a este lado del mundo.
De estas horribles contiendas del ser humano muchos otros salimos perjudicados, también quienes quedaron doliéndose aquel trágico día en que tuvimos que aceptar que ya no regresarías.

Texto agregado el 06-09-2006, y leído por 125 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
03-04-2007 Buen texto.... ARZEL
07-09-2006 Triste texto, pero, muy bueno******* lagunita
06-09-2006 buen tesxto mis5* yeyson
 
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