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TODO LO QUE BRILLA ES ORO



En el reloj montado en el vértice de la Estación Central eran las diez de la noche cuando comenzaron a pitar los inspectores y a vociferar la partida del tren por los parlantes y las mujeres de blanco subieron sus canastos y los marineros daban los últimos besos a sus mujeres.
Jorge Aramburu , se despidió de su empleado Bartolomé Pulgar, hasta el día siguiente, en la mañana, cuando ya llegaran en Concepción. Después cada uno se olvidó del otro.
Jorge Aramburu y su mujer se acomodaron en un departamento privado del choche dormitorio.
-Yo ocuparé la cama de arriba-dijo la mujer- así te empujo hasta con las patas si es que se te ocurre encaramarte-agregó.
El señor Aramburu no le contestó. Puso la maleta en el borde del lavatorio para verificar los elementos que necesitaría para pasar la noche. Se desvistió en intervalos minuciosos para cumplir los mismos trámites que ya estaba acostumbrado en su casa.
- Te traje una revista de modas – le dijo.-
- No sé para qué te acompaño – reclamó su mujer, se puso la camisa de dormir y trepó la escalera para abrigarse en la cama escogida. El señor Aramburu , ya en pijamas, se introdujo bajo las sábanas y puso la luz de la cabecera para estudiar un folleto con los pormenores económicos de la semana.
- No sé para que te acompaño – le dijo su mujer -
- Te he repetido que tienes que firmar la escritura – contestó el señor Aramburu –
- Bueno – dijo ella pero que no se te olvide mi indignación y no te hagas el simpático conmigo.
Aunque la señora no era una mujer celosa, estaba indignada por el último jueves, no tanto porque el señor Aramburu se perdió por cuatro días y sus noches sin aviso alguno, porque tampoco había sido la primera vez, pero lo que sí le molestó fue encontrarle en el maletín un calzón perfumado y de dudosa procedencia.
-Fueron los huevones de mis amigos – le decía.-
-Puede ser – contestaba – pero por si acaso, a mi no me vas a tocar en años.
Después del díálogo, sólo se escuchó el estruendo constante del roce de metales, el pitazo certero del maquinista cuando partía pueblos perdidos y en los puentes el golpe del acero rebotaba contra el agua de los ríos.
De pronto el señor Aramburu sonrió de buena gana, porque no confiaba en las estadísticas oficiales que entregan los gobiernos a la opinión pública. Era un hombre que se oponía a todo gobierno pasado, presente y futuro, no porque él tuviera convicciones renovadoras en cuando a política, sino porque odiaba que fueran otros y no él, los que detentaban el poder.











Ahora, un chorro de calefacción que aparecía por debajo de la cama, se unía al humo de los cigarrillos y la mezcla se instalaba en la parte alta del privado. La mujer comenzó a toser, y esto, al señor Aramburu , le molestaba tanto como no poder asistir a misa los domingos.
-Trata de no toser ¡Ya? – le dijo.-
-Tú trata de no contaminar la cama con las infecciones de tus putas – replicó.-
Cuando el tren dejó atrás la ciudad de San Fernando, Emilio del Peso, se tragó las píldoras del sueño obligado, recordó a su empleado que viajaba en el mismo tren y sólo alcanzó a decir:
-- Cómo irán con frío Bartolomé Pulgar, y su mujer!
- No tanto como tú por dentro-acotó la mujer-que más encima, lo mandaste en el carro de atrás.
-¡No!-reclamó el señor del Peso-él prefirió viajar en el vagón de atrás, para traer a su mujer. (El muy idiota)-pensó.
Pues bien, en el carro trasero, Bartolomé Pulgar y su mujer esforzaban su vista para conocer los pueblos en que el tren se detenía. A se habían devorado el canasto de la merienda que trajeron consigo. Cuando el inspector apagó las luces del vagón, aprovecharon de voltear el asiento delantero para apoyar los pies y cubrirse con las mantas que portaban.
- Hágase para acá, - le dijo Bartolomé – hace frío.
Ella estuvo de acuerdo.
-¡ Qué te pasa? – preguntó ella, sonriendo.
- Nada-le dijo Bartolomé, mientras le mordía la oreja.-
Luego la mujer díó una carcajada:
- Tus disparates no se acaban nunca.
- ¡Chist!-dijo Bartolomé-imagínate que se acabaran...
- Me vais a volver loca de repente...
- Ojalá.
-¡No! , estas loco – dijo ella—
- Por vos
- Pero aquí, no
- ¡Por qué?
-¡Abúrrete!
- No
- Compórtate!
- Pero si no viene nadie y falta mucho para Talca.
La mujer meditó por unos segundos, miró hacia la parte delantera del carro y luego hacia la parte trasera:

En realidad-dijo-

Más tarje ya no se oyeron ni sintieron nada que no proviniera de ellos mismos, porque ellos oían y sentía sólo lo que habían aprendido en los últimos años.
Afuera, el tren galopaba por las planicies de arena de Yumbel, traspasaba los bosques racionales de las fábricas, cruzaba por los puentes dispersos en los esteros, y unió su recorrido al río Laja.







Parece que me hubieran agarrado a palos-dijo el señor Aramburu.-
Su mujer, aún medio dormida, buscó en la penumbra la luz de la cabecera y verificó la hora en su muñeca : eran las seis. Permaneció unos segundos en silencio y dijo:
-Claro, los somníferos tienen un efecto de ocho horas y has dormido cinco.
-Cuatro- dijo el señor Aramburu – esta cagada de tren suena entero y la calefacción es un infierno. ¿Por qué no abrimos la ventana?
No dijo la mujer – vamos a agarrar una pulmonía.
En uno de los carros traseros, Bartolomé Pulgar y su mujer despertaron de frente a un río enorme y azul.
-Este es el famoso río Bío-Bío.
Venía repleto de lado a lado y las pequeñas islas casi habían desaparecido. En la orilla contraria ya se divisaban los bosques interminables de la madrugada y el polvo de un camión por la ruta de la madera.
-Impresionante-dijo la mujer.
¿Yo?-dijo Aramburu -
-No, el amanecer en este río y su grandeza. Cuando veo las casas con la cocina humeando me dan ganas de comer pan amasado.
¡Ya! Dijo Aramburu -ahora cántate la canción nacional.
El tren bordeó el río a paso lento por las curvas, más tarde penetró en la ciudad con el pito constante del maquinista y se depositó.-lentamente-frente al público que aguardaba.
Bartolomé vío al señor Aramburu contratando al maletero:
-Allá está-dijo.
Cruzaron por un enjambre de gente que se abrazaba en las escalinatas y los ejecutivos muy peinados y solitarios que descendían ya preparados para la primera reunión de la sucursal en aquella ciudad
-Buenos días, señor Aramburu, ¡Señora? - ¿ Tuvieron buen viaje ? – preguntó don Jorge Aramburu.-
- Más o menos-dijo Bartolomé-¿ Y ustedes ?
-Regio, hombre, regio – contestó Jorge Aramburu.

Texto agregado el 22-01-2004, y leído por 197 visitantes. (0 votos)


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