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No conocían el mar
y se les antojó más triste que en la tele.
Joaquín Sabina

En las mochilas cargábamos la humedad de una semana de lluvia ininterrumpida. La carpa se plegaba al fin en su estuche y las bolsas de dormir hacían ahora de almohadones enmohecidos. La cabeza incansablemente lacia de Jessi estaba alborotada por rulos hippones. Después de cruzar la frontera argentino-uruguaya, previo almuerzo de dos frankfruters (intrincada cadena de letras para denominar apenas a una salchicha dentro de un pan), nos acurrucamos satisfechas en los asientos sequitos del colectivo que nos guiaría desde Paysandú hasta Montevideo.
Morfeo se adueño de las siete horas siguientes. Recién cuando las casas comenzaron a sucederse una tras otra, cuando la ruta ya no se parecía a una de esas que atraviesan los pueblitos sino más bien a una autopista regordeta, caímos en la cuenta de que habíamos llegado. Corría enero de 2006 y las paredes de la capital uruguaya aún guardaban pintadas de las últimas elecciones presidenciales: una estética colorinche con aroma rioplatense que en nada se parece a las pálidas letras azules o rojas que chorrean al Chaco en época proselitista. También algunas villas y, hacia adentro, una especie de Buenos Aires más petisa, con menos tos negruzca, de movimientos más dulces.
Sin embargo, recién en la oficina de turismo de la Terminal de Ómnibus cobramos dimensión: es la capital de Uruguay: el camping más cercano está a 10 kilómetros y ningún colectivo urbano lleva hasta allí. Los bolsillos acusaban, como siempre, la plata justa. O menos. Pusimos cara de ay qué distraídas y le pedimos al hombre que nos mandara al hospedaje más barato que conociera. Hizo una llamada telefónica mientras la mirada espantada de una mujer presagiaba lo peor sobre el hotel Windsor. Tomamos nota y fuimos a cambiar dinero: la maldita tabla del siete se hizo presente: 1peso argentino igual a 7uruguayos.
Eran las nueve de la noche, pero el sol aún se resistía a marcharse. Tomamos un micro urbano cuyo chofer le explicó a regañadientes a Jessi que no era a él a quien debía abonarle los pasajes. Un hombre con remera de Sumo le recomendaba hoteles a dos pibas porteñas que no le tuvieron fe y acabaron bajándose con nosotras. Así, las cuatro caminamos 10 cuadras hasta dar con el cartel amarillento del Windsor, justo sobre Michelini al 1200. Lúgubre. Puerta alta, pasillo fino, escalones y un mostrador detrás del cual se mezclaban una cumbia y las voces gruesas de un petiso fumador y Miguel, el encargado.
En el tercer piso, escalera pálida adornada con cuadros torcidos, la pieza 17: lavabo incluido, mas baño compartido. Digna de esas pensiones heladas en las que viven Oliveira y La Maga: un foco agazapado en medio del techo, una lamparita sobre la tierra que añeja la mesa de luz, tres camas chicas cubiertas por frazadas achicharradas, dos alfombras barrocas hechas hilacha sobre el suelo de madera. También, una ventana que ya no tenía tema de conversación con un patio luz que no alumbraba pero soplaba lindo.
Bajamos a registrarnos y pagar los primeros 200 pesos. A Miguel le faltaba una mano, pero con el muñón se las ingenió para señalarnos en un planito por dónde debíamos caminar de noche. Entendimos poco. Estábamos demasiado preocupadas por contener el grito. Después de comernos una lata de atún, nos atrincheramos debajo de sábanas viejas, suavecitas.
Toc toc toc: “Nueve de la mañana”. Gracias. Mate con calentador eléctrico. Salimos. Atravesamos plaza Artigas, edificios emblemáticos, el viejo casco del puerto devenido ahora en una explosión de restaurantes y comercios de antigüedades en los que nada compramos, sobre todo, porque para nada de eso nos alcanzó. Llegamos a la rambla. El agua jugaba a mostrarnos los dientes, la espuma rabiosa de la bestia que no alcanza una presa que, encima, disfruta el juego. Sobrevino el debate: ¿Esto es río? Sí, es el Río de la Plata. Mmm, pero no parece: Es demasiado bravo, además no hay horizonte… ¿Te animás a probarlo? Mmm, salado. ¡Ves! Si fuera río debiera ser dulce… A lo mejor es salado porque ya se mezcla con el mar… ¡¿Por qué no habremos estudiado más Geografía?!
Y el debate siguió camino al almuerzo. Caparrós cuenta en un libro que un viejo birmano le dijo una vez que “el turista nunca sabe dónde estuvo; el viajero nunca sabe adónde va”. ¿Qué diría el birmano de esto? Cerca de los hospitales siempre se come barato y bien, así que apostamos por ese cartel que rezaba: tallarines verdes con tuco, por treinta y cinco pesos. En la pulpería nos atendió, con el delantal lleno de harina, una sesentona que, al ratito, nos hizo un guiño hacia la puerta: Llegó feliz con un bolso negro que encontró en la calle. “Es más grandote que usté”, le dijo una señora que se tomaba un vermú y lo trataba como a un viejito gagá.
“Italiano de nacimiento, malcriado acá en Montevideo”, se presentó tomando el bastón como si fuera un conde caído por error en ese par de ojotas y esa camisa cuadrillé. Afirmó que iba a coser el bolso con nylon y dos agujas, quizás sólo como excusa para contarnos que supo tener una fábrica con 20 costureras a su cargo. Ahora, buscaba una pensión en la que le dejaran instalar su taller. No sé de qué. Pero sus ojos celeste y marrón buscaron un papel en el bolsillo del short y así fue que nos cantó Granada. Jessi se hizo eco de sus pupilas inundando las propias. Entonces, se interrumpió para confiarnos que “en Sevilla dicen que hay un momento en que se deja de escuchar la canción para oír sólo el lamento”.
Se marchó deseándonos buen provecho. Después, encontramos respuesta para el birmano: el turista busca sólo la foto, el viajero encuentra historias. Y ya no nos preocupó el sabor del río.

Texto agregado el 28-09-2006, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-09-2006 que aventura!! me hiciste recordar mi epoca hippie , aunque bueno creo que sigo mas o menos en las mismas jejeje... arcano20
 
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