María trabaja diez horas diarias, con manos teñidas del color de la mezclilla que corta sin pausa con unas tijeras oxidadas. Sus ojos, cansados por la mala iluminación de la maquiladora, le arden por las noches. Ha cumplido apenas los diecinueve años, pero después de trabajar en Cd. Juárez durante dos años siente ya el desgaste en los huesos.

Ella salió de su pueblo con la esperanza de regresar con dinero suficiente para casarse con su prometido, el Pedro. Pero de los novecientos pesos que gana a la semana debe pagar el cuartucho que comparte con seis más y enviarle dinero a su madre. No queda mucho para planes de boda.

Pedro se fue un día al país del norte, sin despedirse.

Trabaja callada, obligada por la necesidad...

Sus colegas la invitan a salir, a conocer un hombre que le haga olvidar el vacío, pero ella prefiere esperar al hombre indicado. Es virgen aún, así que la primera vez debe ser especial. Por lo menos ese detalle desea cumplírselo a si misma.

Siempre sale tarde de la maquiladora y el último camión la deja lejos de donde vive. Prefiere caminar hasta su casa por donde alumbran las lámparas de la calle y dar una vuelta más grande pasando frente a la estación de policía. Se siente segura rezándole a la virgencita sus oraciones.

Una noche, mientras pasaba frente a la estación de policía, una sombra la atrapó por el cuello. La imagen de la virgencita cayó al suelo.

Fue obligada a subir a una camioneta.

La llevaron al desierto.

La primera vez de María fue grabada en video. Luego la mataron.

Aquellos, los que adquirieren una copia del video, ven cómo unos encapuchados ultrajan a la desconocida, pero no pueden comprender qué clama ella a gritos, porque no entienden su idioma.