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Cuando Calladito entró a la casa ella estaba en la cama boca arriba, con las piernas abiertas y en alto contra la pared. Tenía desnuda la parte inferior de su cuerpo y se introducía, de a una, pastillitas blancas para el reuma en la vagina. Ninguna de las falanges de su índice permanecían a la vista pero el rostro de ella no emulaba ningún tipo de placer orgásmico sino más bien una sensación de agotamiento insoportable. Casi instintivamente tomó con ambas manos la presilla del cinturón; ardía de tentación de desabrocharse el pantalón pero Guerra seguramente andaba por ahí y ella era su mujer, o al menos eso decían.
¿A quién engaño?– pensó. Ni acostada y medio muerta está a mi altura. Ni muerta del todo.
– ¡Calladito! Por fin aparecés, mi amor. ¿Dónde dormiste? No importa, sentate por acá que tengo para unas tres horitas con las patas para arriba – dijo ella. No parecía estar incómoda; ni posición ni situación le resultaban anómalas y Calladito transpiraba como loco, intentando mirarla a los ojos.
– Estás… – atinó a preguntar él.
– Sí – contestó ella si dudar. Otra vez este pelotudo de Guerra y su absurda alergia al látex.
No era la primera vez que Calladito la veía en esa posición y sabía exactamente cómo continuaba la historia. Ella se retorcería de dolor por varias horas, Guerra le cantaría algunos tangos, acariciándole la nuca y la barriga, y en el transcurso de algunos días el asunto estaría acabado. Pero verla gritar y llorar le partía el corazón, a Calladito, y no los oídos como a Guerra, que de tanto en tanto le metería a presión una cuchara enorme repleta de dulce de leche en la boca.

Él la miraba y sabía; ella sabía que la miraba y sabía lo que él sabía y continuaba, pastillita tras pastillita entre las piernas.

– No estaré predestinada a entrar en el género de los marsupiales, Calladito. Pero no me mires así, por favor. La lástima es terrible.


La miró y sonrió pensándola como un canguro. En realidad tenían bastante en común, la altura quizás, y ella que solía dar saltitos por la casa mientras escuchaba a Elvis, pero siempre había obviado la parte de la bolsa. Sus cargas eran otras, la bolsa estaba en otra parte, era enorme e invisible pero pesada como duelo. Pensó en la secuencia que se avecinaba y no pudo evitar saber tanto sobre ella, que introducía la última pastillita con un gran gesto de alivio. Pero Calladito se había adelantado y ya podía ver sus gritos queriéndose escapar entre bocados.
– Sí, muñeco, la heladera está llena de dulce de leche y las cucharas todas limpias. Aunque el repertorio de Guerra es siempre el mismo, ¿sabés? No sale de Malevaje, Nostalgias, El día que me quieras…
– El día que me quieras – pensó Calladito y la miró a los ojos sin posibilidad de desvío. El día que me quieras…
Prendió un cigarrillo y lo posó sobre el labio inferior de ella. Todavía no parecía necesitar gritar de dolor aunque sí quizás por otra cosa. Tenía los ojos como siempre, enormes y tristes, y esa cara de sola que a Calladito tanto le dolía y hubiera gritado de dolor; se hubiera hecho oír hasta Madrid.
Aún se debatía entre sentarse o no sentarse a un lado de la cama. Las sillas estaban repletas de ropa, discos, pelos de gato y de mujer morena, boletas de gas y de luz, cenizas.

– ¿No te da risa la mugre? – preguntó ella mientras retorcía el cuello para una mejor visión del dormitorio. A mí me parece comiquísima, porque junta cosas que jamás se juntarían por decisión de nadie. Por ejemplo, un disco de los Beatles con cenizas de puros encima, imitación de los cubanos, mitad de precio. Parece como si fuera un altar… ¿Te imaginás Calladito tener en casa las cenizas de Lennon y de Harrison? Qué va, ni siquiera sé si los cremaron. Los otros dos están vivos ¿no? ¿Cuál es tu Beatle preferido?


Calladito todavía debatía entre sentarse o no sentarse a un lado de la cama. Caminaba en círculos y fumaba sin ganas. No es que ella habla demasiado– pensó – soy yo y mis ganas de escuchar siempre poco.
– No sé. Sí. Lennon – contestó.
– ¿Qué cosa?
– Todas tus preguntas, mujer. Todas tus preguntas.
Ella apagó su cigarrillo en el parqué y tiró la colilla sobre la mesa de luz, junto a un billete de dos pesos escrito con lapicera verde que Calladito había dejado la noche anterior. Se preguntaba qué decía, pero de seguro alguien se lo leería más tarde.
Todo el silencio se resumía en la figura de los dos, sus diferencias e indiferencias en el aire, el hablar mucho y el escuchar poco, el querer decir y el no querer oír.
– ¿Jugamos a algo?– sugirió ella.
– ¿A qué querés jugar?
– A que te sentás al lado mío, acá en la cama, y hacemos de cuenta que conversamos hasta que empiece a gritar, hasta el tango y el dulce de leche, hasta la muerte.

– Decime, Guerra, ¿qué dice ese billete escrito con birome verde sobre la mesita de luz?
Guerra entró sin sorprenderse de que ella supiera que estaba llegando. Era muy silencioso para caminar pero ella reconocía los olores, el cigarro imitación de los cubanos, la colonia Old Spice, los días sin visita a la ducha. Calladito miraba la ventana, miraba los pájaros, miraba a los demás, a esa gente, que pasaba por la calle como si nada estuviera sucediendo en otra parte, más allá de sus zapatos en el asfalto. Aquellos otros que existen– pensaba –existen y yo sólo los veo– pensaba – existen y son como mujeres de almanaque, jamás podré tocarte, sí, a vos, la morocha de brazos cortos y pantalones largos que caminás tan lindo...
– Dice Laura y unos números; parecería un teléfono.

Ella gesticuló una emoción parecida a la última definición de crucigrama. Sonrió hasta donde pudo; pequeños pinchazos en su abdomen avisaban la próxima llegada de sus hermanos mayores, los más grandes y fuertes.

– ¡Perfecto! – vociferó ella. Calladito, pasame el teléfono.
– No le hagas caso – masculló Guerra sin mirarlo.
– No le des órdenes al pibe
– No me des órdenes vos a mí, María.
– ¡Calladito! ¡Vamos a llamar a Laura!

El muchacho miraba atentamente aquel caminar tan lindo y quizás ella se llamara Laura, y podría haber escrito su número en el billete; quién dice que lo anduviera buscando a él, el chico de la imagen borrosa de aliento en la ventana.
– Oime una cosa – habló Guerra, sin demasiadas ganas de hablar –. Tenemos línea restringida porque no podemos pagar una tarifa normal de teléfono, que entre paréntesis venció el 10 de Junio, estamos a 19 y todavía no la pude pagar y vos pretendés llamar a alguien que escribió su número en un billete de dos pesos. ¿Ves que no hay forma de hacerte entender las cosas?
Refunfuñó como una chiquilina. El dolor y la bronca se hermanaban en ella y nadie en la habitación parecía conocer su necesidad de excusas para hacer algo diferente, algo que no tuviera que ver con pastillitas blancas para el reuma, mugre, soledad y tabaco.
Calladito la miraba pero era sabido que no abriría la boca; defenderla había sido siempre un caso perdido. De tanto en tanto decidía hablar en su favor, aunque solamente para que ella sintiera que alguien estaba de su lado.

– Tomá esta tarjeta. Quedan algo más de cuatro pesos – dijo Calladito como en silencio, acercándose a ella, que pensaba solamente en Laura, él, que pensaba solamente en Laura. Alarido. Fuerte. Tango. Dulce de leche. Urgencia. Guerra corrió hacia la cocina; buscaba cucharas. Comenzaba ya a tararear un tango mientras revolvía los cajones y ella, pobrecita ella, que se hacía odiar tanto con esas poderosas cuerdas vocales y el dolor, ¡qué lo parió!, ese dolor que ella paría para no parir y ¡qué lo parió! Dónde carajo estarán las cucharas…
Miraba fijamente el billete de dos pesos que dormía sobre la mesa de luz mientras sostenía la tarjeta telefónica con su mano. Las cosas desbordaban; la paciencia, la sangre, el dulce de leche desbordaba, y él sólo escuchaba el metal entre los dientes de ella y el día que me quieras. La tomó de la mano, despacio. – Cuando todo termine vamos a llamar a Laura. Y ella que quería sonreír, un poco, no mucho, sólo lo suficiente.
Hacia las tres de la madrugada el dolor había tomado un descanso aunque Calladito y ella no, que llevaban más de una hora jugando a piedra papel o tijera. Había comenzado como un juego casi mudo, con pequeñas risotadas escondidas bajo las sábanas porque Guerra dormía – o intentaba dormir – en posición fetal contra la pared, lo más lejos posible de ellos. Intentaban no emitir sonido; sus manos apenas simulaban un puño cerrado en estado mármol, una tijera de piedra, un papel que jugaba a ser cinco dedos tiesos que jugaban a ser papel. Aún así sus cuerpos temblaban con la risa, como una especie de hipo discontinuo del torso de los dos que estaba acabando en tiempo récord con la paciencia de Guerra. Se levantó como zombi, chocándose con todo, odiando todo. Diarios viejos, cucharas con vestigios de dulce de leche, discos de jazz y maldita Billie Holiday que estás en todos lados, la diminuta ropa de ella que se enroscaba en sus tobillos, maldito desorden que la mantenía viva y un poco feliz, a ella, ella y su orden del revés. Aquel estado de emergencia – un poco de paz a la derecha por favor – y Guerra que intentaba desempolvar el colchón sobre el que dormía cada vez que a la señorita le daban ataques de alergia, alergia a él y a todo lo suyo, no muy seguido pero lo suficiente como para declararla formalmente insana. Estornudó varias veces y se echó como vaca en el comedor, lejos de la gente despierta que jugaba, ya no más en silencio, piedra papel o tijera, pero qué maravilla son las puertas a veces, qué maravilla. A veces. Las piernas de ella se encontraban en posición normal; las de él estaban cruzadas. No daban cuenta del frío y sacando sus brazos por encima de las sábanas y frazadas y colchas y mantas el puño de ella era casi siempre tijera y el de él, indudablemente piedra.
– La piedra rompe la tijera y corta el papel – explicó ella.
– No, la piedra no corta el papel, el papel envuelve la piedra – comentó él, sabiendo que ella se traería alguna explicación estrambótica entre manos, una maravillosa refutación lógica.
– Sí, claro. Pero imaginate que yo tome una piedra y la refriegue contra un papel, dale que dale, refriega que refriega, al final el papel terminará cortándose.
Él asentía con la cabeza y sabía que no había forma de jugar a nada con las reglas que todo el mundo usaba; ella siempre tendría algo que decir sobre las reglas, algo que seguramente sería cierto – en cierto modo – y entonces todo se convertía en otra cosa, todo mutaba, las cosas eran otras y lo otro era fantástico y novedoso. Pensaba en Laura. El único que creía en las casualidades de la vida era Guerra y ella había aprendido a vivir con eso, a vivir con él, que no creía que ella fuera el efecto de alguna causa sino la causa de todo efecto absurdo como las pastillitas blancas, la obsesión con Laura y el destino.

A Calladito realmente no le quedaba otra que creer en la causa, ya que por alguna razón había terminado ahí, acostado junto a esa mujer y oyéndola hablar de pajaritos. No lo había elegido y sin embargo ahí estaba, jugando un nuevo juego donde el papel era grueso y resistente y todas las tijeras estaban desafiladas. – No me gusta dar todo por sentado. ¿Lo ves ahora? Aquí el papel es pequeñito y la piedra es enorme, no podría envolverla aunque quisiera. Es como Guerra y yo; él es un hombre muy ancho y yo tengo los brazos demasiado cortos, por eso la escasez de abrazos, Calladito, sólo por eso.
Antes de todo, y más que nada antes de los años que vinieron después, ella era una princesa que esperaba a su príncipe, y dejaba zapatillas de cristal por todos lados, en el metro, en las avenidas, en los cines baratos. A estas alturas todo se había convertido en un simple cuento de hadas con un final donde no eran felices ni comían perdices; se alimentaban con las sobras de un cariño que venía en reemplazo del amor, ausente sin aviso. Ahora él quería dormir y no podía; ella podía dormir y no quería y el juego continuaba, ya sin reglas, ni las nuevas ni las viejas ni las otras, yo con mi mano tomo la tuya y eso es todo, tomo tu mano, no porque puedo ni porque quiero, simplemente porque sí.
Ella seguía mirándolo y riendo, haciéndole cosquillas como si Calladito fuera un chiquito de un año que sólo respondía al tacto y a la vista. Tenía veintidós y sí, claro que sí, sólo respondía al tacto y a la vista de ella, a esos ojos de nictálope que sufrían tanto durante el día y miraban tan lindo durante la noche, al éxtasis disfrazado de mano de mujer que convertía su cuerpo en un motor en convulsión; pequeñas explosiones que denotaban que el muchacho estaba vivo después de todo, aunque casi todos creyeran lo contrario.
– Cuando Guerra se vaya a trabajar llamamos a Laura – interrumpió ella, sabiendo que él estaba pensando algo y mejor no pensar en nada y buscar otro juego. Siempre es mejor no pensar.
– Sí – contestó él con un hilo de voz. Cuando se vaya Guerra la llamamos.

La voz de ella se apagaba de a poco; podía dormirse y no quería pero a cada palabra se dormía, un poco. Calladito le acariciaba el pelo y la observaba quedarse eventualmente quieta, hermosa mujer, le acariciaba el rostro pálido y hermosa mujer, qué bien queda mi mano en tu mejilla, qué bien quedo yo y mi cuerpo junto a vos y tu cuerpo, aunque sea sólo por unas horas, por unas pastillitas blancas, por una soledad. O varias.

Despertó sobresaltada. Corrió su imagen de San Cayetano que dormía sobre el reloj y vio las cinco y el billete reposando sobre la mesa de luz. Seguramente serían puntadas pasajeras pero doblaban su cuerpo como un acordeón. Calladito abrió los ojos de un tirón y le puso la mano en la barriga.

– ¿Me cantás una canción? – suplicó ella quitando las lagañas de los ojos de él.
– Yo no sé cantar.
– Guerra tampoco y lo hace de todos modos. Pero lo hace por culpa, ¿sabés? Quiero que me
cantes una canción por…

Por amor pensó Calladito. – Por favor – dijo ella. Calladito, por amor y por favor, comenzó a cantar bajito. Eligió la canción para ella, esa que nunca había logrado traducirle con suerte y so, so you think you can tell heaven from hell, blue skies from pain... Can you tell a green field from a cold steel rail? A smile from a veil? Do you think you can tell?
– Si se hizo cargo de vos fue también por culpa. Siempre pensó que tus padres podrían haber escapado al incendio en la casa si él no hubiera puesto esos cerrojos tan fuertes en las puertas y ventanas que les había vendido. ¿Te das cuenta? We’re just two lost souls swimming in a fish bowl year after year… running over the same old ground. What have you found? The same old fears.
–Y después el chiquito de diez años que volvía de la escuela para encontrarse con que ya no tenía más familia…


Calladito cortó súbitamente la canción. Hacía tiempo que no recordaba esa escena ni la vida antes de eso. La madre rubia, pulcra y muy católica, el padre amoroso, trabajador y también muy católico, el niño y su gran futuro.
– Mejor volvamos a dormir – dijo él.

El despertador sonó a las siete, como de costumbre. Calladito y Guerra se levantaron casi al mismo tiempo. Ninguno de los dos había descansado demasiado; ella aún dormía. Se encontraban en la cocina, tomaban mate, oían las noticias sin prestarle demasiada atención y ninguno tenía ánimos de conversar, aunque esta vez parecía inevitable.


– No creas que soy un desgraciado, pibe, soy realista – habló Guerra en su favor. A ella la criaron de otra manera, entre lujos y mucamas cordobesas y caprichos y vestidos de princesita, ¿entendés? Lo tenía todo, una casa enorme, una especie de familia aristócrata del siglo XX, dinero, un futuro brillante. No soy culpable de su estúpido ataque de rebeldía adolescente, de que haya decidido fugarse de esa vida y mucho menos de que haya elegido terminar con un carpintero de medio pelo que de lujos no sabe nada y de miseria, en fin, vos sabés, un rato largo.
Calladito cebaba mate y escuchaba. Conocía la historia lo suficiente como para no comprender del todo esta vida que llevaban o bien que los llevaba a estar cada vez más ajenos a lo que, en resumidas cuentas, habían soñado de la vida.
– ¿Te acordás cuando la conocimos? – recordó Guerra con un gesto que buscaba ser sonrisa aunque sin suerte. Hacía ya cinco años que vivías conmigo, vos tenías quince años, yo quince más que vos y tu estampita de San Cayetano en la mano, esa que me habías pedido que sostenga mientras vos ibas al baño de la estación de Constitución. Ella llevaba cuatro bolsos enormes que pesaban más que ella. Pasó, me miró, vio la estampita y me besó. Ella siempre creyó en esas cosas, ¿sabés? Dijo que la estampita había sido una señal, que ella había nacido un día siete y los días siete no sé qué cosa con San Cayetano, una locura. Al volver del baño nos viste besarnos y te quedaste mudo, ¿te acordás? No hablaste en todo el viaje, no entendías nada… en verdad yo tampoco pero qué va, estaba tan hermosa y tan loca, pero por sobre todo hermosa. Fue ahí cuando te empezó a llamar Calladito ¿no? Creo que ni siquiera sabe tu nombre. Ella cambió su boleto de tren y se vino con nosotros. Y aquí estamos, verás, los tres juntos. Los tres. Punto.

Terminó su monólogo, tomó su saco y se fue. Hubiera deseado que aquello fuera una conversación pero Calladito no estaba en condiciones de armar una oración. Ni bien oyó la puerta, ella saltó de la cama y corrió a buscar el teléfono. Calladito sabía que no se detendría hasta hablar con Laura, que por alguna razón había escrito su nombre y su número de teléfono en un billete de dos pesos, que por alguna razón Calladito había recibido como vuelto de su compra de un disco antiquísimo de Billie Holiday. Ella revolvía la ropa y los discos; buscaba el inalámbrico blanco.
– ¿Te acordás de la última vez que seguiste una de tus pistas? Te encontré en medio de la estación de Constitución a las ocho de la mañana, muerta de frío. Habías encontrado una Constitución de la Nación tirada a tres calles de aquí, ¿cierto?
– Sí – contestó ella sin dejar de revolver. Decía 20 de Junio, siete y treinta horas.
– Y te tomaste el tren a Constitución a las siete de la mañana un 20 de Junio – prosiguió él sin poder evitar reír. ¿Qué pensabas encontrar ahí?
– Cualquier cosa menos a vos vendiendo medias lunas de manteca, aunque me salvaste porque me moría de hambre. ¡Acá está! Vamos, marquemos.

Ella temblaba; los nervios le jugaban una mala pasada. Era la primera vez que tenía el billete en la mano; fijaba sus ojos en él y aún así no podía leer los números. – Maldita dislexia – bramó ella. Mejor marcá vos. Calladito hizo lo propio y esperó el tono para, acto seguido, entregarle el aparato blanco a ella.
– Familia Benavides, buenas tardes – contestaron del otro lado con marcado acento cordobés.
Ella palideció y dejó caer el teléfono; Calladito no dejó que cayera pero no pudo evitar el blanco de su piel. Tomó el aparato. Del otro lado una voz fina de una mujer discutía con otra, que estiraba las vocales al hablar. Guerra abrió la puerta. – María, Calladito, ya volví. El muchacho miró el reloj; eran las siete y media y no lo esperaban hasta el mediodía.
– Me llamo Cayetano – habló él, como quien habla por primera vez.
Guerra entró, se sentó, y sin ganas de hablar, habló.
– Puedo quedarme todo el día con vos, ¿sabés? Mirá si estaré desorientado que fui a trabajar un 20 de Junio, feriado nacional.

Texto agregado el 22-09-2006, y leído por 384 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-12-2006 Esa cantidad de mundos que se entrecruzan en tu relato son fantásticos. Y el orden caótico qu te lleva si te dejas llevar, mejor. Un planteamiento que debes aceptar si pretendes seguir seduciéndote con las hordas de humor y guiños a mis sitios preferidos (el tango, la Holliday, el Malevaje del Polaco). Hay en las reglas del juego de manos (cachipún le decimos aquí) una suerte de metáfora de cómo abordas la escritura, desde qué esquina la espías, cómo sientes que debe escribir tu pluma, a ratos sólo fluyendo..., porque hay tanto en el cuento que me sospecho un oficio de escritora madura y llena de mundos por seguir mostrando. Escapas a la media del sitio y eso, no me cabe duda, te lleva a una colina solitaria, adonde te dejas ver, pero desde donde te cuesta bajar... venicio
05-10-2006 Me trajo aquí el fiarme de sandi ,(Miguel) un desconocido por no leído compañero que habla en un foro y dice que Holiday es uno de sus textos preferidos y yo aún ciega y curiosa me acerco a tu texto y comienzo a leer y no puedo traducir las palabras ni la historia porque sin darme cuenta, sin yo querer tu texto de me escapa de repente al interior y allí lo vivo y me hace temblar y me siento pequeña ante la magnitud de un guión de destierro humano, de casualidades, de ironías y sentimientos.Mis palabras torpes no me abarcan, te lo juro, a comentarte lo que este absoluto y genial cuento me ha producido.Mágico, literario, cinéfilo, filosófico, urbano...lo tiene todo y tú mis humildes estrellas.***** Gadeira
05-10-2006 lo leí, lo releí, lo mastiqué, lo digerí, lo saborée con un té de hierbas, lo soñé - casi logra desplumarme - me y bene, ahora te lo queria pasar a decir....piq piq gaviotapatagonica
05-10-2006 Usted sabe que este tipo de textos en los cuales las reglas mutan tanto que resulta imposible reconocerlas como tales o simplemente deciden irse al carajo y lo dejan a uno jugar en paz son mi debilidad. Pero no, usted no lo sabe, ¿cómo podría saberlo? Es ese orden sin orden, o ese orden fuera de toda estructura convencional lo que me fascina... Es una historia trágica aunque usted logra darle ese nosequé para que no se torne pesado e insufrible, hay situaciones que rozan lo tragicómico y duermen todas juntas en la mesita de luz al lado de la estampita de San Cayetano mientras que la inclusión de nombres propios le dan ese matiz; Pink Floyd, Malevaje, ¿cuál es tu Beatle preferido? El mío es Harrison... como si aquellos cuatro fuesen figuritas de acción coleccionables. Y el narrador omnisciente que nos deja entrever la relación entre los personajes, tan inexacta como la mugre en la habitación porque cuando parece que entendiste todo y ¡GOLAZO!, sos un genio, le ganaste al texto... el muy hijo de puta te saca la lengua y quedás como un boludo pensando en el billete de dos pesos, en laura,la familia de Córdoba, Guerra, Calladito, 20 de junio (que parece el epicentro de todas las situaciones inexplicables) y aaayy, repito: ¿Cómo pueden existir textos así? Sandi
 
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